viernes, 24 de junio de 2016

Manhunter y El dragón rojo

La versión más popular y aclamada es la de El dragón rojo (2002), de Brett Ratner, pero la primera película donde apareció el Dr. Hannibal Lecter, aparte del orden de las novelas de Thomas Harris, es Manhunter (1986), como la llamó el hoy admirado director Michael Mann (cuando por ese entonces fue un fracaso en taquilla) a la novela El dragón rojo (1981). Manhunter es una película menos espectacular, menos hollywoodense, más, digamos, realista, de cierto perfil bajo, muy del tipo neuronal de la serie de televisión CSI (2000-2015) donde el actor protagonista William Petersen por algo iría ahí a parar. Sin embargo, Manhunter crecería con el tiempo y se convertiría en una película de culto, incluso hasta mejor considerada que la de Brett Ratner.

Aunque en Manhunter no esté el más famoso Hannibal Lecter del séptimo arte, el interpretado por Anthony Hopkins, en tres oportunidades, como en la mejor película de la serie El silencio de los inocentes (1991), Brian Cox no lo hace nada mal, y le da un tono mucho más serio, más ligero, fríamente sarcástico y racional a su Lecter, bastante menos vistoso, menos maniático e histriónico o fantasioso, sino relajado, seco, menos memorable, pero aun así competente. Éste es el mismo tono que mantiene Tom Noonan como el buscado asesino serial Francis Dollarhyde, alias “The Tooth Fairy” (El hada de los dientes), y William Petersen como el policía del FBI Will Graham, en lugar de los más populares, histriónicos e intensos Ralph Fiennes como Dolarhyde, y Edward Norton como Will Graham, en El Dragón rojo.

En el fondo es difícil comparar las dos propuestas, a diferencia de Hopkins que de lejos en la maravilla de El silencio de los inocentes es bastante mítico, más allá de que -en especial- con la secuela, Hannibal (2001), de Ridley Scott, y –mucho menos- con El Dragón rojo se haya tornado en parte caricaturesco, hasta llegar a lo auto-paródico (puede que por culpa de las novelas o de la propia fama del personaje). Noonan y Petersen hacen una caracterización harto competitiva y muy lograda, en otro registro y estilo, con diferente tipo de demente, al igual que otro sufrido y comprometido agente de la ley, que son bastante ricos en sí en su realismo, como la espectacularidad hollywoodense y exageración en Norton y Fiennes como marcados héroe y villano también son tan cautivantes y quizá más entretenidos.

Ambas son dos versiones muy recomendables. Mann hace una película pegada a la tierra, harto más sutil, habiendo menos visualidad y menos escenas grandilocuentes, como la apertura con el ataque de Lecter, recreada en una conversación en un supermercado en Manhunter; o la vuelta de tuerca de la última parte de El dragón rojo. Contiene una conseguida emotividad con su Will Graham (pudiendo perder a su familia, más allá de una posible agresión, donde el hijo tiene particular injerencia), y un especie de deseo de aceptación en Noonan que maneja bien lo sentimental como detonante. En El Dragón rojo todo se destaca, se sobre-ilumina, se explica, se amplifican los detalles, se alimenta directamente el imaginario del espectador (de ahí que lógicamente tenga mayor recepción del público, siendo una buena versión), con los espejos rotos, los vidrios en los ojos de los cadáveres, el deseo de transformación en la pintura de William Blake –bastante trabajado- o el abuso familiar en la infancia. Todo esto es lo que dictamina el proceder del asesino serial, arguyendo una fealdad – que suma el filme de Ratner- y un complejo –propio del trauma infantil- por algo minúsculo como un labio de nacimiento operado. Mann es más artístico, más discreto, espolvorea los datos, los deja ver poco perceptibles, más para un espectador atento, despierto, que vaya figurando los detalles en su mente.

Ratner entrega todo servido (en la obra oasis de su filmografía), pero consigue (aparentemente) consolidar más el retrato y estructura del asesino, dando a entender más background, aparte de que Ralph Fiennes como que deja la vida en el papel, con un asesino demente casi sin concesiones, todo el tiempo tenso, apunto siempre de sobreexcitarse, de explotar, nervioso, algo disforzado, inseguro y violento, aunque Noonan y Mann con cierta humildad expositiva –en todo sentido- perpetran tremendo asesino, así “sin esfuerzo", sin "distracciones", uno más misterioso, más pedestre y mucho más creíble, con un toque general de cierta vulgaridad en su entorno, incluyendo a la invidente -y la relación- de Reba McClane (Joan Allen), que una tierna y algo cándida, pero de iniciativa sexual (otro forma de equilibrio) de una más talentosa Emily Watson. 

