El director argentino Santiago Loza que ya ostenta 5 filmes
de ficción y 1 documental dentro de su filmografía nos presenta la historia de
Liso (Lisandro Rodríguez) que tras salir de un hospital psiquiátrico no tiene
ningún interés en la vida, y como le dice su padre en una precisa línea, todo
hombre necesita de alguno (para sobrevivir y ser feliz, sino se es como un
autómata). En adelante vemos que el joven protagonista es un hijo mimado de
buena posición social y querido por toda su familia, especialmente por una
madre preocupada y cariñosa aunque a él le sea algo indiferente, mientras socialmente
es un cero a la izquierda, está como aislado y solitario. Sus relaciones con
las mujeres son conflictivas por su propia naturaleza, por su enfermedad mental.
Su parsimonia solo se siente feliz saliendo a pasear en moto con su abuela,
compartiendo silenciosamente atenciones con su nana y empleada boliviana, yendo
a practicar tiro con su progenitor o simplemente pasando el tiempo sin hacer
nada importante.
Estamos ante la
narración de un ser vacío que grita tácitamente por un rumbo, pero que no sabe
por dónde empezar, no posee nada que lo dirija, y será un metafórico y literal lugar
altiplánico y pobre de un país de Sudamérica el que le será propicio (en donde
se puede ver una lectura común en la superficialidad e inefectividad del dinero
para la realización personal). Es una historia muy simple que se limita a
reflejar la idiosincrasia de Liso, en esa coyuntura invernal de inmovilidad,
con un notorio toque de autor en el proceso, sin música de acompañamiento y una
sequedad/frialdad incluso expresiva, aunque contextualmente haya una intensidad
y emotividad soterrada, calmada por la medicación y por ese deseo de que nadie
interfiera en su vida, como el mismo Liso hace ver en una respuesta
“indirecta”; no le gustan las personas que le hacen preguntas.
El periplo es apagado y se remite a movimientos mínimos,
tanto que el nexo con Sonia, la ama boliviana, no es algo que sea tan vistoso y
es como un descubrimiento cuando vemos un arrebato suyo en derredor de ella, siendo ese lapso lo que ha estado acallando adormecido, esa impaciencia e
inquietud que iba gestándose en el espectador. Es un filme pequeño que brillará
por su empatía, aunque sea bastante discreta, en un ejercicio de autor en la
forma, pero bastante claro y hasta en parte repetitivo como trama, apuntando a
surcar una etapa existencial, a la que podemos remitirnos todos, cuando nos
hallamos metidos en la introspección de nuestro mundo, dándose la meditación de
nuestro interior a través del ecran vislumbrado tras la cotidiana y sencilla
simpleza de estar ahí viviendo, hasta parar y notar que rodamos sin pensárnoslo
(si no apelamos a las distracciones intrascendentes), tanto que en el
protagonista el acostarse con una prostituta, ejemplo de vaciedad, y estar
proclive a sus impulsos inconscientes es la crónica de una muerte anunciada
desde el título, hacia éste. Inminentemente se debe cambiar, se debe sanar
emotivamente y rehacerse uno.
La Paz es una propuesta atractiva en su temática pero finalmente
poco curiosa en la práctica, subyace además en cierta reiteración artística, la
de la enajenación, aunque utilice solo un único instante visual de locura –el
resto se intuye en el comportamiento distraído del protagonista y se anticipa
con saber que sale de un psiquiátrico- y se adscriba a ese intermedio después del
abismo y antes de la luz; de ahí que tenga un halo de madurez, mientras recurre
a un minimalismo diáfano y algo plano, evitando ser rompedora tanto para bien
como para mal.
No está mal, pero requiere de mucho más para cautivar el
entusiasmo del público. Sin embargo, deja tarea, en un fuera de cámara
personal; uno termina sintiéndose como en un cuarto vacío de paredes blancas y
eso ya representa algo que elogiar, y verla digna de la competencia oficial de
ficción del 17 Festival de Cine de Lima.