jueves, 29 de septiembre de 2011

Zodiaco

Siempre se habla del crimen perfecto, ¿es posible?, y aunque uno cree responderse que no, la historia que tenemos entre manos refiere todo lo contrario. Sin embargo a costa de cambiar el destino de esa realidad la cinta de David Fincher hace una investigación pormenorizada basada en el libro de Robert Graysmith personificado por Jake Gyllenhaal en el que sería el gestor de la ebullición detrás del asesino serial llamado como Zodiaco.

Muy bien articulada la trama acomoda los datos que denuncian el camino que perpetró el criminal hasta concebir una hipótesis sobre quien pudo ser ese anónimo personaje. Se puede ver la recreación de los asesinatos y en general las pesquisas que siguió la policía. Otro de los puntos ejes del relato es el oficial a cargo del caso, David Toschi (Mark Ruffalo), alguien probo de quien se dice se copiaron algunas características para crear el personaje de Steve McQueen en Bullitt (1968). No obstante éste finalmente es casi un ente pasivo en comparación con la energía que desprende el caricaturista Robert Graysmith que obsesionado con los enigmas que envía el petulante e inteligente homicida codicioso de fama decide adjudicarse la misión de descubrir quién es el hombre detrás de la señal del reloj y de los criptogramas astrológicos que mantiene en vilo a San Francisco, escurriéndose de la ley y hasta burlándose de ella con mensajes en los medios de comunicación.

El tercer centro de la película lo forma el periodista Paul Avery (Robert Downey Jr.) que lleva al pie de los hechos el acontecer noticioso provocado por las muertes del serial killer, aunque desprovisto del glamour de su celebridad mediática y más cerca del disfuerzo éste lo hace por puro interés personal. En cambio Toschi y Graysmith esperan atraparlo por altruismo y por una necesidad de justicia; como dice el caricaturista, para ver el rostro que esconde el monstruo que no deja de ser un ser humano sin los engrandecimientos que acostumbran ciertos retratos, y que para sí mismo lo logra en el colofón.

El ritmo del filme es fluido, no se siente el tiempo que trascurre, muy efectivamente repartidos los elementos indagatorios y conclusivos del que dispone el guión tan persuasivo que uno percibe hasta el latir del corazón de Robert que en un momento teme por su vida en uno de los pocos sótanos que sindican de alguna forma al verdugo. Se ha de decir que el filme presenta un marco general muy coherente y completo sobre los sucesos, con la dirección de señalar un culpable en medio de dos razonables propuestas de la que termina desechando una posibilidad para dirigirse hacia un único sujeto. Hay también una expurgación de la amplia gama de información referida a la investigación, se asumen cuales son los acontecimientos superficiales, toda la parafernalia se procesa y se separa de lo que para muchos fue un acontecimiento muy importante, parafraseando a Graysmith, nuestro pequeño héroe que lentamente deja de ser impertinente e impone su motivación y toma predominancia mereciendo el respeto que su dedicación se gana, un ciudadano común tan comprometido que es capaz de sacrificar la paz de su matrimonio por lo que el trascurrir de los años terminó olvidando.

En un momento de inspiración vemos el gran paso de Graysmith, acercarse a Toschi en medio del estreno de Harry el sucio (1971), una trama policial que tenía de enemigo a Escorpio, nada menos que el mismo Zodiaco, y en adelante ambos trabajaran juntos, no sin algo de conflicto en pos de solucionar el misterio.

Fincher se las arregla para mantener la tensión y el interés del público en dos horas con cerca de cuarenta minutos, en una cinta neuronal de grave y entretenido despliegue que puede integrar los dos sentidos, similar a la muestra de un plano de estrategia bélica en diáfana y fácil trasmisión como ejecución que vemos progresivamente hasta llegar a tener la certeza que adjudica la tesis de nuestro personaje principal. Cada movimiento lleva un respiro, en una articulación que ordena las piezas para que el panorama esté despejado para el entendimiento. Si se presta atención estaremos jugando al detective, en ello hay mucha habilidad para involucrar la curiosidad, anotando señales y rechazando distracciones, y aunque el desenlace no logre quizás el éxito mágico, hemos vivido cada instante de intranquilidad, de pasión, de persecución, de interrogación que se nos ha impartido.

