Reviso una propuesta denominada off the record como la mejor película del año dentro de las 31 cintas peruanas que se estrenaron el 2012, 8 comercialmente y 23 por vía alternativa, en cineclubs y en provincia. El documental y ópera prima de Rafael Polar.
Un filme netamente nacional, popular, y vamos
entrando más a fondo: criollo, familiar antes que bohemio, de callejón como el
mismo se atribuye, jaranero, sano aún entre menciones de juerga con cerveza, que
no recurre a los nombres más vendedores del medio –que yacen en vistosas peñas-
sino a ese grupo no oficial que vive una pasión diaria solventándose la vida por otros medios, en la que cualquier pretexto es bueno para
celebrar una fiesta con cajón y guitarra; en donde la improvisación con unas
cucharas importa (es sonido y ritmo); donde existe la tradición de generación en
generación y cualquiera es aceptado (de rasgo multicultural); donde se canta e
inmortaliza a la hija fallecida, Francisco “Chiquito” Rodríguez le dedica “Flor
de María”; donde se comen ricos y abundantes platos criollos. La humildad brilla junto con el talento, en que Ruben
Blades denomina un tour latinoamericano suyo en recuerdo de uno de esos inmortales discretos criollos con los que sintió un
vínculo natural apenas conociéndolo, en aquel tímido y admirado Lorenzo Pedraza.
Como expresa el guitarrista e investigador Willy Terry, perenne cómplice de la música criolla y
participe recurrente del documental, no se trata de un día -el 31 de octubre- sino de toda una
existencia, que equivale a tradición, reunión, amistad, identidad, intimidad, a la alegría que corre por las venas de celebrar la vida, gozar de
ella, lejos de cualquier encasillamiento en una idiosincrasia económica y
política, siendo cuestión de sentimiento, el que se plasma en sus letras
sencillas y es vital en su cobijo.
16 canciones son el homenaje del documental a su hilo
conductor, a esa pasión musical que hace llorar a un niño conmovido con el
canto de su gente, en recuerdo de un querido familiar, Carlos Abán, padre de Eduardo “Papeo” Abán que yace en la escena con su noble y alegre cajón; dos importantes gestores de distinta generación dentro de la cultura que se contextualiza. Un registro
cinematográfico que se labra en 12 capítulos entre relatos de los personajes
que lo materializan sin que pesen primero sus nombres, aunque son vastamente reconocibles
dentro de una comunidad de amigos y compañeros de parranda, piezas que se unen y
se complementan, un grupo que simboliza la esencia de la gesta del filme, ese
que rehúsa a mitigarse en una única fecha al año, ese que no es sólo turismo o
dinero, ese que sigue vivo y coleando aun cuando la mayoría de sus
escuelas de barrio cierran sus puertas.
Un filme que respira vida por cada parte de su metraje, hay muchos
momentos emotivos que se despiertan en la espontaneidad de una cámara que
parece ser invisible al artificio y que aparece en el momento justo, plasmando
ese amor verdadero que viven estos compatriotas al celebrar la música criolla,
bajo un aire de evocación que va y vuelve eterno-atemporal, con esos viejos tocando modestamente
pero con intensidad, tanto que parece que no está menguando la música criolla cuando
lo está haciendo, sino que el legado jamás morirá
porque la felicidad del barrio yace en sus estrofas.