Hay temas que suelen ser gancho de reconocimiento fácil en
los premios Oscar y en algunos otros certámenes que buscan lo políticamente
correcto, tanto como congraciarse con un público elemental, y estas temáticas
suelen ser la esclavitud americana y la segregación racial, el autoritarismo y
la omnipresencia castrante religiosa en sociedades islámicas, el holocausto, y
la que nos compete ahora, la homofobia y la libertad homosexual o LGTB, donde
en La chica Danesa viene a ser su mayor lastre ser tan obvia en su disposición
de conmover y ser simpática con su temática a ese público cautivo de siempre,
para ello utiliza lugares comunes, como una sociedad opositora o aun sorprendida, con el travestismo, qué
dígase una labor inocente en esta película mucha gente no los identifica tan
raudamente –no obstante, Copenhague, Dinamarca, no es una capital del todo
pacata, ni el centro artístico por el que se mueven los personajes es tan
conservador, pero se entienden limitaciones, propias de no ahondar en la
distinción sexual- y ver a la homosexualidad como una enfermedad o anormalidad,
aquí propio del año en que se contextualiza, los 1920s, teniendo de
protagonista a Einar Wegener (Eddie Redmayne), un tipo que descubre su inclinación
gay, se siente mujer, quiere cambiar de sexo, y fue en realidad de los primeros
en conocerse entregado a las operaciones pertinentes, aun siendo un hombre
casado, pero que con el juego de disfrazarse de modelo femenino frente a los
deseos de su esposa, la pintora Gerda Wegener (Alicia Vikander) que se
profesaba rebelde y moderna, e irónicamente le rebota en contra, despertó en él
un deseo reprimido de su niñez y crecimiento.
La chica danesa me recuerda a una mejor película, Laurence
Anyways (2012), en ella un hombre quiere travestirse, no puede controlarlo,
aunque aún guarda amor por su pareja y quiere seguir con ella a pesar de tal
extravagancia, pero se hace imposible sostener una relación heterosexual con
ese anhelo de ser o lucir como una mujer siendo varón, y llegan los inminentes
conflictos, y la lógica e inevitable ruptura, tras muchos vaivenes, nuevas
vidas y luchas de rigor, hasta que queda solamente un quehacer romántico y
platónico lejano, de recuerdo, en el ambiente. En la presente, las cosas son
más claras, Einar quiere romper con su esposa, sabe bien lo que quiere y debe
dejar pasar para consolidarse (hasta el punto que se entusiasma conversando con
Gerda pensando en que puede enamorarse nuevamente ahora como Lili), cuando
Gerda aún lo ama y lo respalda casi como si fuera la Madre Teresa de Calcuta, aunque
puede pensarse que ella quiere explotar su imagen en la pintura, que no llega a
pasar, es solo un mero modelo propio de su amor.
Einar siente que, como una mariposa, ha mutado y es otro
ser, ahora se ha convertido en Lili Elbe (que en su desdoblamiento inicial, ciertamente
tenía de locura, que a uno le venía a la mente irónicamente Psicosis, 1960), y
Einar es el pasado, ya no existe, no hay marcha atrás. Entonces toda su
voluntad yace en convertirse en una fémina, de aquellas delicadas y clásicas, lo
esperable, claro, y no en la calidad de tosquedad –llamada igualdad- que reina
mucho hoy en día en muchas mujeres. Mientras Gerda tiene la posibilidad de
reconstruir su mundo sentimental con el mejor amigo de infancia y actual
soporte de Einar, en una ilustración endeble, que enseguida se apresura en
convertirlo en pretendiente, a Hans Axgil (Matthias Schoenaerts), pero que tampoco
se elabora, es puro relleno (Gerda a pesar de todo pretende un vínculo sólido
hacia su marido), en una posible relación que adolece de mayor complejidad. Y
ese es el problema general del filme, el director Tom Hooper no da forma a
muchas cosas, falta profundidad, suele ser muy superficial en su exposición,
donde en varios meandros peca de flaqueza, limitándose a proclamar el conflicto
de identidad personal (de cara al matrimonio, que tampoco molesta), y luego el
sueño de Einar de ser una plena Lili, puede que con ello haya esquivado híper dramatizar
la problemática gay en la sociedad, pero igual existen otros momentos que lo
desmienten, porque sí que quiere convocar la complicidad básica, aunque con algo
de decoro, a través de una nobleza por doquier (salvo la paliza homofóbica
clásica en estos menesteres, o el escape por la ventana a poco de intentar
internarlo a la fuerza como esquizofrénico; o que se diga que lo que necesita Lili
es un hombre “de verdad” y no un gay de pareja, ¡oh, sí!, bueno, todo el tiempo
no es lo sutil que pareciera pretender en su contextualización de la Europa de
los veinte o treinta), invocando una simpatía a toda prueba, en que nadie
parece ser reprochable o ambiguo, en que todo parece resolverse con el cambio
de sexo, la hazaña de la historia basada en hechos reales, el supuesto rasgo de
originalidad, cuando todo huele a repetición a kilómetros de distancia.
Ni el amaneramiento o femineidad de un talentoso Eddie
Redmayne, o una harto solvente Alicia Vikander, muy natural en cada emoción,
llanto, melancolía, felicidad, sorpresa, picardía, risa y un largo etcétera,
pueden distinguir a éste filme, aunque no es una propuesta mala, ya que tiene
oficio, por algo Tom Hooper ha merecido el Oscar por El discurso del rey (2010),
sin embargo el cine nice-naif y la corrección política pueden llegar a cansar
hasta al más inocente o fácil de conmover, como ha pasado esta vez que La chica
danesa solo ha obtenido nominaciones a la estatuilla dorada para Vikander y
Redmayne, y dos apartados técnicos más.