El Conjuro 2

Llamada Expediente Warren: El caso Enfield en España, dirigida por James Wan, quien ya es uno de los grandes directores contemporáneos del terror, que plantea un cine de apoteosis, un espectáculo del cine de terror, alejado de la pequeñez y la intrascendencia que consume al género (más allá del cine de terror de autor, y el entretenimiento puro y duro bueno que salta la valla), en un cine comercial tal cual las películas de los superhéroes, una cita con la grandilocuencia que invoca la sala de cine, vía el dominio de Hollywood en el mundo. Pero también un cine de terror clásico, con las armas modernas a su disposición. Y aunque lo comercial le cobre falta de originalidad, sabe aprovechar otras virtudes. Como esos sobresaltos e imágenes abruptas acomodadas audazmente por la cámara y en especial gracias al sonido violento, al que siempre cae uno, en alguna de estas recurrentes trampas, perpetradas a  ratos con buena preparación (el camioncito de bomberos), y otras con burdo efectismo (el viejo fantasma apareciendo detrás del televisor). Esto dependiendo, abruma o divierte, pero es un complemento que funciona con el público, como un goce primario e inmediato, en esta oportunidad no es del todo malo como en otras películas menos ingeniosas en su aplicación.

La película se sostiene por sus múltiples vínculos sentimentales, bien convocados, como en los que relacionan a toda la familia Hodgson entre sí, desprotegidos por varios flancos, económicamente (viven en medio de la crisis de los 70s, a puertas del neoliberalismo y de la labor de “La dama de hierro” Margaret Thatcher), sin la figura paterna y ahora atacados por una presencia fantasmal de un antiguo inquilino. Los Hodgson llegan hasta tener lazos sentimentales con vecinos e investigadores paranormales locales. Como con los vínculos del matrimonio Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), con el miedo a una premonición de la muerte del amado marido, bien definida en aquella transformación de freaks y solitarios incomprendidos, creer y sufrir tempranamente lo paranormal, a convertirse en investigadores, serios estudiosos, exorcistas y conferencias de lo sobrenatural, demoniaco y espiritual, bajo el soporte de la iglesia; de lo que queda la pregunta ante los detractores: ¿por qué no tener una fe cristiana y tener nexos con la institución eclesiástica?, cuando el filme es todo lo clásico que quiere ser. Lorraine por su parte sufre también de agotamiento e intimidación por la persecución de los demonios, teniendo gran injerencia en el filme al ser la que viaja internamente a ese limbo de fantasmas. Por lo que tenemos un background bastante sólido con ellos, que tienen sus propios temores e inseguridades, albergando además a una hija involucrada por su trabajo.

El filme es uno completo, lleno de accesorios (como su antecesora, aunque no demasiados de terror), a pesar de no poseer una historia memorable, de lo que mucho es el juego que los fantasmas en general permiten, y donde Wan mete hasta un susto con The Crooked Man (El hombre torcido), una especie de Boogeyman, salido de un zoótropo, y que recuerda a The Babadook (2014). El filme se presenta con una buena introducción, una que “roba” el meollo del asunto de la historia real de Amityville. También el caso Enfield es basado en hechos reales, que suscitaron controversia si era invento de esta familia de clase humilde, o verdaderos, como se ve en el filme cuando la chiquilla miente y se advierte el interés de que el estado les subvencione una mejor casa, pero es ahí que Wan hace otro alarde de ingenio, un quiebre.

En la interesante historia de Amityville, que se recoge, un joven veinteañero llamado Ronald DeFeo mató a sangre fría con un rifle a toda su familia mientras dormían, confesando más tarde que una voz oscura indeterminada lo incitó a hacerlo, por lo que la posesión en El Conjuro 2 invoca el posible homicidio, como cuando la hija, llamada Janet, de 11 años, es poseída (algo recurrente que va y viene en ella), y coge un cuchillo de una mesa apuntándolo a cualquiera que se le acerque, pero esto es solo sugerido brevemente, más implicado en la premonición que tiene Lorraine de una monja endemoniada (una “irreverencia” justificada, y que se dice tendrá un spin-off), ese otro nivel al que se pliega la propuesta cuando agota una primera etapa bajo la sombra del fantasma del sillón, quien se presta de pretexto para casi cualquier susto (el mejor, el de la mordedura entre la podredumbre), diciéndose luego, de una pequeña preparación, que peor que un espectro enojado que no se quiere ir, es un demonio, y aparece uno alrededor de una pintura –por algo los Warren son coleccionistas de raros objetos demoniacos- en la casa de los Warren en EE.UU. (dicho de paso, que ridículo susto el del cuadro en movimiento, igual a la imitación de Elvis con la canción “Can't Help Falling In Love”, la cual se perdona solo porque es el momento familiar, tierno, de la película y el lugar de trasmisión de afectos de la pareja).

