lunes, 22 de febrero de 2016

La chica danesa (The Danish Girl)

Hay temas que suelen ser gancho de reconocimiento fácil en los premios Oscar y en algunos otros certámenes que buscan lo políticamente correcto, tanto como congraciarse con un público elemental, y estas temáticas suelen ser la esclavitud americana y la segregación racial, el autoritarismo y la omnipresencia castrante religiosa en sociedades islámicas, el holocausto, y la que nos compete ahora, la homofobia y la libertad homosexual o LGTB, donde en La chica Danesa viene a ser su mayor lastre ser tan obvia en su disposición de conmover y ser simpática con su temática a ese público cautivo de siempre, para ello utiliza lugares comunes, como una sociedad opositora  o aun sorprendida, con el travestismo, qué dígase una labor inocente en esta película mucha gente no los identifica tan raudamente –no obstante, Copenhague, Dinamarca, no es una capital del todo pacata, ni el centro artístico por el que se mueven los personajes es tan conservador, pero se entienden limitaciones, propias de no ahondar en la distinción sexual- y ver a la homosexualidad como una enfermedad o anormalidad, aquí propio del año en que se contextualiza, los 1920s, teniendo de protagonista a Einar Wegener (Eddie Redmayne), un tipo que descubre su inclinación gay, se siente mujer, quiere cambiar de sexo, y fue en realidad de los primeros en conocerse entregado a las operaciones pertinentes, aun siendo un hombre casado, pero que con el juego de disfrazarse de modelo femenino frente a los deseos de su esposa, la pintora Gerda Wegener (Alicia Vikander) que se profesaba rebelde y moderna, e irónicamente le rebota en contra, despertó en él un deseo reprimido de su niñez y crecimiento.

La chica danesa me recuerda a una mejor película, Laurence Anyways (2012), en ella un hombre quiere travestirse, no puede controlarlo, aunque aún guarda amor por su pareja y quiere seguir con ella a pesar de tal extravagancia, pero se hace imposible sostener una relación heterosexual con ese anhelo de ser o lucir como una mujer siendo varón, y llegan los inminentes conflictos, y la lógica e inevitable ruptura, tras muchos vaivenes, nuevas vidas y luchas de rigor, hasta que queda solamente un quehacer romántico y platónico lejano, de recuerdo, en el ambiente. En la presente, las cosas son más claras, Einar quiere romper con su esposa, sabe bien lo que quiere y debe dejar pasar para consolidarse (hasta el punto que se entusiasma conversando con Gerda pensando en que puede enamorarse nuevamente ahora como Lili), cuando Gerda aún lo ama y lo respalda casi como si fuera la Madre Teresa de Calcuta, aunque puede pensarse que ella quiere explotar su imagen en la pintura, que no llega a pasar, es solo un mero modelo propio de su amor.

Einar siente que, como una mariposa, ha mutado y es otro ser, ahora se ha convertido en Lili Elbe (que en su desdoblamiento inicial, ciertamente tenía de locura, que a uno le venía a la mente irónicamente Psicosis, 1960), y Einar es el pasado, ya no existe, no hay marcha atrás. Entonces toda su voluntad yace en convertirse en una fémina, de aquellas delicadas y clásicas, lo esperable, claro, y no en la calidad de tosquedad –llamada igualdad- que reina mucho hoy en día en muchas mujeres. Mientras Gerda tiene la posibilidad de reconstruir su mundo sentimental con el mejor amigo de infancia y actual soporte de Einar, en una ilustración endeble, que enseguida se apresura en convertirlo en pretendiente, a Hans Axgil (Matthias Schoenaerts), pero que tampoco se elabora, es puro relleno (Gerda a pesar de todo pretende un vínculo sólido hacia su marido), en una posible relación que adolece de mayor complejidad. Y ese es el problema general del filme, el director Tom Hooper no da forma a muchas cosas, falta profundidad, suele ser muy superficial en su exposición, donde en varios meandros peca de flaqueza, limitándose a proclamar el conflicto de identidad personal (de cara al matrimonio, que tampoco molesta), y luego el sueño de Einar de ser una plena Lili, puede que con ello haya esquivado híper dramatizar la problemática gay en la sociedad, pero igual existen otros momentos que lo desmienten, porque sí que quiere convocar la complicidad básica, aunque con algo de decoro, a través de una nobleza por doquier (salvo la paliza homofóbica clásica en estos menesteres, o el escape por la ventana a poco de intentar internarlo a la fuerza como esquizofrénico; o que se diga que lo que necesita Lili es un hombre “de verdad” y no un gay de pareja, ¡oh, sí!, bueno, todo el tiempo no es lo sutil que pareciera pretender en su contextualización de la Europa de los veinte o treinta), invocando una simpatía a toda prueba, en que nadie parece ser reprochable o ambiguo, en que todo parece resolverse con el cambio de sexo, la hazaña de la historia basada en hechos reales, el supuesto rasgo de originalidad, cuando todo huele a repetición a kilómetros de distancia.

