jueves, 15 de agosto de 2013

Érase una vez yo, Verónica

El tercer filme del director brasileño Marcelo Gomes, tras Cine, aspirinas y buitres (2005) y Viajo porque debo, vuelvo porque te amo (2009) es una de las películas destacadas del 17 Festival de Cine de Lima. El que tiene un tema muy actual, el ser totalmente libre en nuestro hedonismo y sensualidad, el saber afrontarlo frente a los requisitos de la sociedad, presentándose como parte de una crisis existencial en donde no comprometerse con una pareja resulta mortificante cuando el padre de la protagonista, de Verónica (Hermila Guedes), sufre de una enfermedad terminal y ella siente que él está inquieto por su futuro afectivo. Pero no solo es eso, sino que la responsabilidad laboral le implica soportar la tensión de sortear y curar el mal de los pacientes que le ha tocado ver y ayudar en su vocación, la de médico psiquiatra, sumando a su padecimiento mental el hecho de hallarse o no realizada en dicha profesión, si es que podrá asumirlo sin sentirse agobiada, deprimida.

Ese es el meollo del asunto, y lo importante es cómo está presentado y resuelto en pantalla, con una Hermila Guedes, como bien dijo Marcelo Gomes en la presentación de su película, entregada en cuerpo y alma a la interpretación que le corresponde, y quien es el filme en sí, como quería el director brasileño de dedicarlo ésta vez a una mirada femenina, aunque la lucha con las limitaciones que parten de afuera y la depresión que viene de uno (esa que muchas veces no lleva justificación, que destruye lo que escogemos para hacernos feliz o se refracta en ausencias), el reconocerse, el yo primero y luego todos (como ese grupo en la playa de donde parte y termina el filme), sean sus leitmotiv.

Tratando –y lo logra- de ser una trama  y protagonista emotiva y visceral sin ser eminentemente melodramática, usándose en momentos claves la técnica cinematográfica de la toma muy próxima, comprometida, cóncava, aunque algo molesta de acostumbrar, para ponernos como dentro de las escenas y sentir la empatía del personaje; ser ella mientras dura la película y llevarnos dentro la reflexión de la historia. También el movimiento de la cámara aporta –como en el ómnibus a flor de robarle a la calle su personalidad, su realismo (aunque el filme tiene una notoria construcción cinematográfica y estética), su tensión y su vitalidad, características que serán importantes y predominantes en el filme- y cierta rusticidad que aflora constantemente dentro de la argumentación, que no pretende ser vulgar sino compleja, siendo la sensualidad algo visto sin ningún prejuicio, con una mirada muy abierta, muy contemporánea, en donde su liberalidad no tiene morbo y aunque es lujuria pide ser más en cuanto a su austera general definición, que no se estimula en ningún tipo de negatividad o critica, habiendo varias escenas candentes, muy visuales, cercanas y tórridas, quedando el acto trascendiendo en ser un acontecer liberador que contiene la felicidad misma, la erradicación del dolor y las culpas u obligaciones, el vivir la fuerza de la existencia que yace en la llaneza impoluta de los sentidos, del juego que hablaba Esther en alguna parte (2013), pero lo que es en sí sin ninguna abstracción que no sea goce y tal cual concebirse como atributo mayor, no estamos hablando de amor.

La escena de una orgía a pleno sol, en un inicio en parte chocante y más tarde asumible bajo otra perspectiva más amplia tras ser argumentada en la trama, que suena en parte polémica aunque en estos tiempos casi nada ya sorprende, mientras el tono amable de su recreación, sin cargar la escena, muy fresco, transparente aunque embellecido en inocencia y “paradójicamente” muy sano, combate lo que se suele profesar al respecto, que es muy acorde con la imagen del brasileño fogoso y sumamente permisivo con el entendimiento de los cuerpos; que en sí es la verdad de los nuevos tiempos que quieren romper con cualquier restricción de intimidad sexual hasta llevarlo al plano de la cotidianidad social y general, viéndose como un juego donde la libertad fuera su bastión más alto y representativo (pero sin perder la admiración y su complicación aun siendo un adalid de la carne; como lo refleja una poética cavilación de Verónica, un beso con lengua es hacer el amor y se lo da a un extraño).

Resalta ese mar que se aleja de ese fondo secundario de concreto resultando purificador, dominando y superando por completo el entorno, y al igual pasa en esa imagen de un edificio impersonal que hace escuchar una voz en medio de esa jungla, mostrando una identidad que se hace ver dentro de ese urbanismo que acostumbra ser tan doblegador, fusionándose pero respetando la independencia y la individualidad de cada persona. La pureza y claridad que llega con el agua cuando flota Verónica es una de las escenas más logradas que se puede recordar del filme, la sanación que identifica al ser humano en su naturaleza, en su regocijo con el placer donde subyace su alegría e intensidad, a contracorriente de la dureza de las calles de Recife, de las enfermedades que nacen a su vera, donde el bullicio y la luz multicolor, la ceguera de hallarse entre la multitud y los efectos de una discoteca desaparecen para el predominio de una canción emotiva, significativa, en la hora de una personalidad identificada, en un filme muy musical, con una banda sonora que más que un acompañamiento, se infiltra en la trama y se asume en la propia voz de Verónica.

La protagonista, paciente de sí misma, debe hacer una catarsis, una introspección existencial, para gritar la resolución de ser ella en toda decisión y orgullo, ya que las ataduras son finalmente propias. Las crisis y los problemas sirven, son retos de aprendizaje, por ello la enfermedad del padre le permite reflexionar más que sobrecargarse, aunque primero padece sin tregua, lo que termina siendo una expurgación de si es que está haciendo lo correcto e intentar ver el mundo distinto, para el caso reforzar su instinto, en una nueva mirada más segura y clara.

Un filme fácil pero bueno, con una cotidianidad y esencia que atacan pero que resuelven una personalidad, y así, al final Verónica dice, ya no le haré caso al dolor y es feliz en la arena, el mar, con sus amigos, y con el sexo, lo que para ella le revitaliza, le enfunde fuerza y vida, y no es que estemos totalmente de acuerdo con su visión pero su vigor (en donde se libera) y la historia en sí de su pequeña crisis, como la forma de contarlo, bien merecen la confabulación del entusiasmo. En lo que es un cuento más del séptimo arte comprometido con nuestra humanidad, éste de existencialismos muy modernos, propio del siglo XXI, en dos de las temáticas fundamentales de la sociedad actual, el trabajo (lo que yace en lo convencional aunque tampoco es que se aborde mucho, viendo que el mundo tiende a ahogarnos en buena parte, de ahí que se vea una metáfora en el flotar de Verónica en el agua bajo la desnudez física y el alma) y el sexo (que no las relaciones afectivas, y eso como está exhibido y defendido es una “audacia”, sacándole la vuelta a la seria concepción hegemónica del existencialismo, y al romanticismo, aunque Verónica a ratos sea muy poética, y exude melancolía), que se hace sumamente cautivante en una frescura y ligereza muy bien justificada. Y que a más de un joven le contentará; será como hacer escuchar la voz de una generación que no teme la constancia de la aventura sin ataduras, sino que la enarbola y la entiende como una razón más de vitalidad.