Película húngara dirigida por László Nemes, quien fuera
asistente de dirección de Béla Tarr en El hombre de Londres (2007). El hijo de
Saúl ganaría el Oscar 2016 a mejor película extranjera, y el gran premio
del jurado y el fipresci en el festival de cine de Cannes 2015, propuesta
que tiene la particularidad de tener la pantalla en un formato casi cuadrado,
aun rectangular, un tamaño menor al que se acostumbra en el cine, con lo que provoca presión. Y que en buena
parte del metraje esté en primer plano nuestro protagonista, Saul Ausländer (Géza
Röhrig, de trascedente rostro compungido), prisionero de Auschwitz, como teniendo la cámara al hombro y
yendo a su ritmo, ajetreado, acelerado, en largas tomas, cuando los contornos y
la realidad del terrorífico campo de concentración yacen desenfocados desde su
predominancia motriz y figurativa, ocultando parcialmente toda la brutalidad nazi,
ya que llegamos a observarla en varias formas, habiendo una cierta disposición de
equilibrio en ese respecto, aunque no tan perfecto (mermado el salvajismo, como
quien yace en medio de una carnicería metido dentro de un submarino con toda la
presión del trayecto en su cabeza, pero en otros tiene de bastante explícito con
tanto cadáver regado, removido y manipulado, o en la eliminación común y
despreocupada que llega a filmarse, y ese sentir de que la vida vale tan poco
en el trato de los soldados alemanes), de lo que tranquilamente se puede
vislumbrar indirectamente lo que sucede con la pantalla difuminada, haciendo
trabajar inmediatamente a la mente en esa condición, a la vez que mediante los descriptivos
y poderosos sonidos, o a través del trabajo de Saul y la humillación perenne
que le profesan.
Saul es un Sonderkommando, un prisionero encargado de la
limpieza del territorio de los hornos crematorios, a cambio del privilegio de
prolongarle la vida, enterado de lo que le sucede/sucederá a los otros judíos,
por lo que el nivel de crueldad en el entendimiento de aquella posición de
supervivencia es de un grado mayúsculo, con respecto a la falta de humanidad,
frialdad, a la putrefacción moral que se le impone a este especie de esclavo,
como el otorgamiento de otro tipo de horrenda pequeñez, provocando culpa, una
cierta complicidad, esa que en la locura de enterrar a un niño muerto intenta el
protagonista vencer, recobrando un sentido y purificación en medio de tanta
corrupción e iniquidad, en la que representa una acción de liberación y entrega,
de ahí que Saul arriesgue la vida repetidamente por esta aparente absurda decisión,
lo que apunta a humanizarnos dentro del peor escenario, cuando este busca propagar
lo contrario, volvernos unos muertos vivientes, que se pierda el alma, con lo
que me recuerda a Aurora (2014), donde adoptar a un (bebé) cadáver abandonado en
un basurero parece también una acción extraña, descabellada e inútil; para lo
que El hijo de Saúl clama por otro tipo de humanidad y enorme esfuerzo,
habiendo también el simbolismo de una salvación general, tanto como una individual
(la del cadáver), de la mano de la propia, el polo aumenta en uno y disminuye
en el otro (el yo, y a quien se rescata espiritualmente), pero atienden
semejanzas entre dichas películas (de diferentes estéticas y estilos, pero
ambas muy elogiables), en su particular sacrificio personal en aquellos actos
unitarios sobrehumanos o excepcionales que reivindican al mundo, el nuestro, el
de todos.