La historia se contextualiza en el norte de Londres, en Enfield, como bien se ve al poco de una presentación fulgurante tipo pop turístico, pero con la música del grupo punk rock The Clash con la canción “London calling” de fondo, para pasar a la precariedad dominante de la Inglaterra setentera, que gracias al cielo no pretende emular al cine social, sino sugerirlo, como en la presencia y lenguaje de los Hodgson, en especial detrás de la bella actriz Frances O'Connor, convertida en mujer humilde al cuidado de 4 hijos y la pesadilla del poltergeist y el exorcismo. 

viernes, 17 de junio de 2016

El tesoro (Comoara)

La ópera prima del rumano Corneliu Porumboiu, 12:08 al este de Bucarest (2006), era una película que exhibía a un cineasta atractivo y que auguraba un futuro muy prometedor, alguien a seguir creciendo, y cimentando un buen nombre en el cine, y con su segundo largometraje de ficción, Policía, adjetivo (Politist, adjectiv; 2009) para quien escribe llegó artísticamente a lo más alto, logrando una pequeña obra maestra, una película perfecta, con la mezcla de la gramática-semántica rumana (una de las lenguas más estrictas/poco-maleables que hay) y la fuerza de la ley, a través de un caso chiquito, sobre un policía que duda bajo su propia moralidad de arrestar a un chiquillo por hacerse del hábito de fumar marihuana, cosa que está fuertemente penado en Rumania, con hasta 7 años de cárcel, por lo que éste joven policía siente que va a destruir la vida de un muchacho por casi nada, sin embargo el filme se encarga de valorizar la situación desde no solo ese ángulo sentimental y de propia experiencia (el policía ha estado en Praga donde se dice que la ley se hace de la vista gorda al ver fumar marihuana), sino a la vera de la firmeza de la ley y el ejercicio disciplinado de la policía, conteniendo  a un lado la metáfora del orden público desde lo policial en la historia de Rumania, que, como se sabe, tuvo la dictadura de Nicolae Ceaușescu, entonces es también el juzgamiento y expurgación de la policía a esa sombra ineludible, y por otra parte estudia el sistema por el que el hombre yace sometido en la sociedad. Todo desde lo más cotidiano, real, aparentemente más ínfimo, como estila el cine rumano, por lo que vemos la figura harto humana, de a pie y total de este policía protagonista. En pocas palabras, una verdadera maravilla, sobre todo de la condensación y la iluminación de la vida práctica.

Todo lo que nos lleva a El tesoro, una propuesta que no es para nada una mala película, pero si una que pasa sin pena ni gloria, aunque estando muy bien hecha, siendo decente, dentro de los estándares típicos del cine rumano, y hasta parece repetir  a un punto la fórmula de Policía, adjetivo, no obstante no consigue el mismo efecto ni igual alcance que su predecesora. Aun conteniendo una mirada tan dulce y luminosa (pero también cándida), si se quiere, queriendo a su vez ser redonda con aquel final de la figura de un buen padre haciendo del duro mundo material y restrictivo un lugar bello, optimista, lúdico y soñador para su pequeño e indefenso hijo, afirmándolo con una sub-trama de bullying, y un anhelo discreto de ganarse el entorno.

Es la historia de una aventura típica de los cuentos, querer encontrar un tesoro en el jardín de una vieja casa de campo familiar, según la sospecha de algunos diálogos pasados de una otrora familia acomodada y una época revolucionaria, donde el vecino de Costi (Toma Cuzin) le pide que sean socios de la búsqueda, a cambio de que compre un detector de metales, ya que Adrian, el vecino, no tiene dinero, solo deudas, y puede perder su casa, por lo que el foco está en la clase trabajadora, luchadora y más austera de Rumania. Por algo la idea de Robin Hood sobrevuela, lugar en que se suele ver Costi y quiere ver a su pequeño, donde Porumboiu nos habla de la sociedad ideal, la que vela por el pueblo, por los necesitados y oprimidos económicamente, desde una sutileza enorme, de un cine social camuflado. Agregando que Costi es un hombre intachable, ultra honesto, incluso en lo romántico, salvando la distancia de generarle una ilusión y un background sólido emocional a su hijo de cara a un mundo tan duro, en el que te sueles ahogar en las responsabilidades y cuentas que hay que pagar en el día a día.