Ni el amaneramiento o femineidad de un talentoso Eddie Redmayne, o una harto solvente Alicia Vikander, muy natural en cada emoción, llanto, melancolía, felicidad, sorpresa, picardía, risa y un largo etcétera, pueden distinguir a éste filme, aunque no es una propuesta mala, ya que tiene oficio, por algo Tom Hooper ha merecido el Oscar por El discurso del rey (2010), sin embargo el cine nice-naif y la corrección política pueden llegar a cansar hasta al más inocente o fácil de conmover, como ha pasado esta vez que La chica danesa solo ha obtenido nominaciones a la estatuilla dorada para Vikander y Redmayne, y dos apartados técnicos más. 

sábado, 20 de febrero de 2016

Tokyo Tribe

Estamos ante una película algo irregular, pero sumamente entretenida, extravagante, híper moderna, el que es un musical donde varias pandillas japonesas cantan hip hop mientras disparan, pelean a puño limpio, usan katanas y cualquier tipo de armas inimaginables para matarse entre sí, siendo un lugar donde puede caber de todo, en la que es la irreverencia y la sorpresa continua, no obstante con una disposición de no caer en la idiotez o en la vergüenza ajena, como le pasa a muchos de sus compatriotas, que por algo Sion Sono es el mejor.

Tokyo tribe es la adaptación de un manga, por lo que el director de culto Sion Sono sigue una clara y fuerte vocación de fantasía, imponiendo mucha ironía, buscando divertir sin prejuicios, en absoluta libertad y audacia, pero habiendo una cierta coherencia a pesar del exceso, algo importante que define el valor de su cine. 

Se trata de una banda rival que quiere imponerse al resto cuando viven en paz respetando sus límites de su dividido territorio. Formado por pandillas curiosas, típicas de un mundo imaginativo, como una de mujeres militarizadas o al estilo motoristas Hells angels, que llegan a usar un ágil tanque de estilo punk (que no luce del todo real, pero no desentona con la parafernalia general, que enmarca y dibuja al filme, uno lleno de luces, mucho color y abundancia que plantea un ambiente de caos, de lo que poco importa saberse todos los nombres y lugares japoneses); otra con un líder robusto vestido de armadura como un guerrero samurái, o la de nuestro héroe –uno de ellos- y líder de otra pandilla, Kai (que no tiene mucha gracia como personaje, al ser demasiado impoluto y obvio), luciendo a lo beisbolista callejero neoyorkino. 

Todos pasan por la cultura del hip hop, sumado al aire yakuza de algunos, como especialmente se ve en el tipo de espíritu Tony Montana en versión nipón llamado Lord Buppa (Riki Takeuchi) que es el jefe de la banda que quiere invadir y aplastar a las otras, quien siempre yace acompañado de bellas mujeres, voluptuosas y sensuales, como muchas prostitutas, teniendo un fuerte negocio al respecto, de lo que genera la aparición de otro héroe, heroína más bien, cuando la raptan, en la virginal pero prominente combatiente, Sunmi, que tiene a un niño breakdancer y artista marcial como inseparable compañero. A su vez Buppa tiene 2 compinches de fechorías y matonería que destacan en particular, uno su hijo Nkoi (Yôsuke Kubozuka) que me recuerda a los Illya Kuryaki and the Valderramas, quien tiene la gracia de usar gente “esclavizada” como estatuas y muebles; y el otro es Mera (un fantástico Ryôhei Suzuki), un lugarteniente de Buppa que tiene mucha participación y es la invención más audaz y cool del conjunto, un nipón de cabello rubio que yace medio desnudo en varias oportunidades y cree que el tamaño dotado del miembro es síntoma del mayor respeto del yakuza. En ese caso, no faltan los personajes rimbombantes, es marca distintiva del filme, del hip hop y del manga.

