Ésta es la primera película de los uruguayos Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, prometedora dupla que quedó trunca tras la muerte de éste último que se suicidó en su vivienda a los 32 años de edad, dejando un trabajo conjunto de sólo dos películas, aunque Stoll continúa su labor de cineasta. 25 Watts (2001) significó un debut auspicioso lleno de elogios a pesar de su tono ligero, y es que la buena factura, la verosimilitud de la trama, su solventada chispa e irreverencia y su empatía juvenil logran compenetrar al espectador.
La historia nos retrata 24 horas en la vida de tres mejores amigos. Uno de ellos se le conoce como Leche, un joven apuesto, pero bastante desordenado e informal que anda enamorado de su maestra particular de italiano que está comprometida y lo ignora olímpicamente; Leche comparte un viejo apartamento con su abuela minusválida mental a la que trata con burda indiferencia y no carente de comicidad. Otro es Seba, llamado “Marmota chico”, en una hilarante secuencia; Seba es el lento del grupo al que le caen las bromas constantemente y se mete en incontables circunstancias incómodas; suele tomar de referencia intelectual a un tío que murió batiendo un récord Guinness de comer mayor cantidad de huevos sin detenerse; se destaca uno de sus periplos particulares con un vídeo pornográfico, nunca ha visto uno y en esa trayectoria se encuentra casi raptado por unos cómicos drogadictos conocidos de su hermano, un ídolo en el barrio. El tercer muchacho es Javi, el único que no tiene la apariencia de ser un total vago, trabaja con un carro ajeno promocionando un restaurante de pastas mediante un altavoz; está atrapado en el conflicto de separarse de su desamorada pareja y perder su hámster y las facilidades que proporciona su noviazgo con el sexo.
25 Watts está hecho en un bello y elegante blanco y negro, los escenarios son las calles austeras de Montevideo, el relato es una típica observación de la cotidianidad lumpen, estrafalaria y callejera propia de la juventud descaminada que respira solo del día a día con alegre libertad y alevosía. Uno inmediatamente se identifica con lo que ve por haber sido similar alguna vez o por haber visto mucha gente parecida o porque es un lugar común solo de cierta variabilidad de la perenne imagen rebelde imberbe, siendo siempre divertida la auscultación desinhibida de la modernidad veinteañera, además por la pantalla pasan los tipos más extravagantes que se pueda uno imaginar, un muchacho que es repartidor de pizzas y que escucha voces inexistentes producto de un servicio militar estricto, un tipo grueso que vende películas para adultos y le llaman Sandía que suele dar explicaciones cinematográficas ridículas, un melenudo que maneja el habla con despilfarro incontenible, una persona con discapacidad mental que busca a su perro secuestrado en un carrito de compras, un chiquillo que todo el tiempo está dándole a la pelota, amigos del hermano de Sebastián que son matones discretos y aficionados a las drogas, entre tantos personajes que se van presentando como en un circo de extraños, que no son más que parte de la radiografía de la nueva camada contemporánea de pequeñas joyitas que pululan por nuestro planeta.
El trío de protagonistas atraviesan diversos contratiempos y aventuras sin salir de las pocas cuadras que forman su espacio común. Vemos su forcejeo voluble y voluntario en el quehacer diario, sus gracias y ocurrencias, todo bajo un sentido espontáneo con esa llaneza propia de la edad. Los acontecimientos son muchos y nos dibujan de cuerpo entero las personalidades bárbaras y delirantes que no saben resolverse con mayor acierto, los que son como barcas arrastradas por el mar bajo la gloria de la tontería en estado puro.
Tienen todas las características de movilización autómata y restringida de cierta inventiva, sólo sabiendo vagabundear, tomar cerveza, fumar, tocar el timbre y correr, disfrutar del programa de Don Francisco sentados en el sofá, tener sexo, soñar con tenerlo y verlo en televisión, escuchar música como “Make up your mind” de la banda uruguaya de los sesenta “los Mockers”, interrelacionarse con personas estrambóticas, depender de labores molestas y hacerlas por ende con desgano y además rompiendo las reglas, simplemente echando a rodar pero con vitalidad, sin melancolía y con el entusiasmo ciego de la poca meditación, del antojo, del instante, de la superficie, y sin embargo con cuanta tranquilidad, naturalidad y felicidad.