En el filme prima lo realista, trabajándolo con ingenio, siendo impredecible. A pesar de la idea de hacerse ricos con un tesoro salido de lo improbable, lo endeble e ilusorio, donde Costi y Adrian también, como los niños, mantienen esa saludable fe en lo maravilloso. En ese sentido Porumboiu consigue superar lo literal de lo fantástico, teniendo presente el mundo práctico del cine rumano, querer solventar credibilidad y entretenimiento con la ligereza de un tesoro, creyendo en una humanidad más sana y feliz, por encima de la vulgar, deslucida y fría ordinariez vivencial. 

domingo, 12 de junio de 2016

Bajo nubes eléctricas (Under Electric Clouds)

Ambientada en el 2017 a 100 años de la conmemoración de la revolución rusa, la obra dirigida por Aleksey German Jr., hijo del creador de la laboriosa y portentosa Qué difícil es ser un Dios (2013), es una película curiosa e interesante, aunque medio difícil de sobrellevar, pero por lo mismo muy seductora, a lo que agrego que resulta entretenida, en sus 2 horas veinte de tiempo, trabajada en 7 capítulos donde cada uno pareciera tener su propia historia interna (como si fuera un acumulado de cortos), pero es finalmente tal cual se le nombra a su distribución, la fragmentación de un conjunto, y así se entiende el filme, por pedazos y bajo un sentido del “incompleto” propio y general. Perviven narrativas de cierta independencia, sumado a diálogos ocurrentes y particulares que agregan complejidad. Se habla de Elfos, se menciona a Metallica, Pepsi, Caravaggio o a Cyborgs, existiendo la presencia fútil e irónica de un pequeño robot amo de llaves, aparte de harto referente ruso histórico, cultural, político y literario. Yace medio fuera de la convención narrativa clásica para armar siquiera un pasaje pleno. Queda a veces como algo en buena parte gaseoso, mínimo y sin demasiadas conexiones a la vista, creando un conjunto para el cual hay que unir muchos cabos y trabajar la mente para formar un panorama “absoluto”, aunque sí se llega a tener una visión saludable, y hasta su aspecto de thriller, con pandillas, gángsters, asesinatos en la nieve o inmigrantes in situ llega a tomar cuerpo, por lo que el filme resulta en parte trabajoso para el espectador. No obstante yace fijo en la sombra de la URSS o el gran elefante blanco de la revolución rusa que se imprime como un pasado tan grande que no ha desaparecido aun del todo, apuntando a un presente caótico, melancólico y no muy exitoso, pero con vistas optimistas al futuro, esperar grandeza, aunque haya muy poco indicio.

El filme trabaja mucho con la idea del arquitecto (el hombre), de distintos tiempos y clasificaciones, protagonista y sentido de la propuesta, con la presencia de uno con una mancha en la cabeza que recuerda a Mijaíl Gorbachov, así como con el edificio inconcluso, metáfora de la Unión Soviética. Y es que Bajo nubes eléctricas (2015) tiene mucho de soñador, como aquel abogado que recuerda constantemente 1991, un lugar común perenne en la mente del actual pueblo ruso, en una lucha por vencer al pasado, a partir de un ilustrativo mundo post apocalíptico, de colores pálidos. En ese aspecto se confunde a un padre (al país) difunto entre la nobleza y lo criminal, pero quien quería resarcirse de sus pecados, mientras un personaje escapa de la violencia y el pasado, y camina como representando a un colectivo junto al esqueleto de un amado caballo que va hacia adelante, en la promoción de un futuro mejor, mientras se deja atrás al cementerio de estatuas, de expresiones de ira y dolor, como de la figura de Lenin, donde, valga la curiosidad y no tanto la ocurrencia, un personaje, la inteligente y sensible jovencita de la sombrilla fucsia, que hace de recurrente contraste y que representa a las nuevas generaciones, hace gimnasia, y antes apenas habla, heredera de oscuras circunstancias, pero limpia ella de cualquier señalamiento de culpa, como menciona otro personaje, en un color que destaca dentro del contexto de un clima gélido y que predomina en el celeste claro tirando para un gris suave (como el espíritu reinante), en medio de la omnipotente neblina. Éste es un sci fi tan natural, como poco creativo futurísticamente en lo visual, acotando que su intención es otra, la de intelectualizar sobre el estado actual de Rusia, pero aun así logra entretener, de paso, muy bien. La propuesta posee una magnífica fotografía, dentro de una elección estética que resulta bastante competente, con una ciencia ficción tan próxima a lo contemporáneo, enarbolando un espíritu joven, como reflejo de un llamado, un tipo de heroísmo de a pie, inmerso en un compromiso existencial, vencer la inutilidad, como la que siente como estribillo el personaje del guía del Museo, ante manejar el lugar sin ser un verdadero húsar histórico (o sea, ningún tipo especial). Bajo nubes eléctricas tiene unas formas narrativas en continuo simbolismo, con la palabra país –y hasta Europa- por todas partes, y que se pliegan perfectamente al epígrafe y técnica de Paul Cézanne (donde no se trata de la línea, del modelado, sino del contraste).