Se trata de una batalla campal, sin freno, inicialmente de todos contra todos, para luego pasar a hacer una coalición contra Buppa y su descocado clan, habiendo un tratamiento menor de venganzas, donde el entretenimiento es lo que prima, habiendo luchas por aquí y por allá, a cada rato, mero juego, no es que brille una narrativa compleja ni que sea un valor especial, tanto que hay mucha irreverencia, perdonando y entendiendo sin más incluso al rival, que como nos lo cuenta un narrador callejero, Mc (Shôta Sometani), se vive la naturaleza del hip hop en el lema de tratar de conquistar el mundo, de hacer mucho ruido, tal cual lo perpetra fiel Sion Sono, habiendo buena solvencia con la aclimatación al Japón, que copia y asume esta cultura musical perfectamente, pero excediéndose para entretener al espectador. En la que es una película con credibilidad, porque tiene mucha arte marcial, como esa extravagancia que también profesan mucho en la contemporaneidad de Tokyo, que el hip hop se pliega sin problemas.

De la misma forma la música y el rapeo no molesta en ningún momento, cuando el musical puede ser un género fatigoso, siguiendo cierta tendencia igualitaria que parece lucir como una “estándar” voz en off. Donde reina la figura rebelde y fantástica que no se toma en serio, la cual nace de ese otro lugar que aguanta y sostiene mucha libertad y anarquía, el manga, con lo que no resulta tan extraño ver al Japón rapeando, o que el filme represente tremenda rara avis. En el que es el grito inteligente de la espectacularidad e intensidad de la locura cinéfila.

viernes, 19 de febrero de 2016

Creed

Rocky, es un ícono del cine, tiene ganado mucho cariño, ya con la presente son 7 películas, y en ésta oportunidad le deja la posta a un verdadero pupilo, nada más y nada menos que al hijo de su gran rival en el ring y mejor amigo Apollo Creed, en una historia que relanza la saga, con Adonis Johnson (Michael B. Jordan), el hijo nacido después de la muerte de Apollo, hijo nacido fuera del matrimonio, que es recogido por la filantropía de la esposa de Apollo, por Mary Anne Creed (Phylicia Rashad) que lo saca de la correccional, lo cría, lo adopta, en un mundo de privilegio, con lo cual Adonis no es que sea un boxeador salido de la pobreza y tenga el hambre de éxito en el deseo de una mejor vida, pero sí tiene un aliciente particular, sentir que puede llenar el espacio negado como hijo de Apollo (por su muerte), lograr brillar y tener orgullo, generarse un valor y sentir que puede congraciarse con el recuerdo del padre y el legado Creed, si bien el verdadero legado del que se vale en realidad la película es el de Rocky Balboa, que en manos audaces y el temple del director Ryan Coogler no endiosa a Rocky, sino lo hace muy funcional (pero indudablemente respetándolo), para que Adonis manifieste su propia historia y sea el protagonista de Creed.

Creed no es que invente la pólvora, recorre los lugares comunes de éste tipo de películas de boxeo, sobre todo aprovechando lo hecho anteriormente con la saga de Rocky, hay lugares que se revisitan, claro está; mientras existe variedad de referentes (bastante breves, aunque por todas partes, que aportan dimensión, memoria y nostalgia), pero también mucha actualización y no es justamente lo más atractivo, aunque tampoco es defectuoso el aporte, como la relación con Bianca –la bella Tessa Thompson-, de lo que el filme peca de ordinario en buena parte. Coogler sabe sacarle una cierta nueva identidad a la saga de Rocky, aunque algo pequeño y discreto formalmente, pero palpable, afro-americanizando la saga (como el mítico recorrido atlético por las calles, aderezado con motos y cuatrimotos, algo de circo e infantilismo, que trata de llevar el sentido de pueblo a la película). Incluso la banda sonora tiene esa mezcla entre pasado y presente, con lo que se ve que Coogler es un director con personalidad, pero a su vez lo suficientemente inteligente para oler una buena oportunidad de popularidad y reconocimiento –entregando material decente, de paso- en utilizar el máximo logro de Sylvester Stallone, que ésta vez cede a un papel secundario, pero cargado de atributos; potencial dramático, con aquella enfermedad tan familiar en su vida; intensidad y vitalidad, con su cualidad de entrenador (que tiene un estupendo manejo, entretenido y real en lo posible, al igual que con las peleas, que fluyen, son emocionantes a un punto, tienen arte); humanidad, que brota de sí y se ha ganado, ahora solitaria (pero nuevamente llena con ese sentido de familia que crea con el pupilo y su novia); y siempre intachable, como figura y deportista creado en la gran pantalla, que sube las famosas escaleras del Museo de Arte de Filadelfia y optimista dice que desde aquí se puede ver toda su vida, sumando su vinculo con Adonis, y ha sido, es, una gran vida.

sábado, 13 de febrero de 2016

La mirada del silencio (The Look of Silence)