Pocas veces una cinta puede albergar tanta emoción visual con lo que estaría bastante empatado con la escritura periodística de no ficción, fabricando su propio impacto a través de la imaginación y la creatividad que ha sabido llenar vacíos, mantener una credibilidad y materializarse de forma accesible, natural, como para hacernos creer que tenemos potestad omnipotente para estar en todas partes y verlo todo desde el privilegio que otorga las cámaras de Fincher, que ha sabido detener el reloj y meternos en la historia entregándonos minuciosamente información de primer orden en diestra armonía.

Zodiaco se convierte en algo físico partiendo de abstracciones y oscuridades, un logro invalorable que se puede ver como una cacería, como el álbum de memorias de un psicópata o como la radiografía de un sueño.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Historias de Filadelfia

Cuando pensamos en comedia romántica siempre asumimos que se trata de algo meloso de amplio carácter efímero, pero al ver la historia que nos presenta George Cukor tendremos que repensarnos aquello, en una sofisticación que no hace alarde porque termina siendo amigable con el espectador y que conlleva una complejidad que se ha de agradecer frente a la humildad argumental que reina en las salas de cine. Se da una puesta en escena que desmiente ese lugar común de que el entretenimiento tiene que estar de la mano con la simplicidad.

La trama presenta a la dama de sociedad Tracy Lord, una muy delgada, locuaz y carismática Katharine Hepburn, que divorciada hace dos años de C. K. Dexter Haven, el guapo Cary Grant, está a punto de casarse nuevamente con un hombre muy distinto al anterior, George Kittredge (John Howard), que no solo proviene de otra clase social en ascenso sino que es un tipo mucho más educado, sencillo y dócil, el perfecto caballero aunque carente de la gracia, impulsividad y dinamismo de quien antes poseía el corazón de la pelirroja.

Dexter solía no llenar las expectativas de la que considera despectivamente pero no ausente de pasión -en desconocimiento de la línea entre el rechazo y el amor- como una diosa insensible a la debilidad humana, en éste caso el alcohol, sin embargo muy naturalmente tratará de arreglárselas para hacerla cambiar de idea. El robusto y algo rígido actor no carente de innata simpatía tiene un personaje vivaz, travieso y despreocupado entre manos, un típico burlón con carisma y grandes atributos de seducción, que a diferencia del galán común es más de características pedestres aún en su gravedad de élite, con lo que es más fácil que se gane el aprecio del público, solo que no es el único macho disputándose a la agradable doncella, el otro se trata de un periodista sensacionalista disgustado con ese menester que no puede subsistir únicamente con la carrera de escritor, Macaulay Connor, un jovencito y espigado James Stewart, que con su ironía, intelecto y mala actitud se entromete en el futuro de la novia. Los dos serán los postulantes a robarle el lugar al nuevo pretendiente que está a unas cuantas horas de enlazarse matrimonialmente.

Tanto Dexter como Connor están en una misión pseudo encubierta para llevar la noticia de las nupcias de una importante y adinerada familia de Filadelfia, chantajeada con sacar a la luz las infidelidades del patriarca. Junto con ellos está la fotógrafa Elizabeth Imbrie (Ruth Hussey), que trae a escena la parte divertida con sus comentarios pícaros y audaces, siendo una mujer mucho más moderna y menos diva. Esto último circunda como esencia reprochable en Tracy a razón de prodigarse semejante a una grandeza inalcanzable para su pareja, lo que produce la reflexión del filme buscándose el ser menos exigente, más fácil y feliz que la hará cavilar luego de liberarse un poco de sus propias “limitaciones” en un arranque de locura etílica.