jueves, 9 de junio de 2016

Le dernier combat

El director de Nikita (1990) y Léon (1994), el francés Luc Besson, debutó con éste largometraje en 1983 (tras su corto inspirador L'avant dernier, 1981), donde tiene semejanzas con Mad Max 2 (1981), por el contexto de un mundo post apocalíptico y por el capitán Gyro, entre otras cosas. No obstante Besson se distancia de su antecesora habiendo harta comedia en su obra, tanto que puede desconcertar a muchos en su cierta originalidad, al mezclar un sci-fi con una narrativa de gags y gestos cómicos propios del cine mudo, agregando que el filme no contiene diálogos, como que los seres humanos han perdido el habla, aunque todo luzca muy ligero en ese aspecto, habiendo la participación de un Doctor (Jean Bouise) que tiene mucha expresividad de cómico y no se contiene en nada trasmitiendo la sensibilidad de una picardía leve.

El héroe (el pequeño Pierre Jolivet) también tiene picardía, la vemos cuando lucha a muerte con objetos al paso con El Bruto (Jean Reno), un personaje que no tiene demasiada profundidad. El filme tiene una coreografía entre irónica -de tontería- y por otra parte explícitamente violenta. Se comparte el chascarrillo con la sobrevivencia y la seriedad de sucesos duros, con muertes hasta brutales, que pasan mayormente por superficiales (salvo la de un eje capital en la lluvia de granizo; antes hay una de peces, sin ninguna mística, sino totalmente absurda). Luc Besson denota claramente la voluntad de crear algo rebelde, descocado, distintivo y propio de su juventud (por ese entonces tenía 24 años), como toda obra primeriza suele buscar en su hambre y sobreexcitación de cinefilia.

El filme arranca con el héroe teniendo sexo con una muñeca inflable, una llana ocurrencia con muy poca gracia, aunque con alguna idea de conjunto detrás, pero muy poco argumentada, como implica en general la propuesta. Sabemos que estamos ante un filme que clama por harta irreverencia, pero no termina encasillándose en el humor. Mismo Mad Max a poco se suma una banda de perseguidores del desierto, generando un escape hacia una urbanidad tipo desenlace catastrófico de guerra mundial, donde vemos aparecer sin demasiada pretensión al Bruto, que intenta hacerse por la fuerza y su definición con el recinto del Doctor. Sabe Dios la razón, porque comida y resguardo ya tiene, aunque puede ser por una mujer, suponiendo sin antecedentes que sabe de ella, que es un sentido de anhelo general (el sexo), como con la mujer que hace de remate audaz. Esto parece en realidad un accionar mero generador de gags (la comida propicia varios también), en un tira y afloja de luchas cómicas (aunque con consecuencias serias). Lo central es el entretenimiento, mediante la convivencia del doctor, su protegida o prisionera (que genera más disfuerzos que emociones) y el pequeño héroe. 

La residencia

La otra gran película del español y maestro del terror Narciso Ibáñez Serrador, su debut cinematográfico, 1970, junto a la muy celebrada ¿Quién puede matar a un niño? (1976), las cuales sólo hiciera para la gran pantalla, habiendo hecho más una carrera para la televisión. Película que nos relata sobre un internado de señoritas rebeldes y conflictivas o de dudosa procedencia familiar que van a ser corregidas por la mano dura e implacable de Madame Fourneau (Lilli Palmer), directora y profesora del lugar, en un internado que parece mucho cárcel, con bullying de las propias compañeras mandonas o bajo el castigo supervisor de la directora.

La trama nos cuenta como Teresa (Cristina Galbó) se incorpora al grupo escolar, de lo que hay que decir que el filme tiene la originalidad de no darle todo el protagonismo, y hacer predominar el terror más que la narrativa ortodoxa de enarbolar un héroe, en un filme donde no hay ninguno al fin y al cabo, como que Irene (Mary Maude), la terrible capataz de la residencia flirtee con el heroísmo también, rompiendo el estereotipo de un salvador impoluto, en un filme donde como en Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) lo más importante para las reclusas es poder escapar de éste tipo de cárcel, donde las chiquillas se bañan con camisones largos bajo la supervisión ocular de la caminata castrense de Madame Forneau, existiendo una vigilancia férrea.