The Act of Killing (2012) nos sorprendió a muchos, era una película difícil de creer en gran parte para quienes vivimos lejos de la historia de Indonesia, sobre una enorme cantidad de muertos por ser denominados comunistas, y en como los grupos vencedores en la actualidad se jactan de todas las muertes acaecidas durante 1965-66 que pasaron por sus manos, y se debe a que nunca se ha ejercido castigo legal alguno sobre estos paramilitares ni gánsteres que representan la historia oficial de su país. The Act of Killing era un filme extravagante y original en su narrativa, en como los asesinos se entretenían interpretando roles cinematográficos recordando como ejecutaban a estos llamados comunistas. En esta segunda parte del director americano Joshua Oppenheimer esta vez tenemos un documental más convencional, como para que quienes se sintieron extrañados con la versión anterior puedan digerirlo más fácilmente, sobre todo gracias a la confrontación que perpetra el protagonista del filme, Adi Rukun, que con 44 años de edad no puede obviar ni olvidar que mataran salvaje e impunemente a su hermano mayor -habiendo nacido 2 años después de su muerte- y tenga aún que convivir de lo más normal con los homicidas, incluso con los asesinos directos, de su hermano Ramli. Con lo cual con pretexto de trabajar su profesión de optometrista y enviado por la relación con Oppenheimer conversa con los paramilitares de ese entonces, discute con ellos tratando de llevarlos hacia alguna reflexión o quizá hasta un remordimiento, los cuales ya viejos muchos se hayan en posiciones privilegiadas, son ricos o pertenecen al gobierno, o algunos seniles incluso ni se acuerdan o no quieren hablar de política, como suelen excusarse o llamar al pasado, aunque hay un grupo que se vanagloria, y yacen en paralelo narrando y repitiendo como en The act of Killing el placer de esa acción heroica de matar comunistas, que es como lo ven y se enseña en la escuela del hijo pequeño de Adi. 

La mirada del silencio es esa que profesa Adi cuando ve en su hogar los videos con las entrevistas a los perpetradores y escucha atento como describen orondos algo doloroso para él en ese aniquilamiento histórico en que se deshicieron de comunistas iguales a su hermano, y hasta de éste, y como esto representa un triunfo nacional, contado mediante un lugar íntimo y personal, un espacio más pequeño, la identidad de unas víctimas, donde vemos a toda la familia de Adi participar, algunos pocos enterados de toda la situación, a sus hijos, o a sus longevos padres, donde el progenitor ya se comporta bastante perdido en el mundo y es cuidado como un bebé por su mujer, al haber pasado los 100 años, mientras la anciana madre comparte el dolor con su hijo. Adi, hay que decirlo, es sumamente valiente, va y enfrenta a los familiares de los asesinos de su hermano, y aunque está claro que no sacará nada de ello lo hace como una moral y un dolor muy grande que sobrelleva, que puede verse como una responsabilidad ante la invisibilidad que existe. De lo que recibe respuestas más esperables o coherentes al tipo que las que hubiéramos imaginado en The act of killing donde cundía la fiesta y la omnipotencia. Los asesinos tienden a decirle a Adi que olvide el pasado, sino puede atraerlo y repetirse, y se justifican con que no debe seguir el camino errado, que lo pondría en el mismo peligro y contexto, o sea, ser un comunista, escudriñar, señalar, por lo que estos ejercen una intimidación velada, discursiva, que enfática o violenta. Pero Adi está convencido y sigue indagando, llega incluso a descubrir que su tío fue guardia del régimen y que supo del encierro de Ramli. Todas estas confrontaciones son inquietantes, marcan mucha tensión en el ambiente, que se dibujan en sonrisas molestas, en miradas que no saben dónde fijarse, o en ese silencio que señala culpas y deja sin saber qué hacer.

Este documental es mucho menos impactante y elaborado que el primero, pero es un gran complemento, convirtiéndose en el contraste de la banalidad de matar, que sería su máximo aporte, su pequeña añadidura, habiendo mucha humanidad detrás de él, en aquellos cuidados y cotidianidad de los ancianos padres de Adi, en los juegos de éste con sus hijos, y sobre todo en ese perenne recuerdo de Ramli muerto brutalmente, como si no fuera nadie, y eso lo desmiente por completo el filme, mediante la larga y en buena parte solitaria y minimalista travesía de Adi, en señalar más que un cuerpo de aquellos tirados al río Snake, más que una sangre derramada y bebida para que los asesinos no se vuelvan locos.  

