Un perdedor que intenta convertirse en actor y falla
estrepitosa y “cómicamente”, encuentra un trabajo vendiendo electrodomésticos,
tiene una pareja bella y loca (Fanny Touron) pero desilusionada con el
discurrir de su carrera como pintora, y una madre corpulenta y vivaz (Myriam
Boyer), que toma todo el día champagne, sobrellevando un cáncer al seno, lo
cual le perturba, dejándolo en la situación de un hipocondriaco que teme
absurdamente tener el mismo mal, producto de que se le está cayendo el cabello
y cree tener un bulto en el pectoral.
Estamos ante una comedia de humor negro, del belga Xavier Seron, que debuta en el largometraje de
ficción, una película a la que, desde luego, le sobra irreverencia, burlándose
de hasta lo impensable, como ver a un suicida desnudo en un balcón en medio de
la sensación de estar próxima la epifanía del protagonista, Michel Mann (Jean-Jacques Rausin), pero no nos engañemos, ésta no es ese tipo de película. Es así que
simplemente termina sintiéndose mal, desmayándose. De la misma manera tenemos el juego bobo con una
prótesis mamaria en el espejo del baño, o el ponerse a jugar infantilmente a la
película de acción con un niño en el hospital, de lo que reconocemos que la
propuesta tiene ternura en algunos pasajes, en medio de la predominante
terrible burla del patetismo de su criatura, que no escatima ridículo, llegando
a desnudarse en una sala de arte de posar y dibujar en pos de obtener la
atención de la amada, mientras se dedica a beber y a sufrir –o quizá, mejor
dicho, a sentir un extraño placer- en la idea de su muerte cercana.
La ternura aflora poco en el filme, pero ayuda a no perpetrar
tanta crueldad, observando que ésta abunda, ya que Xavier Seron no tiene
clemencia en su humor (tan) indie, expuesto, por supuesto, en blanco y negro. La trama tiene muchos ratos de un tono impertérrito, con una calma atroz, aun
tratando con la muerte y una terrible enfermedad. El cariz de melancolía se
disfraza de abiertamente sarcástico, y eso lo hace un filme medio difícil de
tolerar, aunque sea –o por eso- tan transparente. Encima somete a la broma la iluminación
y a la iconografía cristiana/católica, en que Michel es como el santo patrono de
los perdedores (también comparado con la inocencia de Mickey Mouse, y la
realidad del parecido con una rata), que va cuesta abajo sin freno, teniendo
cada vez menos cabello, menos seres queridos cerca, dedicándose a tomar más alcohol y volviendo a tener gatos a su alrededor
(símbolo de cierta soledad).
En el filme hay como leves intentos de arreglar la situación
(aunque hay también métodos risibles, tanto como desesperados, como ver a la
madre impidiendo la venta de su casa), pero se perpetran en el absurdo, tales
las miles de pruebas, revisiones y cuidados por sobre una enfermedad
imaginaria, mientras el complejo de Edipo aflora, en el extraño placer que
sobrevuela hacia la muerte, en el nexo que trasmite la madre al hijo en su
final, lo que puede ser una negación de un dolor tan determinante. No obstante
es pedirle mucho al filme, que no deja de divertirse a costa del protagonista.
En ese sentido Miryam Boyer está esplendida, y Rausin se presta hasta para lo
peor. Lo que muchos rechazaran, mostrar a un ser tan trágico en un tono tan
despreocupado, y otros aplaudirán, su potente irreverencia.