El filme se torna en un slasher, sin mucha pompa, con un asesino en serie desconocido entre bambalinas, en lo que es de mucha argucia directriz y del guion –entre Ibáñez Serrador y la historia de Juan Tébar- establecer tanta movilidad con pocos personajes, dentro de una antigua residencia tenebrosa, opresiva, de suspenso, una que emparento con el ambiente malsano de la academia de danza de Suspiria (1977), como a la elegancia narrativa del mexicano Carlos Enrique Taboada. No obstante todos no son maltratos y desapariciones, también hay inocencia, candor, con los enamoramientos clandestinos del hijo dulce y sobreprotegido (John Moulder-Brown) de la directora, pero a su vez sexo vulgar –no expuesto, sugerido- con un trabajador ocasional, en una atmósfera que no deja mucho espacio para el sosiego, a pesar de su cierto toque clásico, roto por su realismo, todo lo que hace de ésta propuesta, y su sorpresa final, tremenda película, mejor incluso que ¿Quién puede matar a un niño? 

domingo, 5 de junio de 2016

The Sky Trembles and the Earth Is Afraid and the Two Eyes Are Not Brothers

Partimos de que el título de la película es una línea del cuento que adapta, “A Distant Episode”, de  Paul Bowles, publicado en 1947, dirigido por el director de cine experimental el británico Ben Rivers, que mezcla documental con ficción. El filme empieza mostrando como se filma Mimosas (2016), la ganadora de la semana de la crítica, festival de Cannes 2016, del director español Oliver Laxe, en el hermoso e imponente paisaje de Marruecos, en La cordillera del Atlas, en el Sahara Occidental, en el desierto del Sahara. Luego el filme se convierte en la adaptación del libro de Bowles con la curiosidad de tener de protagonista a un entregado Oliver Laxe, como el hombre de hojalata, al que previamente le han cortado la lengua. El filme se torna cruel y bastante duro de ver, en su brutal deshumanización y colonización, convirtiendo a un ser humano en esclavo, colindando con el torture porn, aunque sin gore, en una propuesta que me recuerda a El hombre elefante (1980).

El filme tiene una narrativa breve, mínima y repetitiva, pero llamativa y atractiva, sorprendiendo y entusiasmando como novedad cinematográfica. Laxe hace el trayecto de un lado a otro, del documental a la ficción, atraído como por un “inexplicable” imán, a adentrarse en la seducción autóctona de Marruecos, en lo humano, topándose con un corazón de las tinieblas, con unos contrabandistas indígenas y precarios, desdentados y de risa boba, dentro de un grave primitivismo, digno de cuento de terror, aunque contextualizado en hoy en día, al ser raptado por una banda de Reguibats. Laxe pierde su figuración intelectual y se convierte en un freak de circo, casi en un animal, lo cual es todo un acontecimiento. En ese aspecto los captores son ilustrados como de la peor calaña en su indolencia, fusionando cultura y violencia. Lo musical se pervierte y se vuelve espectáculo de horror, propiciando temor a lo desconocido, donde lo extraño es agredido, humillado, destruido, como por otra parte luce peligroso e impredecible.

Chevalier

Éste cine griego de Athina Rachel Tsangari es una comedia, de esas ingeniosas y extravagantes para hacernos reír y de paso hacernos rascar la cabeza con su especial ironía, que involucra a 6 amigos acaudalados que se hallan de submarinismo en un yate en el mar Egeo. Con ese único escenario pronto el aburrimiento y el sentido competitivo  o de selección natural de todo hombre aflora y el ego pide que se nos denomine de especiales, por lo que estos amigos deciden competir entre sí en un juego propio, por el anillo Chevalier (Caballero), un premio imaginario para el mejor hombre del grupo. Donde la audacia de la propuesta yace en el tipo de pruebas que deciden hacer, desde test de sangre, hasta quien limpia mejor alguna parte del yate. Sorteando pruebas de todo tipo, muchas ridículas, como quien tiene el mejor tono de llamado de celular, o quien exhibe mejor la belleza de una erección, juzgando fallas, molestias y hasta gustos, habiendo de paso pruebas arbitrarias que implican la subjetividad de ciertas clasificaciones, como las artísticas, pero estando todos ellos dispuestos a ganarse ese banal e insignificante anillo, aunque "tan" simbólico.

