Película peruana, dirigida por Javier Corcuera, que apunta a mostrar a distintos músicos nacionales, fáciles de
identificar o con una trayectoria consolidada dentro de una riqueza cultural
que habla de la variedad de identidades dentro de nuestras tres regiones naturales
de costa, sierra y selva. Una experiencia que no necesita de ninguna presentación y
salen sin que se digan nombres a hacer su performance tras contarnos algunos sobre su
vida o su inclinación por la música que tocan.
“Chimango” Lares recorre su lugar de nacimiento hasta su propia casa en Cabana Sur contándonos de su humilde infancia, de sus queridos recuerdos, y luego acompaña con el violín la voz de Magaly Solier cantando en quechua en Ayacucho. Magaly Solier no sólo es famosa por cintas como La Teta asustada (2009) sino por su álbum Warmi. En otro momento el compositor y contrabajo Carlos Hayre con mucho conocimiento e historia musical nos narra la fama y talento de Yma Sumac, de quien nos dice que muchos no imaginaron el alcance de su voz, su internacionalización y gloria artística, o del admirado Felipe Pinglo, que le cantó a todos y sobre distintos temas, incluso hizo crítica social.
Se trata de varios autores, instrumentistas y cantantes dentro de una gama amplia y variopinta, en parte libre en lo que los agrupa -y a quienes se selecciona- en su conjunto (como lo que somos), pero bastante representativos en cuanto a nuestras raíces musicales, pudiendo ver a su vez juglares y haravicus, los llamados poetas del pueblo, como Cristina Pusac y su cantar particular, agudo, algo chillón, pero muy típico de ese llanto andino que infunde la expulsión de la pesadumbre, de nuestros demonios, para seguir adelante, cobrar fuerza, en medio de la intensidad de la fiesta musical. Ella canta mientras se ejerce las labores cotidianas de campo, aflorando la virtud en medio de la humildad, el ser ante todo, y de esa forma se trasciende.
Tenemos a Florian Cesario Ramos y el bautizo artístico en medio de la tradición y el folclore. Florian es un danzante de tijeras que intercala su arte -que propaga en una pequeña academia suya- con el quehacer de manejar una bodega de alimentos en Andamarca, Ayacucho. Lo mismo sucede con su amigo y compañero Félix “Duko” Quispe, conductor de bus en Puquio y excelso arpista que hace bailar a los danzantes de tijera como Elizabeth López, “Palomita”, quien es un oasis en la tierra ya que las mujeres no suelen ser danzantes de tijera. De ahí radica el título de la película, de la palabra quechua chanka, Kachkaniraqmi, de cuando un individuo quiere expresar que a pesar de todo aún es, y se menciona casi en grito de guerra, y me recuerda al himno no oficial de Sur Corea, al Arirang (2011), de Kim Ki –duk; para los coreanos un grito de revitalización ante cualquier derrota. Andrés “Chimango” se gana la vida vendiendo helados y vive su alma en la música, igual cuentan otros, tienen que sobrevivir y ganarse primero el pan, luego hacer lo que tanta pasión les produce.
En la identificación, defensa y proyección simbólica y literal del agua hallamos a la shipiba Roni Wano, que es el sobrenombre de Amelia Panduro, que significa mujer de agua. Roni Wano cruza el río en canoa y se funde con el paisaje salvaje, aunque calmo y minimalista, que es como el mismo llamado de la selva, la voz de la naturaleza, En ese lugar vemos que más que una profesión es ser uno mismo, transportar un mensaje. Y a su modo sencillo y directo lleno de carisma lo expresa diáfana la cantante criolla Rosa Guzmán, actual legado de la otrora bohemia musical del distrito de Barranco; dice, no se puede vivir sin música, no podría vivir sin ella.
“Chimango” Lares recorre su lugar de nacimiento hasta su propia casa en Cabana Sur contándonos de su humilde infancia, de sus queridos recuerdos, y luego acompaña con el violín la voz de Magaly Solier cantando en quechua en Ayacucho. Magaly Solier no sólo es famosa por cintas como La Teta asustada (2009) sino por su álbum Warmi. En otro momento el compositor y contrabajo Carlos Hayre con mucho conocimiento e historia musical nos narra la fama y talento de Yma Sumac, de quien nos dice que muchos no imaginaron el alcance de su voz, su internacionalización y gloria artística, o del admirado Felipe Pinglo, que le cantó a todos y sobre distintos temas, incluso hizo crítica social.
