viernes, 19 de febrero de 2016

Creed

Rocky, es un ícono del cine, tiene ganado mucho cariño, ya con la presente son 7 películas, y en ésta oportunidad le deja la posta a un verdadero pupilo, nada más y nada menos que al hijo de su gran rival en el ring y mejor amigo Apollo Creed, en una historia que relanza la saga, con Adonis Johnson (Michael B. Jordan), el hijo nacido después de la muerte de Apollo, hijo nacido fuera del matrimonio, que es recogido por la filantropía de la esposa de Apollo, por Mary Anne Creed (Phylicia Rashad) que lo saca de la correccional, lo cría, lo adopta, en un mundo de privilegio, con lo cual Adonis no es que sea un boxeador salido de la pobreza y tenga el hambre de éxito en el deseo de una mejor vida, pero sí tiene un aliciente particular, sentir que puede llenar el espacio negado como hijo de Apollo (por su muerte), lograr brillar y tener orgullo, generarse un valor y sentir que puede congraciarse con el recuerdo del padre y el legado Creed, si bien el verdadero legado del que se vale en realidad la película es el de Rocky Balboa, que en manos audaces y el temple del director Ryan Coogler no endiosa a Rocky, sino lo hace muy funcional (pero indudablemente respetándolo), para que Adonis manifieste su propia historia y sea el protagonista de Creed.

Creed no es que invente la pólvora, recorre los lugares comunes de éste tipo de películas de boxeo, sobre todo aprovechando lo hecho anteriormente con la saga de Rocky, hay lugares que se revisitan, claro está; mientras existe variedad de referentes (bastante breves, aunque por todas partes, que aportan dimensión, memoria y nostalgia), pero también mucha actualización y no es justamente lo más atractivo, aunque tampoco es defectuoso el aporte, como la relación con Bianca –la bella Tessa Thompson-, de lo que el filme peca de ordinario en buena parte. Coogler sabe sacarle una cierta nueva identidad a la saga de Rocky, aunque algo pequeño y discreto formalmente, pero palpable, afro-americanizando la saga (como el mítico recorrido atlético por las calles, aderezado con motos y cuatrimotos, algo de circo e infantilismo, que trata de llevar el sentido de pueblo a la película). Incluso la banda sonora tiene esa mezcla entre pasado y presente, con lo que se ve que Coogler es un director con personalidad, pero a su vez lo suficientemente inteligente para oler una buena oportunidad de popularidad y reconocimiento –entregando material decente, de paso- en utilizar el máximo logro de Sylvester Stallone, que ésta vez cede a un papel secundario, pero cargado de atributos; potencial dramático, con aquella enfermedad tan familiar en su vida; intensidad y vitalidad, con su cualidad de entrenador (que tiene un estupendo manejo, entretenido y real en lo posible, al igual que con las peleas, que fluyen, son emocionantes a un punto, tienen arte); humanidad, que brota de sí y se ha ganado, ahora solitaria (pero nuevamente llena con ese sentido de familia que crea con el pupilo y su novia); y siempre intachable, como figura y deportista creado en la gran pantalla, que sube las famosas escaleras del Museo de Arte de Filadelfia y optimista dice que desde aquí se puede ver toda su vida, sumando su vinculo con Adonis, y ha sido, es, una gran vida.