martes, 13 de agosto de 2013

Wakolda

Del 17 Festival de Cine de Lima he podido observar 14 de las 18 competidoras de la sección oficial de ficción, y la más apasionante es Wakolda (2013) de la directora argentina Lucía Puenzo, y la que de ser jurado le otorgaría el premio mayor. Como he mencionado antes, el nivel estético del cine argentino en sus propuestas destacadas –ya que hacen mucho cine al año- es extraordinario, pero si a éste le agregamos una historia tan entretenida y atrapante como esta, y que versa sobre la condición humana y la “ambigüedad” del ser humano, estamos ante una obra de arte, y es que en los últimos minutos de ese hidroplano despegando y escapando con la revelación de transportar a uno de los hombres más monstruosos que ha tenido la humanidad, el médico, antropólogo y genetista nazi de la SS Josef Rudolf Mengele, conocido como el ángel de la muerte, uno no puede dejar de sentir emoción de haber presenciado una historia que como esa avión va subiendo hasta perderse en el cielo.

No es una historia compleja de entender sino una muy clara, y esto aquí se devela como contundencia y es elogiable. Si algo puede ser inteligente con apertura que más se puede pedir, es como la esencia misma de la transmisión de la sabiduría ideal. Y no puedo  mentir, se trata de un filme cautivante aunque sencillo. No obstante posee múltiples matices el personaje que se nos describe y su relación con una familia argentina cuando éste doctor alemán nazi visita Bariloche y decide quedarse en su hospedaje dentro de una comunidad teutona. Más adelante sabremos oficialmente quién es y el repudio aflorará innegablemente, sin embargo en él se albergan preguntas que rompen con los estereotipos de lo que tendemos a calificar tan polarizado como el bien y el mal.

Siempre nos sorprenderá que un hombre tan cruel, un asesino, sea capaz de tener un lado de “humanidad”, sentimientos nobles, compartiéndolos dentro de  una personalidad despreciable y criminal por otro lado; como velar por una niña que tiene problemas en el crecimiento y hacer todo por ser un tipo afable con su parentela para poder trabajar con ella y ayudarla a su vez, exhibiéndose cariñoso, sumando una apariencia dócil, educada, mientras se es una persona culta, profesional en sentido de su amplia capacidad, de donde nace la gran duda de la virtud en el idealismo ideológico que solemos concebir en el interior de la sociedad, el planeta y el hombre, siendo arduo de ver muchos atributos dignos de admiración en quien no posee ética ni moral, en quien no lo merece o no debiera poseerlo, como si estuviera ausente la justicia o coherencia divina, aunque más compete al libre albedrio y a esa sensación de que el éxito o el don es solo una pieza de un engranaje mayor que debe concebirse.

Uno se da cuenta que está frente a una ficción y es que el cine es mucho un lugar para el cuento, donde se tejen distintas historias y se busca como prioridad nuestra complicidad primaria, emocional; no necesariamente con los personajes sino con la trama y el entretenimiento en pantalla. Se basa en la obra homónima de quien la revista Granta ha considerado como una de las 22 mejores escritoras en español de la actualidad menores de 35 años, y que lleva en la sangre el arte del cine, hija de Luis Puenzo, el que ganara el primer Premio Óscar a mejor película extranjera de Argentina en 1986 por La historia oficial.

Uno sabe que el arte tiene su propia introspección. Su fabulación cinematográfica o literaria sirve para entender la historia y la realidad misma. A veces –sin temor a equivocarme- mucho más que haciéndolo científicamente pero en otro nivel, en donde la libertad de la introspección versa sobre la reflexión de la condición humana, poniendo escenarios donde se analizan abiertamente las esencias.

Lucía Puenzo ha tomado datos fehacientes, hechos verídicos y los ha mezclado con hipótesis  -hasta conformar la de su autoría en su literatura, con la libertad que eso conlleva-; información suelta, fragmentada o sin confirmar hilan su ficción. Se sabe que Mengele vivió en Argentina, y Bariloche en una época albergó al nazismo, convivieron los lugareños con esa ideología y hasta se sabe que más tarde se les ayudó a esos genocidas a esconderse en el país. Fue él un “prófugo” de la ley, por criminal de guerra. Entre comillas porque durante mucho tiempo ni se le buscó y estuvo circulando con su nombre verdadero hasta que la Mosad (servicio de inteligencia israelí) decidió ponerse tras sus pasos una vez descubierto que vivía. Él estuvo ejerciendo la medicina y sus conocimientos en el campo de la ciencia durante las más de tres décadas que estuvo en Latinoamérica escondido hasta su muerte.