El reparto se hace notar muy bien, la niña avispada siempre en pos de la gracia o el tío relajado que suele pellizcarles el trasero a las señoritas, cuanta frescura se respira por parte de la pequeña que muestra atributos para con la música y la danza. El filme está prodigo de una llaneza que sorprende porque supuestamente estamos presenciando las altas esferas del poder económico. Se aprecia que se rompe el molde, no se defiende la cuna sino a los individuos, en tal medida que las ideologías pasan a segundo plano para buscar una proximidad con los personajes y sus dilemas, tampoco se desproporciona a ninguna persona sino se da un cierto equilibrio en la lógica que puede consentir el relato, se hace gala de defectos como de virtudes, porque Dexter llega a ser pedante, Connor prejuicioso y Kittredge inocente.

Todo eso genera mayor realismo, y provee a la realización de verdaderos seres humanos, con una narración verosímil y más elucubrada, siendo el desenlace misterioso, menos habitual y eso no quiere decir que se perturbe la comprensión de cara a la gran pantalla, porque por más que se den muchos giros hacia cual es el romance conclusivo en el guión, incluso dejando la posibilidad de una obligación con el tranquilo Kittredge, las secuencias se justifican sin mayores reticencias, logrando que uno pueda recrearse con soltura como acostumbra el género aunque anclado a los detalles que con el tiempo han hecho legendarios a los clásicos.

Los parlamentos son demasiado extensos en la voz de Hepburn sobre todo, y hay una cierta parsimonia en la atmósfera, pero no desmerecen para nada el concepto ni el arte que se desprende del filme, porque parece la vista de un teatro con la prioridad que toman las interpretaciones y sus diálogos, ahí yace su firmeza, el sello del pasado que no pierde fuelle ya que su humanidad resulta perenne, y aunque se entiende que está enmarcado en una época sigue conmoviéndonos con total franqueza.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Oldboy


Segunda película de la trilogía de la venganza del director surcoreano Park Chan-wook, la que es su obra más destacada, en la cual no podía faltar como se acostumbra en el cine asiático la violencia descarnada, pero se ha de agregar que su desenlace resulta de imponente audacia, con justificaciones que explican un conflicto amoral que puede herir susceptibilidades. Sucede en medio de un diabólico e implacable ajuste de cuentas que se vale del hipnotismo y de la crianza cautiva de un ser humano. Todo esto descubrirá la originalidad de Park Chan-wook, en un filme de mucha fuerza. Por más que es bastante compleja la trampa y digna de la más perfecta elucubración mental, que puede sonar demasiado increíble, cautiva sin agotar un milímetro siquiera, ya que ésta obra maestra profesa mucha adrenalina y tantos cambios de rumbo que hacen imparable el montarse en ésta realización desenfrenada y despiadada. Se trata de una vorágine que mueve a dos ángulos enfrentados bajo sus convicciones, uno tras la verdad oculta de su feroz confinamiento y otro como moviendo los hilos de un títere en que se ha convertido su víctima -y verdugo- que debe encarar la resolución de su idiosincrasia arduamente castigada a razón del refrán de la curiosidad mató al gato.

El calvario de Dae-su (Choi Min-sik), alcohólico y natural antisocial sin remordimientos, un tipo rodeado de enemigos producto de sus múltiples pecados, empieza un día frente a una cabina de teléfono. Al poco rato se verá aprisionado en un cuarto durante 15 años sin saber la razón de semejante penitencia ni quienes lo mantienen de esa manera, aunque en su celda tiene televisión y alimento, cuidado como si fuera una mascota, en buenas condiciones. Inmerso en esas cuatro paredes dedicará su tiempo a planear su desquite, envuelto en la ira más desbordada. Una noche verá la luz y empezará un nuevo nivel de tortura.

La cinta es muy dinámica con demostraciones de combates físicos descomunales, muy bien trabajados, como es costumbre en oriente, bajo una furia incontrolable, en un hacer de aspecto espontáneo que no escatima excesos y que a pesar de su siempre grotesco espectáculo no agrede nuestra sensibilidad sino la exalta con su venia. Destaca a su vez una parte psicológica sostenida, que merodea la trama; perseguido o perseguidor, en ello está el juego perfecto, los papeles se invierten constantemente. Sin embargo al final sabremos que todo es una maquinación perversa que planea enseñar la culpa dolorosamente, sin contemplaciones, mediante la experiencia.