En todo el asunto sobrevuela el chascarrillo, el cariz infantil, el absurdo, y aunque algunas pruebas son estéticas y físicas, tienen un asidero, el sentido es jugar con las clasificaciones, como si estos hombres fueran más unos simios que complejos seres humanos con razones válidas o altruistas de ejercicio y auscultación, como las deportivas, de supuesta salud o de desempeño laboral. Se trata de una propuesta bastante clara y enfática en sus postulados, hasta redundante o monotemática finalmente, pero entretenida, inteligente y curiosa –muy digna del actual cine griego, sobre todo porque el guionista es Efthymis Filippou, quien ha trabajado en varias ocasiones con el atractivo Yorgos Lanthimos-  en la interrelación a la vera de competir todo el tiempo, como hasta en la forma de cómo dormimos o perder puntos por un vicio (que implica las exigencias que solemos hacer de los otros en la consumación y longevidad de una relación afectiva), y un sinfín de ocurrencias, en una vigilancia mutua continua en aparente relajo, de lo que en medio asoman pactos, deslealtades y conveniencias, que remiten a la ociosidad existencial de la vida privilegiada, que incluye más tarde a los empleados del yate en el mismo juego, cambiando el discurso de clase por el del entretenimiento, la hilaridad curiosa, y el centro humano en general, como quien dice que todos somos iguales en cuanto a compararnos y querer opacar, dominar o vencer al resto. Generándose más tarde peleas, burlas, bailes risibles (llamar la atención) y acciones descabelladas, en medio del empaque de bromear con nuestra naturaleza, hacer un estudio más del comportamiento humano dentro de un quehacer original y distintivo, aunque todo se reduce, como en el caso del corte de hermandad que propicia uno de los favoritos, a nuestra banalidad, o a tratar de escapar de ella. Invocando todos la excepcionalidad de alguna forma, cuando en realidad somos al fin y al cabo millones y tan parecidos. 

viernes, 3 de junio de 2016

Sabogal

Una película que es muchas cosas, presentada como thriller judicial, que yo digo político, que en una porción grande es como un documental, pero de animación, realizado bajo la técnica de captura de movimiento, en la que es la primera película de éste tipo hecha en Colombia, y el primer largometraje de 3da2 Animation Studios, que dirige el director del estudio, Sergio Mejia, director de fotografía y animador, en co-dirección con Juan José Lozano, documentalista especializado en defensa de derechos humanos, de lo que se aprecia que han fusionado tranquilamente sus cualidades y talentos en la propuesta, viendo que como gran parte documental y centro de aventuras se trata de una denuncia basada en hechos reales,  implicando violencia de estado, durante el conflicto civil armado colombiano, a partir de 1999 hacia 10 años en adelante, señalando al gobierno de Álvaro Uribe, a grupos de autodefensa y al Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), pero perpetrándolo desde un protagonista ficticio, como lo es su personal experiencia (que involucra una femme fatale, explosiones y huidas audaces nocturnas), el abogado defensor de derechos humanos Fernando Sabogal, por quien denominamos al filme de thriller, que es lo que se diría que viene después de una gigantesca parte documental, de lo que por ello puede conseguir disgustos en los puristas de un lado y del otro, los que esperan un documental de denuncia, desde la típica mirada de la ONG y los defensores de derechos humanos, o los que quieren una buena aventura de ficción, en el que es un claro híbrido, que arranca a partir de la muerte real del humorista y periodista Jaime Garzón.  

El filme, que estuvo en el festival de cine de Annecy 2015, mezcla bastante intervención, pero por cortos periodos, de archivo histórico nacional, juicios, televisión periodística y personalidades e involucrados reales con la predominante animación digital, llegando hasta fabular interacción entre sí, logrando adherir plenamente la ficción a los hechos verdaderos, que es lo que más emociona, convertir el producto en una historia de entretenimiento, aunque no sea mucho en sí, más allá de la importancia de su aporte de consciencia y memoria; tal cual le pasa a lo surrealista, que no tienen demasiada fuerza, como sí le pasaba a Vals con Bashir (2008), que dicho por los realizadores, ha sido fuente de inspiración. Desdibuja, a un punto, los límites entre ficción y hechos reales, creando un cierto estándar visual, manipulando características, es decir, las personas reales en varios casos están llevadas a la estética de la animación, que no es muy glamorosa, digamos, exhibiendo mucho color blanco en los personajes (teniendo a lo real más en blanco y negro), y colores enteros dominantes alrededor. Sin embargo hay que declarar que Sabogal luce originalidad estética general (que se llega hasta plantear cierta variedad, habiendo un juego valioso, aunque fallido a ratos). Punto a favor de no contenerse solo en su aspecto documental, venciendo lo plano y más agotador, y atribuyéndose arte, aunque su cualidad de thriller tarde en encenderse, en invocar un sentido de placer, que, felizmente, se llega a dar. 