viernes, 12 de febrero de 2016

Spotlight

Película nominada a 6 premios Oscar que trata la denuncia basada en hechos reales de una gran cantidad de sacerdotes pedófilos en Boston, hablando de un 6% del total, de entre 70 y 90 curas corruptos en un solo estado de EE.UU., desde el ejercicio detallado de una investigación periodística donde se destaca la profesión de periodista en la laboriosidad de sacar a la luz un daño social y humano donde implica desnudar un sistema, el encubrimiento, la impunidad y/o la negociación sin consecuencias con las víctimas, de parte de la iglesia católica y gracias a abogados interesados económicamente y serviles a la institución y a su necesidad en la ciudad, contra niños pequeños o chiquillos, indefensos, engañados por su fe familiar, inocencia, el poder social en la comunidad, y por el respeto a Dios, salidos por lo general de hogares destruidos, con lo que era más fácil ejercer el abuso, aludiendo casi a cualquier niño(a), como indica el caso del cura y entrenador del equipo de Hockey del respetado colegio en el cual estudió uno de los protagonistas de la investigación, como aquella preocupación que dibuja el filme al ver niños cerca de una casa de tratamiento psicológico de curas pedófilos o jugando próximos a la inadvertida vivienda de algún sacerdote pederasta, tal cual la indignación del investigador del caso Mike Rezendes (Mark Ruffalo) que es el que se muestra más intenso y emotivo del grupo de Spotlight, una unidad de investigación formada por cuatro integrantes del diario Boston Globe, completados con Sacha Pfeiffer  (Rachel McAdams), Matt Carroll (Brian d'Arcy James) y el editor del equipo que interpreta Michael Keaton conocido como Robby, quienes le reportan a Ben Bradlee Jr. (John Slattery) y al nuevo editor en jefe del periódico, Marty Baron (Liev Schreiber), que es el "foráneo", no nacido ni criado en Boston como los demás, un famoso periodista que viene a crear una cierta revolución en el diario.

El filme tiene una narrativa que no busca el sobresalto ni el drama sentido, escogiendo no ser demasiado visceral o sólo en muy pocos momentos, sobre todo en la breve escena en el balcón en casa de Sacha (en el mayor lucimiento de Mark Ruffalo, aparte de su sostenido cierto cariz juvenil, medio torpe, bastante casual, al que vemos ordinario, igual al correr de George Clooney en Los descendientes, 2011), o en el arrebato de la sala de redacción ante el anhelo de ya ir tras el cardenal Bernard Law, el encubridor, el “descuidado”, que tiene tal tranquilidad que luce inquietante, idóneo en el actor Len Cariou, perfecto en aquel regalo del catecismo (todos los caminos conducen a la iglesia o ésta los guía, nos expresa con una amable sonrisa y mucha paciencia y docilidad), porque la iglesia actúa salvaguardando su imagen, aunque deshonrosamente. Sin embargo no es ninguna extraña conspiración asesina ni por el estilo, simplemente trata de liberarse de cualquier señalamiento negativo, del daño público, y hasta en eso el director Tom McCarthy se permite bromear ya que su filme es muy coherente y realista, de lo que muchos pueden sentir que le falta a la película ese toque fabulador típico, pero prima plasmar una investigación seria, aunque entretenida también, a su elección, y es la treta legal, el amiguismo, la devoción a la institución, el artefacto enemigo a desenmascarar.

Los protagonistas son los periodistas, los que se emocionan y padecen, temen, se enojan, lucen osados, audaces, firmes, laboriosos, apurados, frustrados, sufren el caso, el teatro es todo suyo, aunque también exudan mucha calma, como que están sólo cumpliendo un trabajo (bastante identificable en como actúa y piensa Marty Baron), aun con vínculos en todos los Spotlight, la abuela que va 3 veces a la iglesia o la esperanza de un retorno a la fe.

Los casos específicos no se exhiben brutales, la pedofilia se siente en otro lugar, de otra manera, si se quiere, en el trabajo racional (fuera de enojos, preocupaciones o cierta identificación de los periodistas), en entender la denuncia, la de la gran cantidad y lo sistemático (incluso se le llega a pedir a una víctima que sea precisa, faltando, más allá de lo evidente, una mejor expresividad), donde en ese lugar tiene presencias poco potentes, una artificiosa –ese brazo agujereado- y la otra que adolece de cierta corrección política –una primera mala experiencia sexual-, aludiendo al trauma que desencadena la auto-destrucción de lo que más bien sigue la línea de desmenuzar la investigación, en cómo llegan a empalmarla, resolverla, solventarla, tratarla y llevarla al público el grupo de Spotlight a través de mucho tiempo, habiendo varios mea culpas de por medio, y hasta ambigüedad moral, ratos donde cumplir con tu trabajo y rendirle culto a la iglesia pesó/pesa tanto. En ello el filme es notablemente humano, eludiendo maniqueísmo y figuras fáciles.