La tesis resulta contundente, de acuerdo o no con ella no deja de ser impresionante. Pone a prueba al personaje principal, aleccionándolo en evitar asumir algo por hecho. El amor distorsionado por un lado y en otro manipulado aparece teniendo matices punibles, no obstante en la libertad del guion se permite su manejo sin tapujos ni timidez, muy por el contrario su firmeza potencia su uso. Deja lejos los veredictos condenatorios de índole moral. Uno queda sorprendido y a su vez entusiasmado con la habilidad de darle forma a esos giros tan deleznables que yacen como síntoma de una humanidad que incomoda y que subvierte las reglas de la naturaleza.

Todo el circo que impone la personalidad de vocación prepotente de Dae-su se dará de rostro con la inteligencia que prepara su trasformación, que aunque no busca ser noble predicará sobre su figura imbuyéndola de humildad. Es una inquietante manera de entablar comunicación, un escarmiento pedagógico macabro; justo quizás, si pensamos en el ojo por ojo o en la ley en nuestras manos. Endiabladamente venenoso afecta lo que en época de guerra se le hace llamar de daños colaterales, vidas humanas periféricas que no tienen culpa alguna, pero que caerán en el pozo que arrastra sus vínculos, el mal habido destino dirían algunos.

La voz en off de los pensamientos de Dae-su pretende dar la sensación de control pero eso termina siendo engañoso porque las situaciones nunca son lo que parecen, y en ese artificio yace la buena disposición de Park Chan-wook, que vacila hacia diferentes perspectivas con mano diestra. Y como no puede faltar, a la vera de la creatividad, se reiteran los acontecimientos imprevistos, una de las virtudes de ésta obra, no siendo en absoluto previsible. Frente a las explicaciones conclusivas y redondas denotamos que el director es otra mente maquiavélica en sentido que tiene su filme completamente definido, estructurado a la par de un arquitecto monumental y esa omnipotencia no hace más que retratar la máxima maestría, a través de extravagancias infaltables, acción desbocada, frases elocuentes (como “llora y llorarás sólo, ríe y el mundo reirá contigo”), comedia impúdica, una escena de sexo amplia y fundamental, escenas variopintas en el encierro y flashbacks decisivos y brutales aún en lo formal. Oldboy es un plato super apetitoso para la buena mesa cinematográfica.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Pierrot el loco

Perteneciente al representante más famoso de la nouvelle vague, Jean-Luc Godard, en una realización conocida como una de sus obras maestras perpetrada en el año 1965. Es el viaje desenfrenado de un hombre, Ferdinand Griffon, conocido como Pierrot, en el actor Jean-Paul Belmondo, que un día decide darle una vuelta de tuerca a su existencia y huir con la niñera, una mujer hermosa y rebelde, Marianne Renoir, la musa del director francés, Anna Karina.

Pierrot inducido por esa dama capaz de matar o robar para sobrevivir y que le muestra una vitalidad que produce las satisfacciones que espera obtener de la vida emprende un viaje descarriado lejos de su familia, quebrantando las reglas y siendo perseguido por unos mafiosos que buscan recuperar su dinero, como por la casi inexistente policía.

Godard imbuye el filme de cultura que se adscribe con predominancia al arte, muestra pinturas constantemente mientras suelta algún párrafo en off, dibuja a Pierrot como un aficionado a la literatura y al cine, llega el personaje a aparecer en una sala de exhibición cinematográfica, se hace mención de algún cineasta en la boca del protagonista, se ven las frecuentes alusiones de famosos escritores en relación a las andanzas propias. También presenta un cierto metacine cuando el personaje de Belmondo tiene el grave conflicto interior que lo disgusta con la realidad que ostenta y que provoca su personal epifanía anterior a su despierto periplo por el mediterráneo. A su vez se recrean en bellos paisajes, otorgando espacio al aprecio por la naturaleza. El maestro francés da la sensación de manejarse económicamente, con austeridad, lo cual no desmerece el proyecto por llevar una esencia que desborda espontaneidad a pesar de que los principales no dejan de lucir atributos que aunque cercanos no abandonan las señales de algún rasgo especial.