jueves, 2 de junio de 2016

Cemetery of splendour

Presente en Un certain regard, en el festival de Cannes del 2015, la última película de Apichatpong Weerasethakul es tan rara como siempre, clásica del estilo del tailandés cinematográfico más famoso de su país. Tiene sentido del humor medio encubierto, hospitales, militares y algo gay (esa pierna deforme y más chica de la viajante onírica Jenjira -Jenjira Pongpas- lamida por la presencia femenina del sueño de Itt -Banlop Lomnoi-, el soldado guapo que es como un hijo para Jenjira), retratos sencillos de su realidad, maquinarias/vehículos (al estilo entomológico y bello del plano detalle), acciones pedestres (un tipo defecando), objetos o detallismo “intrascendente”, pero generadores de estilo, y sobre todo misticismo (bajo cierta dosis de incredulidad, juego y vida propia dentro del ecran, como cuento, aunque tocando la identidad y superstición de su gente), donde la fantasía se fusiona con la realidad sin mucha separación (tal cual la luminosidad fantástica del cuarto de hospital y las escaleras mecánicas de un centro comercial). Tampoco falta el onirismo y los fantasmas, ahora con la presencia casual de 2 diosas vestidas de paisano, hablando de cosas banales (ropa, comida, estética). Se explica que bajo el improvisado hospital de una vieja escuela los soldados sufren de un extraño mal del sueño y son tratados con una especie de cromoterapia, en la estética a lo Wong Kar Wai. Yacen así producto de que debajo del lugar hay un cementerio de reyes (léase también como metáfora política) que cogen la energía de los soldados para sus batallas en otras dimensiones. Da la curiosidad no gratuita que donde se dice que hay un plan secreto en la excavación aledaña al hospital terminan jugando niños al fútbol o haciendo coreografías varias mujeres –donde se mete un hombre, como un alter ego de Apichatpong- cuando una voz en off lee una poética sobre cierta pared, implicando el mensaje de una salida en la verdadera importancia nacional (el pueblo), en un optimismo lúdico y algo gracioso. 

miércoles, 1 de junio de 2016

A Última Vez Que Vi Macau

Un transexual de vestido oriental de nombre Candy (Cindy Scrash), misma femme fatale (punto central del filme), sale haciendo playback de la canción “You Kill Me” que cantaba la provocativa Jane Russell en Una aventura en Macao (Macao, 1952), película de la que cogen ese momento musical y el quehacer de un noir, más nada, por ahí también una mención verbal a Jane Russell. Después, el filme, que cuenta con la codirección de João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata, en el primer largo que trabajan juntos en la dirección, antes Guerra da Mata era colaborador de los largometrajes de ficción de Pedro Rodriguez, toma la particularidad de que sus protagonistas salen fuera de campo o son filmados sin enseñar sus rostros, muchas veces apenas los pies, dentro del contexto turístico, el dato histórico, el exotismo de haber sido colonia portuguesa por más de 400 años (donde hoy casi nadie habla portugués) y la belleza de Macao, como quien ha filmado un documental, y le inserta una historia de ficción encima agregando tan solo unos cuantos detalles para darle forma creativa literaria, logrando que las líneas entre ficción y documental queden difuminadas, habiendo de thriller, noir y hasta el uso de la ciencia ficción en cierto parecido con el método de expresión de La jetée (1962), de Chris Marker.  

A Última Vez Que Vi Macau, tiene de protagonista a João Rui Guerra da Mata (aunque poco nos demos cuenta), que vivió 30 años atrás en Macao, y quiso algún día regresar, y vista la oportunidad plasmar algo de su autobiografía en el cine con respecto a este lugar multicultural, paradisiaco, aventurero, entretenido (mismo Las Vegas) y nocturno. De lo que crean una historia ligera, con su toque personal, por lo que vemos que Candy pide encontrarse con Guerra da Mata y al final resulta secuestrada por una banda criminal inspirada en el zodiaco y en la mutación animal, viendo actuar en un tercer puntal a un sicario que carga una jaula de pájaro cubierta. No es mucho, pero resulta curiosa, amplificada en los sonidos o dibujada en lo austero y pequeño.

El secuestro no deja ver más que un zapato de taco alto en la escena, habiendo sugerencias narrativas que parecen simples ocurrencias, efímeras, como que en un juego de paintball se dé inicio a la persecución criminal, a lo siniestro, en pleno infantilismo lúdico, dentro del llamado de una idea legendaria de plena corrupción en el lugar, misma la película Una aventura en Macao, pero sin un imponente, irónico, seductor y de ojos sobrados Robert Mitchum, sino ver pasar las zapatillas blancas de Guerra da Mata. No obstante, A Última Vez Que Vi Macau, más allá de su llaneza en la caracterización general, especialmente la de los vaporosos protagonistas, logra poseer una cierta atmósfera de sensualidad, digna de Macao.