La propuesta parte de un interrogatorio a un reincidente cura pedófilo en un arranque oscuro y burocrático, a un pequeño artículo que pasa en gran parte desapercibido. Parte de una fuente como el abogado que ejerce unas 80 demandas a la iglesia, Mitchell Garabedian (un sobresaliente Stanley Tucci), que tiene un aire extraño, aparentemente discutible, a ese otro punto central de denuncia, Phil Saviano (Neal Huff), activista y sobreviviente de abuso, habiendo sutileza en la idea de la desestimación de sus colaboraciones, viendo que años atrás fue eso lo que justamente ocurrió, hasta el in crescendo con el descubrimiento cada vez mayor del número de curas corruptos, por lo tanto más víctimas, llegando a esos teléfonos repiqueteando incesantes, y a esa lista de estados y países con el mismo problema, el de no solo unas cuantas manzanas podridas.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Anomalisa

Segunda película del director y famoso guionista Charlie Kaufman, esta vez acompañado en la dirección de Duke Johnson. Kaufman es el escritor de los guiones de Cómo ser John Malkovich (1999), El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) y Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004). Su ópera prima como cineasta, Synecdoche, New York (2008), trataba de un hombre, Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman), un director de teatro que quiere hacer una gran obra, la cual está emparentada con su propia vida, que sería aquella máxima puesta en escena, ya que como se sabe el mundo es como un teatro y es justo en ese lugar que la ficción y la realidad se entremezclan habiendo vasos comunicantes y vínculos con toda la humanidad y su lucha por la felicidad, donde Caden suele ser un perdedor, un tipo patético, pero también un posible genio, siendo un tipo enfermizo y lastimero, que suele perder a todos sus amores (incluyendo a sus hijas), a quienes conquista en buena parte por la lastima y su cualidad de director. Caden es cualquier persona en el mundo, aunque exagerando la figura, quien provoca que la imitación de su vida torne a los clones de esta en seres autónomos, creando una red compleja de ficción, a la vez que Caden se torna otras personas, desarrollando cierto misterio e interrelación simbólica y repetitiva. Cosa que se verá también en Anomalisa, pero esta vez ya no es tanto una lucha por la felicidad, un tira y afloja en el tiempo en cuanto a alegrías y frustraciones, o un lugar de sueños, anhelos y placeres, que en gran parte se convierten en promesas incumplidas y aceptaciones pacíficas, sino un lugar mayormente de depresión, de derrota absoluta, teniendo nuevamente como partícipe a la locura velada, como bien indica el título del hotel en que se hospeda el protagonista, Michael Stone (la voz de David Thewlis), que alude al síndrome de Frégoli, que bien representa el actor Tom Noonan en la interpretación de todas las voces y parecidos, que es como que el mundo es una absoluta repetición anodina, una falta de gracia, goce y efervescencia total, provocando una abulia generalizada, una tristeza que ronda el suicidio.

A Michael le abruma su esposa y su pequeño hijo, de los que quiere escapar; sus amigos, a los que desconoce y siente intrusos, un lugar de conformismos; y su trabajo, como gurú –paradójicamente- de relaciones interpersonales y atención al cliente, siendo un exitoso relacionista público y gestor de un libro de cabecera sobre productividad mediante lo social, que lo lleva a dar una conferencia en Cincinnati, Ohio, por lo que en líneas generales detesta toda su vida, y decide aprovechar el viaje para reencontrarse con un viejo amor que él abandono sin mayores explicaciones, a razón -como bien dice- de que suele perderlo todo, toda alegría e ilusión, como ejemplificará su hallazgo en la a un punto patética Lisa (Jennifer Jason Leigh) que a través de escuchar su voz, femenina y anómala al conjunto o mundo cree hallar la esquiva felicidad, siendo una mujer muy parecida a Caden, una que no se quiere mucho a sí misma (producto de creerse fea y poco inteligente, aunque curiosamente se plantea especial dentro de su propio menosprecio), se ve de menos, hasta el punto que se torna algo molesta al ser tan lastimera (rasgo de identidad del cine de Kaufman, que puede que pretenda una empatía, pero no es del todo eficaz), sin embargo a su vez es capaz de brillar y distinguirse a través de la canción “Las chicas solo quieren divertirse” de Cyndi Lauper y explotar una cierta ternura, no obstante no podrá evitar mostrar que es un ser común a muchos, tan imperfecto y vulgar, a las pretensiones subconscientes de aquella pesadilla paranoide de la repetición y la robotización tratando de llenar el apartado trascendental del amor, con lo cual a Michael le duele el sueño de la extravagancia (tal cual sostiene y admira aquella máquina musical japonesa comprada en una tienda de juguetes sexuales), la ilusión de lo excepcional, padeciendo la monotonía, en una labor pesimista a más no poder, tanto como harto realista y detallista en toda su recreación en animación stop motion de una temática para adultos, como en el cunnilingus o todo el desarrollo pormenorizado del hospedaje que trabaja el lugar común y el aburrimiento sostenido. 