Ante todo se ha de reconocer que es un filme de entretenimiento no carente de una cierta profundización sobre la libertad humana, de aquella locura que Jack Kerouac llamaba La carretera, el atravesar los límites establecidos por la civilización castrante en pos de una anarquía para bien de la realización emocional individual a toda costa, en ello Pierrot y Marianne deciden dejarse llevar como aves libres sobre el firmamento, no escatiman romper cuanta norma los coarte en sus pretensiones de descarada permisividad aspirando febriles a una romántica leyenda que no quiebra el cariz de condescendencia que aspira para sus personas el filme, en un final que exhiba su amor por el placer de ser entes fugaces que roban hasta el último respiro del aire aprovechando el instante con sorna y efusividad infantil.

Los protagonistas profesan el carpe diem absoluto aunque en ese destino se conviertan en criminales que han de huir a cada rato, en una despreocupación que los aleja del temor por la muerte que incluso llegan a idealizar en varios divagues, y en ese trayecto el filme nos hace involucrarnos con su pasión y se nos presentan como antihéroes tras la fastuosa y escurridiza -o hasta implacable- felicidad, en una circunscripción de empatía frente al espectador que a una suerte de observar unos Bonnie y Clyde de los 60s ambientados en Francia logran un aire de compenetración aún con sus hazañas delictivas que terminan resolviéndose a flor de su ideología, para lo que se desenvuelven con carisma, ella canta rozagante pletórica de alegría y ternura, él es como un gato saltando y jugando como un niño en el campo.

Son muy físicos y no por eso menos pensantes, sin posturas forzadas, pero abiertos a ser juzgados con la benevolencia y el beneplácito masivo, para esto se señalan justificaciones contextuales en su defensa y un lado lúdico que disminuye su rechazo. Ella es mucho más mundana describiendo la naturalidad en su figura intelectual, sin dejar de ser el centro de la trama, siempre activa y entusiasta, despertando sensualidad cotidiana, semejante a un imán visual para el público, la beldad que subyuga al hombre duro, Pierrot lo es, con su cigarrillo a medio lado y su poca comunicación a ratos casi desarraigado del entorno, y tampoco deja de ser un poeta comúnmente expresivo y un ser humano sensible en una ambivalencia que se manifiesta en una personalidad sin un solo rótulo que aún con todo no deja de ser comprensible.

Éste último aspecto se da a conocer perfectamente al redactar las vigorosas vivencias con su amada que solo reside en la plenitud de la experiencia, y además se permite darse en semejanza a la exuberancia de un pequeño disfrutando de su sencillez. Ambos yacen perennes en aplacar su deseo de emociones, de sentir y gozar a totalidad, no dejarse caer en el aburrimiento ni en la monotonía de la normalidad. Y sintomáticamente se percibe ya no como un clásico sino como una expropiación de nuestras almas.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Medianoche en Paris

En abierto homenaje a la ciudad de la luz, Woody Allen vuelve con una película que hace uso de la nostalgia pero que yace con el claro mensaje de aprovechar más nuestro presente y dejar de añorar otras épocas aludiendo mejores tiempos porque es natural que el ser humano se sienta descontento con su propia realidad, por ello revitaliza nuestra visión contemporánea tras viajar hacia el pasado en la que sería la era dorada del arte para nuestro personaje principal.

En ese retorno al pretérito francés, Gil, el actor cómico Owen Wilson, a punto de casarse se halla en medio del que sería su lugar idealizado encontrando que es su espacio de regocijo emocional, mientras trata de escribir una novela en una trasformación vertiginosa que aspira a una realización vocacional y existencial, queriendo dejar su vida como guionista destacado de Hollywood. Su novia Inez, Rachel McAdams, frívola y segura de sí, tan solo espera volver a su patria y a su acomodada existencia placentera, a contraposición de su pareja.