Como vemos en el filme se utiliza esta noción, repitiendo sus prácticas médicas en los gemelos de las embarazadas, un arraigo de su “maldad” en una fachada de bondad, de servicio y entrega a su labor científica, que subyace en su esencia de creer en sus investigaciones por encima del derecho indisoluble a la existencia de todos que se quebraba en varios estatutos nazis, a raíz de un fin último y posterior, una cierta contradicción con respecto a la salvedad de la vida humana, que suena intratable dentro de una cuestión existencial.  

El filme no nos muestra el lado siniestro del protagonista; esto se dará por hecho, por la respuesta emotiva intrínseca a través del conocimiento previo y universal. En ese lugar entra a tallar la autoría, el arte, a través del uso de la ambigüedad que tiene de neutral en su descripción aunque el tipo no dejar de ser él mismo, pero se amolda a un nuevo lugar y a tretas, ¿quiere o no a la niña, realmente; a Lilith (Florencia Bado)?, ¿Nos podemos enamorar de un monstruo?, ¿qué comprende naturalmente a un ser humano?

Vivimos una “nueva” lectura en la audacia de quien, aunque más importa cómo, es el protagonista, notando que el tipo no solo está simplemente viviendo sino ejerciendo su esencia pero discretamente. Mientras con el padre de Lilith, con Enzo (Diego Peretti), estaremos alertas, porque nada es gratuito en un buen filme; la cantidad de consciencia notoriamente puede aumentar pero es ineludible la sombra de la desconfianza y en ello se ha escogido no ser facilista, creándose luego la dificultad de juzgar, roto el estereotipo, o como puede tender a pasar, a ver la iniquidad no solo mediocre. Surge la audacia al entender la “trampa”, aunque podemos rendirnos solo a odiarle que sería muy poco ya que se es más despierto viendo que el mundo es más arduo de comprender de lo que creemos, maravillados por un protagonista complejo aunque macabro y deleznable. 

La niña tiene su sub-trama como el patito feo que siente admiración y afecto por una figura de esas que marcan la vida, y creo ver incluso que a él también le pasa de alguna forma (ya me olvidarás dice paternalmente); hay un rato conmovedor aunque puede haber una lectura de frialdad más satisfactoria a nuestras concepciones generales, como en esa metáfora de la muñeca con el corazón artificial, con Wakolda, que no tiene realmente humanidad sino un órgano muerto, habiendo solo el efecto aparente de albergar sentimientos, porque todo se hace más difícil al ser Mengele, y es razonable sentirnos así ni se pide lo contrario –estamos ante una fabulación- pero se da idóneo perpetrar un análisis complicado contrario al maniqueísmo cuadriculado, para flirtear con el poder de la imaginación y las distintas caras humanas. Es una historia curiosa aun siendo una temática, la del nazismo muy explotada, de la mano de una historia de crecimiento que plantea ser más minucioso en cuanto a juzgar a otros, que claro, apunta más a lo que solemos admirar y querer, poniéndonos en la piel de Lilith.

Merecen un especial aplauso todos los actores, como cuando termina una función y la verdadera emoción nos hace agradecer, sobre todo Àlex Brendemühl que hace de este monstruo escondido tras el falso nombre de Helmut Gregor. Seguido de un convincente y natural debut de Florencia Bado, que desde ya es una promesa. Así mismo para la guapa Elena Roger como Nora Edloc, una archivista y fotógrafa que quiere atrapar a Mengele. También para Diego Peretti y su cansado semblante que esconde la perspicacia y la ética, los valores ante todo. Y para Natalia Oreiro, contenida para bien, y dramáticamente efectiva.

Estamos ante un filme que como cine de entretenimiento es el camino que debiera seguirse como modelo en Latinoamérica porque se pone al nivel del mejor séptimo arte en cuanto a la llegada al público sin perder autoría, con sustancia, calidad estética, descripciones seguras, una historia creativa y atrapante, buenas actuaciones y una ambientación congruente.