Se trata de varios autores, instrumentistas y cantantes dentro de una gama amplia y variopinta, en parte libre en lo que los agrupa -y a quienes se selecciona- en su conjunto (como lo que somos), pero bastante representativos en cuanto a nuestras raíces musicales, pudiendo ver a su vez juglares y haravicus, los llamados poetas del pueblo, como Cristina Pusac y su cantar particular, agudo, algo chillón, pero muy típico de ese llanto andino que infunde la expulsión de la pesadumbre, de nuestros demonios, para seguir adelante, cobrar fuerza, en medio de la intensidad de la fiesta musical. Ella canta mientras se ejerce las labores cotidianas de campo, aflorando la virtud en medio de la humildad, el ser ante todo, y de esa forma se trasciende.
Tenemos a Florian Cesario Ramos y el bautizo artístico en medio de la tradición y el folclore. Florian es un danzante de tijeras que intercala su arte -que propaga en una pequeña academia suya- con el quehacer de manejar una bodega de alimentos en Andamarca, Ayacucho. Lo mismo sucede con su amigo y compañero Félix “Duko” Quispe, conductor de bus en Puquio y excelso arpista que hace bailar a los danzantes de tijera como Elizabeth López, “Palomita”, quien es un oasis en la tierra ya que las mujeres no suelen ser danzantes de tijera. De ahí radica el título de la película, de la palabra quechua chanka, Kachkaniraqmi, de cuando un individuo quiere expresar que a pesar de todo aún es, y se menciona casi en grito de guerra, y me recuerda al himno no oficial de Sur Corea, al Arirang (2011), de Kim Ki –duk; para los coreanos un grito de revitalización ante cualquier derrota. Andrés “Chimango” se gana la vida vendiendo helados y vive su alma en la música, igual cuentan otros, tienen que sobrevivir y ganarse primero el pan, luego hacer lo que tanta pasión les produce.
En la identificación, defensa y proyección simbólica y literal del agua hallamos a la shipiba Roni Wano, que es el sobrenombre de Amelia Panduro, que significa mujer de agua. Roni Wano cruza el río en canoa y se funde con el paisaje salvaje, aunque calmo y minimalista, que es como el mismo llamado de la selva, la voz de la naturaleza, En ese lugar vemos que más que una profesión es ser uno mismo, transportar un mensaje. Y a su modo sencillo y directo lleno de carisma lo expresa diáfana la cantante criolla Rosa Guzmán, actual legado de la otrora bohemia musical del distrito de Barranco; dice, no se puede vivir sin música, no podría vivir sin ella.
Siguen siendo a pesar de cualquier escollo, la melancolía mueve pero nunca hunde, y
eso recoge el pueblo que vive a través de ellos, una esencia de lucha y, por
ende, de triunfo, porque brilla el sol aún bajo la lluvia. Se les escucha y tienen
distintos tipos de éxito, pero gloria al fin y al cabo porque mientras halla música viven, subyace la felicidad de las melodías y el ritmo.
A través de la anécdota y memoria el percusionista y zapateador Lalo Izquierdo desborda simpatía, ilumina ya no un callejón sino toda la calle, brilla en ella, a la que se le regala alegría y entusiasmo por la vida. La vida es más vida con la música, nos dice otro artista, cuando Máximo Damián hace un peregrinaje a Chincha y junto a la familia Ballumbrosio y un desfile de zapateo al son de su violín, el que fue amigo cercano del ícono literario nacional José María Arguedas, recuerda a Amador Balumbrosio, 80-90 kilos de pura fiesta negra, y sigue en lo que es una road movie -por referentes del Perú- hacia Ayacucho. Vive su esencia andina aun ya viviendo en Lima, de donde se recoge la mirada de cantantes, sinfónicos y trovadores que vuelven a recordar para seguir amando (más), a sentirse propios, y a entenderse, a propagarlo y a ver su punto de inicio, sinónimo de identidad, que como recoge el filme es complejo pero satisfactoriamente rico y admirable en su variedad.