De regreso a los años veinte en el París de la bohemia, de la erudición y de la exaltación estética, conocerá a personajes célebres como Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Henry Matisse entre otros, cada uno caricaturizados de alguna manera en sus rasgos más típicos y exaltados, con un toque sencillo y bastante funcional que ha quedado correcto para el uso de ésta comedia que no se equivoca en su forma de recrearlos porque los aborda con soltura, sin complicaciones y con bastante practicidad que bajo la admiración de Gil recobran su icónico lugar a la misma vez que el director los toma sin miramientos tan delicados sino los asume con insolencia y convicción brindando caracteres más cercanos. En esa disposición a unos los encumbra y a otros los humaniza destacando sus manías y vanidades.

En la historia Gil pierde un poco la cabeza por Adriana, Marion Cotillard, una dama liberal que es la amante de varios personajes famosos, con ella trata de hallarse con la escurridiza felicidad encontrándose confundido con respecto a su panorama actual. En el reparto como no puede faltar, yace un tipo culto pero sumamente pedante de nombre Paul, Michael Sheen, que sirve para ver que la futura esposa de Gil lo minimiza frente a él, en un notorio rasgo de vilipendio de su situación que lo empuja en búsqueda de cambios. Justificaciones que a través del metraje se entienden perfectamente.

La cinta es muy entretenida con esos viajes de ensueño a donde yace la pasión de Gil exhibidos con una naturalidad y aclimatación que es digna de encomio, y aunque el relato no posee realmente demasiadas complicaciones no deja de ser una propuesta saludable y reconfortante, de catadura sutil y lucida, muy moderna aún mostrándose bajo un espejismo clásico. Owen Wilson sorprendentemente no desentona sino más bien contenido pasea su simpatía por la pantalla, para ello Allen le ha provisto de una cotidianidad y simplicidad que no está peleada con el intelecto, tampoco ha recurrido a los nacionalismos americanos y en cambio ha mostrado una cercanía por apreciar una cultura distinta a la suya desde la inclusión propia del llamado ciudadano del mundo.

Al final las lecciones llegan sin bombos ni platillos, muy acordes con el tono del filme, se resuelve con lógica pero sin dar mayores soluciones. Es que la respuesta a la pregunta ¿cómo hallar la dicha en un mundo proclive a nuestra insatisfacción?, es un asunto personal y aunque la cinta permite identificarnos con Gil no es cuestión tan prepotente de resolver, sino más como se presenta sin ínfulas caminando bajo la lluvia con alguien que valore nuestro amor sin restricciones, con ternura, tranquilidad y comprensión, abiertos a comunicar y recibir afectos, a compartir un espacio territorial que engloba tantas posibilidades, aficiones, pensamientos, música, arte, una ruta de a dos individuos compenetrados dirigidos en un destino común por encima de las obligaciones económicas y las necesidades superficiales.

Allen ha hecho un filme austero, amplio, recurriendo a su técnica y experiencia en hábil dominio que se resalta por quien tiene ya oficio pero sin manifestarse insípido, irregular o efectista sino facilitando un diálogo cinematográfico con toques muy humanos y sin dramas de por medio sino bajo otro género que no teme ser serio en el fondo con otros matices estructurales, dando un toque universal en manos de lo occidental, el individuo descubriendo lo que realmente quiere, aspirando al sentimiento y a la voluntad.

martes, 6 de septiembre de 2011

25 Watts


Ésta es la primera película de los uruguayos Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, prometedora dupla que quedó trunca tras la muerte de éste último que se suicidó en su vivienda a los 32 años de edad, dejando un trabajo conjunto de sólo dos películas, aunque Stoll continúa su labor de cineasta. 25 Watts (2001) significó un debut auspicioso lleno de elogios a pesar de su tono ligero, y es que la buena factura, la verosimilitud de la trama, su solventada chispa e irreverencia y su empatía juvenil logran compenetrar al espectador.

