lunes, 11 de abril de 2016

El hijo de Saúl

Película húngara dirigida por László Nemes, quien fuera asistente de dirección de Béla Tarr en El hombre de Londres (2007). El hijo de Saúl ganaría el Oscar 2016 a mejor película extranjera, y el gran premio del jurado y el fipresci en el festival de cine de Cannes 2015, propuesta que tiene la particularidad de tener la pantalla en un formato casi cuadrado, aun rectangular, un tamaño menor al que se acostumbra en el cine, con lo que provoca presión. Y que en buena parte del metraje esté en primer plano nuestro protagonista, Saul Ausländer (Géza Röhrig, de trascedente rostro compungido), prisionero de  Auschwitz, como teniendo la cámara al hombro y yendo a su ritmo, ajetreado, acelerado, en largas tomas, cuando los contornos y la realidad del terrorífico campo de concentración yacen desenfocados desde su predominancia motriz y figurativa, ocultando parcialmente toda la brutalidad nazi, ya que llegamos a observarla en varias formas, habiendo una cierta disposición de equilibrio en ese respecto, aunque no tan perfecto (mermado el salvajismo, como quien yace en medio de una carnicería metido dentro de un submarino con toda la presión del trayecto en su cabeza, pero en otros tiene de bastante explícito con tanto cadáver regado, removido y manipulado, o en la eliminación común y despreocupada que llega a filmarse, y ese sentir de que la vida vale tan poco en el trato de los soldados alemanes), de lo que tranquilamente se puede vislumbrar indirectamente lo que sucede con la pantalla difuminada, haciendo trabajar inmediatamente a la mente en esa condición, a la vez que mediante los descriptivos y poderosos sonidos, o a través del trabajo de Saul y la humillación perenne que le profesan.

Saul es un Sonderkommando, un prisionero encargado de la limpieza del territorio de los hornos crematorios, a cambio del privilegio de prolongarle la vida, enterado de lo que le sucede/sucederá a los otros judíos, por lo que el nivel de crueldad en el entendimiento de aquella posición de supervivencia es de un grado mayúsculo, con respecto a la falta de humanidad, frialdad, a la putrefacción moral que se le impone a este especie de esclavo, como el otorgamiento de otro tipo de horrenda pequeñez, provocando culpa, una cierta complicidad, esa que en la locura de enterrar a un niño muerto intenta el protagonista vencer, recobrando un sentido y purificación en medio de tanta corrupción e iniquidad, en la que representa una acción de liberación y entrega, de ahí que Saul arriesgue la vida repetidamente por esta aparente absurda decisión, lo que apunta a humanizarnos dentro del peor escenario, cuando este busca propagar lo contrario, volvernos unos muertos vivientes, que se pierda el alma, con lo que me recuerda a Aurora (2014), donde adoptar a un (bebé) cadáver abandonado en un basurero parece también una acción extraña, descabellada e inútil; para lo que El hijo de Saúl clama por otro tipo de humanidad y enorme esfuerzo, habiendo también el simbolismo de una salvación general, tanto como una individual (la del cadáver), de la mano de la propia, el polo aumenta en uno y disminuye en el otro (el yo, y a quien se rescata espiritualmente), pero atienden semejanzas entre dichas películas (de diferentes estéticas y estilos, pero ambas muy elogiables), en su particular sacrificio personal en aquellos actos unitarios sobrehumanos o excepcionales que reivindican al mundo, el nuestro, el de todos.