Las letras

Documental que dura 75 minutos, del mexicano Pablo Chavarría Gutiérrez, que tiene de centro la detención del profesor y activista Alberto Patishtan inculpado de la muerte de un grupo de policías el año 2000 en su nativa Chiapas, quien pasó 13 años en la cárcel hasta ser indultado. Pero esto no se percibe de forma directa, sino está expuesto con creatividad y cierto velo narrativo, ya que la propuesta se enfoca más en estar como en la mente de Patishtan y el de un poblador típico de su localidad, retratando la vivencia autóctona de este mundo “aparte”, a niños jugando en el campo (a quienes se les simboliza perdiendo la inocencia a temprana edad) o a pobladores rurales desfilando ante la cámara, que los muestra como si todos fueran vistos con desconfianza, mientras ellos exigen visibilidad, respeto y un lugar digno.

Las letras escoge una narrativa difícil por ratos, sensorial, abstracta a un punto, compartiendo un camino, en una manera de hacer sentir lo que padece un poblador humilde cualquiera del territorio, habiendo expresividad plástica y musical acompañando la cotidianidad de los lugareños, con una performance de baile con la mimetización con la tierra y la naturaleza, o el sonido de una batería más tarde silenciada y abandonada en pleno bosque. Se trata de un filme que quiere trasmitir el sentir de una denuncia general, la desolación, el abandono, la melancolía, la ensoñación, poniendo a niños subiendo una enorme cuesta cargada de escaleras, mostrando el contraste de la vitalidad y la alegría innata, y el esfuerzo de la forma de existir en aquel lugar. Como si todos fuéramos esa persona nadando hacia el corazón de una verdad oculta (esa que deja ver las cartas que enviaba el protagonista estando preso, ante la preocupación hacia sus hijos), representada en Alberto Patishtan colocado de pie sobre la pequeña cima de un río.  

La terre penche


Un hombre quiere alquilar una casa, por lo que contacta a una corredora inmobiliaria, siendo Adèle (Laetitia Spigarelli) y Thomas (Thomas Blanchard), ambos de aspecto ordinario, los protagonistas de la posible formación de una pareja romántica, pero antes deben lidiar con las dificultades de hallar a esa persona ideal, cuando parece ser ella complicada para el amor, hecho expuesto literalmente en una amable conversación, pero sobre todo en sueños –donde ella sufre de narcolepsia, y es participe de surrealismo- y en los fantasmas que los pueblan, a Thomas un familiar, y a Adèle una pareja, muerto en un accidente, con cierta ambigüedad de por medio.

El mediometraje de la directora francesa Christelle Lheureux parte de la idea de darle vida a un acto menor en el cual radica la humanización de un rol bastante secundario, materializando conexiones en un relajo de figuras, perpetrando una liberación de las convenciones, mientras el final (esperado) es consolidarse como relación, siendo trabajada la construcción de su inicio de manera natural y sencilla, con una comida casual en un restaurante, ir a la playa intempestivamente o beber unas copas o té por la noche. Lo que podría ser una historia de romance más del montón, toma cierta mayor imaginación en que cada encuentro yace bajo una pequeña escenificación curiosa (asomando alguna tercera figura), donde tratan de conocerse y aceptarse mutuamente, enfrentando distintas posibilidades, una en que ella reniega de todo o presenta un conflicto psicológico de acceso, otra en que él se deja arrastrar por la frustración.  

domingo, 7 de febrero de 2016

El renacido (The Revenant)

Con 12 nominaciones a los Premios Oscar ésta es la favorita del evento, aunque su director Alejandro González Iñárritu tiene un pequeño grupo de detractores, una cierta pequeña tendencia en contra, catalogado especialmente de pretencioso, sin embargo eso poco importa porque The revenant es toda una experiencia en la sala de cine, un lugar de mucha adrenalina y entusiasmo, con el retrato de sobrevivencia de Hugh Glass, un explorador, guía y cazador de pieles de la frontera americana en la región del rio Missouri de los hoy estados de Montana, Dakota del Norte y Dakota del Sur, que fue atacado por un oso grizzly y más tarde abandonado por su grupo de expedición.