La historia nos retrata 24 horas en la vida de tres mejores amigos. Uno de ellos se le conoce como Leche, un joven apuesto, pero bastante desordenado e informal que anda enamorado de su maestra particular de italiano que está comprometida y lo ignora olímpicamente; Leche comparte un viejo apartamento con su abuela minusválida mental a la que trata con burda indiferencia y no carente de comicidad. Otro es Seba, llamado “Marmota chico”, en una hilarante secuencia; Seba es el lento del grupo al que le caen las bromas constantemente y se mete en incontables circunstancias incómodas; suele tomar de referencia intelectual a un tío que murió batiendo un récord Guinness de comer mayor cantidad de huevos sin detenerse; se destaca uno de sus periplos particulares con un vídeo pornográfico, nunca ha visto uno y en esa trayectoria se encuentra casi raptado por unos cómicos drogadictos conocidos de su hermano, un ídolo en el barrio. El tercer muchacho es Javi, el único que no tiene la apariencia de ser un total vago, trabaja con un carro ajeno promocionando un restaurante de pastas mediante un altavoz; está atrapado en el conflicto de separarse de su desamorada pareja y perder su hámster y las facilidades que proporciona su noviazgo con el sexo.

25 Watts está hecho en un bello y elegante blanco y negro, los escenarios son las calles austeras de Montevideo, el relato es una típica observación de la cotidianidad lumpen, estrafalaria y callejera propia de la juventud descaminada que respira solo del día a día con alegre libertad y alevosía. Uno inmediatamente se identifica con lo que ve por haber sido similar alguna vez o por haber visto mucha gente parecida o porque es un lugar común solo de cierta variabilidad de la perenne imagen rebelde imberbe, siendo siempre divertida la auscultación desinhibida de la modernidad veinteañera, además por la pantalla pasan los tipos más extravagantes que se pueda uno imaginar, un muchacho que es repartidor de pizzas y que escucha voces inexistentes producto de un servicio militar estricto, un tipo grueso que vende películas para adultos y le llaman Sandía que suele dar explicaciones cinematográficas ridículas, un melenudo que maneja el habla con despilfarro incontenible, una persona con discapacidad mental que busca a su perro secuestrado en un carrito de compras, un chiquillo que todo el tiempo está dándole a la pelota, amigos del hermano de Sebastián que son matones discretos y aficionados a las drogas, entre tantos personajes que se van presentando como en un circo de extraños, que no son más que parte de la radiografía de la nueva camada contemporánea de pequeñas joyitas que pululan por nuestro planeta.

El trío de protagonistas atraviesan diversos contratiempos y aventuras sin salir de las pocas cuadras que forman su espacio común. Vemos su forcejeo voluble y voluntario en el quehacer diario, sus gracias y ocurrencias, todo bajo un sentido espontáneo con esa llaneza propia de la edad. Los acontecimientos son muchos y nos dibujan de cuerpo entero las personalidades bárbaras y delirantes que no saben resolverse con mayor acierto, los que son como barcas arrastradas por el mar bajo la gloria de la tontería en estado puro.

Tienen todas las características de movilización autómata y restringida de cierta inventiva, sólo sabiendo vagabundear, tomar cerveza, fumar, tocar el timbre y correr, disfrutar del programa de Don Francisco sentados en el sofá, tener sexo, soñar con tenerlo y verlo en televisión, escuchar música como “Make up your mind” de la banda uruguaya de los sesenta “los Mockers”, interrelacionarse con personas estrambóticas, depender de labores molestas y hacerlas por ende con desgano y además rompiendo las reglas, simplemente echando a rodar pero con vitalidad, sin melancolía y con el entusiasmo ciego de la poca meditación, del antojo, del instante, de la superficie, y sin embargo con cuanta tranquilidad, naturalidad y felicidad.

viernes, 2 de septiembre de 2011

La ventana indiscreta

Clásico indiscutible, muy popular dentro del mundo cinematográfico, perteneciente al director británico Alfred Hitchcock, maestro del suspenso, que está dotado de una filmografía muy rica y admirada alrededor del orbe. Cuenta con la hermosa Grace Kelly, una de las rubias más idealizadas del séptimo arte, sueño de tantos hombres, provista de una belleza en la cual faltan adjetivos para alabarla. Y con James Stewart, el actor del rostro inteligente.