A través de la anécdota y memoria el percusionista y zapateador Lalo Izquierdo desborda simpatía, ilumina ya no un callejón sino toda la calle, brilla en ella, a la que se le regala alegría y entusiasmo por la vida. La vida es más vida con la música, nos dice otro artista, cuando Máximo Damián hace un peregrinaje a Chincha y junto a la familia Ballumbrosio y un desfile de zapateo al son de su violín, el que fue amigo cercano del ícono literario nacional José María Arguedas, recuerda a Amador Balumbrosio, 80-90 kilos de pura fiesta negra, y sigue en lo que es una road movie -por referentes del Perú- hacia Ayacucho. Vive su esencia andina aun ya viviendo en Lima, de donde se recoge la mirada de cantantes, sinfónicos y trovadores que vuelven a recordar para seguir amando (más), a sentirse propios, y a entenderse, a propagarlo y a ver su punto de inicio, sinónimo de identidad, que como recoge el filme es complejo pero satisfactoriamente rico y admirable en su variedad.
A las calles limeñas no solo se les regala fiesta sino
elegancia como con Susana Baca y su imagen descalza y estética dentro de una
pequeña orquesta criolla de grandes instrumentistas en donde se luce cautivante
su hermosa voz engolada. Se canta porque se lleva algo dentro, se vive (se interioriza
y eso fluye) lo que se expresa con la música, nos dice sabiamente otro artista,
que se pierde más que en una presencia en un portavoz de algo mayor que queda,
eso que se lleva y se transmite. Con ella, bastante parecida, en su fineza y
distinción, aunque menos famosa, Victoria Villalobos, agradable, guapa; yace contenta
y lo hace sentir. Junto a ellos Félix Casaverde, otro artista privilegiado, que ha
tocado la guitarra al lado de Chabuca Granda, o el guitarrista, clásico por
antonomasia, César Calderón, que nos habla de las dificultades de ejercer y
sobrevivir sólo tocando, aun siendo tan conocido y talentoso, pero en un tono
de comentario, más que una queja una realidad mayoritaria, que en él se trasluce
a través de un toque señorial y quien aún a su años no deja de ostentar empatía.
Otra artífice de la música popular costeña que destaca mucho
con una voz ronca que parece de jazz o que se luce como una Janis Joplin
peruana es Sara Van, a la que no conocía, pero fue la que más me impresionó,
como el factor sorpresa de la película.
Son más de dos horas de documental que a ratos luce muy sencillo, casi sin ningún adorno, y no sólo al respecto de los escenarios, pero que
logra acercarse a uno, a ser algo íntimo, y que sobresale porque conmueve y
enorgullece, llega a lo hondo y ello está por encima de cualquier forma, que sea dicho es
buena en su recurso mínimo, en una identidad que no es para nada forzada, sino
amplia, poderosa en su vastedad, en su diferencia y a la vez igualdad, y ya
puede tocarnos más un tipo de música que otra pero todas atrapan de alguna
forma, hay de donde escoger, y algunas son hasta novedosas como el canto de la
shipiba, y otras además se fusionan audazmente como el afro peruano y lo autóctono
ayacuchano, entre los Ballumbrosio y Máximo Damián, de lo que yo siempre digo
que la música del Ande, lo instrumentalista solo basta y sobra, por encima de
cualquier voz que le acompañe en su tipo, tantas veces de forma innecesaria, y
por eso, artísticamente, o por la integración y la hermandad, éste es el más
bello momento de todo el documental.
Tiene mucha importancia la formación, el pasado, la autenticidad, las raíces de procedencia, el
estilo de vida, el barrio, la puna, una fiesta popular, y todo ese aspecto
cultural local y regional en un país multicultural,
un lugar de muchas voces, sea un violín mirando a la gran urbe de Lima desde un cerro sobrepoblado, una peña festiva con algunas cervezas y buena compañía, un
rincón criollo de amistad y admiraciones mutuas, una jarana en un callejón al
son de un cajón, como el de la picardía del cajonero Manuel "Mangué" Vásquez , una
aborigen en medio de la Amazonía, o un charango –mítico en Jaime
Guardia- en plena Sierra.