The revenant se basa libremente en la novela del americano Michael Punke que tiene la figura verdadera de Hugh Glass y mucho de los hechos que padeció por aquellos territorios nevados y salvajes. Hay que apreciar que el filme es una historia de venganza que puede sonar a mucha ficción, sumándole el cine, las marcas de identidad y las lecturas místicas, de sanación y de sufrimiento de González Iñarritu. Centralmente en aquel paisaje que se inspira en The Abbey in the Oakwoo, del fabuloso pintor alemán Caspar David Friedrich. Partimos del capullo con troncos que crea un especie de chamán indio. Tenemos el homenaje y la rememoración de grandes cines épicos y/o místicos como el de Herzog, Malick y Tarkovsky. Es una venganza donde yace la bien aplicada maldad de John Fitzgerald (Tom Hardy) que viendo por sí mismo y detestando en parte a Glass lo deja moribundo frente a la tensión de la perenne amenaza de los indios que yacen divididos y en conflicto, al igual que luchando contra los exploradores caucásicos, habiendo una sub-trama con la búsqueda de una indígena hija del jefe de una tribu secuestrada por cazadores franceses.  

El filme es un derroche de visualidad, arte y puro cine, donde hay escenas que describen a la perfección lo que es transportarse en una sala de exhibición, sentirse inmerso en un espacio del tiempo, los años de 1820s, con una apertura donde los cazadores de pieles son atacados por los indios, y se ve cómo van cayendo muchos muertos, sobre todo los caucásicos, habiendo grandes acercamientos y tomas de un dinamismo y fuerza expresiva realmente impresionantes, creando la sensación de un mejor 3D –sin haberlo- que de costumbre, haciéndonos entrar y salir de la toma, sentir la velocidad de la huida y persecución, propiciando panorámicas intensas, subjetivas cambiantes con finales llamativos, sintiendo el movimiento y ritmo trepidante y brutal, perpetrándose toda una inmersión, al fabularle muy poca distancia al espectador con aquella batalla campal, habiendo explicites, espectacularidad, un sonido confabulador y una sensación de que nadie importa demasiado en ese ataque, mientras todo fluye con el más grande realismo. Eso no es nada, el ataque del oso grizzly es todo un festín cinéfilo, y más.

Leonardo DiCaprio, héroe absoluto del filme (gracias por su parte a la maestría del antagonista que el talentoso Tom Hardy interpreta, un desgraciado en toda regla), hace un alarde de actuación en todo el metraje, con una entrega a toda prueba, y una conversión en Hugh Glass completa, viendo su larga agonía, y combate personal e ingenio por sobrevivir (comer vísceras crudas, cicatrizar heridas a fuego vivo, escabullirse de la violencia de un río o dormir en el interior de un caballo), pasando por una pelea cuerpo a cuerpo con un imponente oso defendiendo a su crías, la amenaza de Fitzgerald, y quedando sumamente herido y solo en aquel territorio inhóspito y poderoso, aunque cierto que es mucho una exageración su lucha y continua agresión, sin embargo se hace algo siempre entre imposible, apabullante e impactante, un entretenimiento grandilocuente, pero hermoso, por sumergirnos en aquellas extremas vivencias cinematográficas, en un nunca detenerse de tratar de impresionarnos, y ofrecernos sorpresa y placer, ya importando poco la total veracidad (o prolongando y variando opciones en el desenlace, un sonido que trasmite harto anhelo, cierta fiesta y furia, recordarnos el cine coreano de venganza y explicites, o el western clásico). 

Logra ser un lugar de sensaciones y hartas emociones, frente a un combate tras otro, como en aquel mensaje de un cuerpo ahorcado siendo inocente, metido(s) en el “todos somos salvajes”, típico del tiempo y espacio en que se adscribe la trama, que en realidad juega a desmentirse en el filme, porque hay un respeto a las diferencias étnicas, porque Glass tiene un hijo mitad indígena a quien llama la razón de su vida y por quien quiere redención, porque el héroe habla y escucha el idioma de la naturaleza, el de las tribus, cuando le espera el amor de su mujer de raza Pawnee, o porque la justicia llega por Dios (y los indios), esos que agreden, pero también defienden su territorio, negocian, curan y sufren daños.