En la película se nos narra que un fotógrafo que viaja por el mundo de nombre Jeff está en reposo en su apartamento tras llevar una pierna escayolada, siendo en medio del tedio que empieza a espiar a todos sus vecinos, y a modo de recreación descubre una fascinante gama de personajes que pululan por los edificios de enfrente a su hogar, como la dama solitaria, el pianista fracasado, la bailarina avispada y en particular un misterioso hombre del cual intuye ha asesinado a su convaleciente mujer.

A partir de ese momento, Jeff (James Stewart), empezará a hacer conjeturas sobre aquel “asesino”, observando cada movimiento que ejerza, junto con su novia Lisa (Grace Kelly), con la que se convertirá en espía de aquellos actos ajenos. En medio de la trama hay un pequeño drama casero, Lisa es una mujer perfecta según la definición de Jeff, ella es guapa, adinerada, sofisticada y culta, trabaja en el círculo de la moda, lo que la hace un poco superficial. Lisa sólo ansia casarse con su pareja, sin embargo Jeff no está muy convencido ya que suele viajar en condiciones precarias y destinarse a una actividad riesgosa, por lo que le parece que su vida es incompatible con el estilo distinguido de su bien amada. Y de ello que estén envueltos en una encrucijada con respecto a su relación.

La confidente de nuestro fotógrafo resulta ser la criada y enfermera que viene a hacerle masajes y a prepararle el desayuno, Stella (Thelma Ritter), una mujer campechana y hacendosa pero provista de una lengua viperina y cáustica. Stella también es participe de la vigilancia de Lars Thorwald (Raymond Burr), el supuesto homicida. Por último hay un cuarto personaje atento al espectáculo que otorga la ventana indiscreta aunque incrédulo al crimen que se le atribuye a Lars, se trata del detective Thomas Doyle (Wendell Corey), antiguo amigo de Jeff.

Mientras vemos la cotidianidad de nuestro enclaustrado protagonista, que curioso observa todo lo que sucede alrededor por binoculares o por la lente de su cámara de largo alcance, Hitchcock va alimentando nuestra sospechas con las acciones que se divisan desde el cristal del domicilio de Jeff, pero a su vez desestabilizándolas con argumentos contrarios, generalmente ésta contraparte proviene de Doyle que con sus pesquisas técnicas tratan de desmentir toda hipótesis. En esa discusión que provoca la ambigüedad de un suceso no esclarecido, ni siquiera asumido oficialmente, que parte de una interpretación algo ligera y privilegiada, yace el leitmotiv de la película. Suficiente para fabricar una historia provista de mucho temple, indagación, vaivenes discursivos, aplicada diversión y sobre todo mucho suspenso.

La obra es sencilla en sus postulados creando un in crescendo a medida, agregando pistas, distrayéndonos, atrayéndonos, haciéndonos cambiar de parecer continuamente, con una esencia cargada de una inocencia rayando en lo hermoso tan característico de éste cine clásico rotundo y sin complejos, de amable trato con el espectador que rápidamente interviene en toda la realización. Ésta es una obra maestra que ha sido aclamada por crítica y público. Tiene una estructura de orfebrería que a manera de cuento accesible a todos hace hincapié en el misterio, sólo que otorgándole cabida a otros temas secundarios en la relaciones de pareja, en la socialización humana, en el deber para con el prójimo, en nuestra humanidad diaria, pero sin obligarnos a asumirlo por descontando sino viéndolo discretamente, porque el esquema de Hitchcock está desprovisto de enseñanzas rimbombantes aunque claramente se le ubica si prestamos atención, es un tómalo o déjalo, un aprovéchalo si lo captas, porque el maestro no se hacía problemas de ningún tipo, tenía una osadía de gigante.

Como plato fuerte sigue la ruta de un thriller que se rige bajo la regla de emular el teatro con todo ese garbo e histrionismo aceptado y consciente, pero que aún así mantiene su proximidad con cualquier individuo promedio, con un producto que justifica por completo su destino, lo que define el cine de éste estupendo director amado e idolatrado con justa razón.