Un pequeño barco pesquero en el golfo de México es el
escenario principal del presente filme, ahí el director mexicano Pablo Escoto
nos enseña la humildad de los pescadores que van separando tripas, restos,
suciedad, de los pescados, entre chancletas. La imagen carece de belleza, la toma
se demora, mientras la captura es lo más franca posible, el ambiente es
precario. El rostro del flaco pescador, serio, concentrado e indiferente. Pero la
cámara no se detiene solo en su diario existir, en la dureza de su labor,
aparte de verlos matar el rato, Escoto trata de hacer su propia lírica, construyendo
ideas muy gaseosas con las imágenes. Podemos ver solo el vaivén del mar, sumergirnos
en su ecosistema, la repetición de las varias faenas del oficio, la toma petrificada -mal encuadrada- frente a unas gaviotas
sobrevolando el cielo, y no se queda únicamente en ese lugar, va hasta tierra
donde observamos a una mujer ir hacia adelante sin más, penetrando en la
oscuridad, rumbo a una parte frondosa de plantas, y enseguida uno termina pensando en el cine que hace Nicolás
Pereda.
Un intermedio –infaltable- le reza al mar, lo enaltece y a su
bravura. Una voz clama por un retorno y una distancia territorial. El filme
hecho de forma rústica, implica no solo la mundanidad de los pescadores, su
sencillez vivencial, un lugar social, sino trata de experimentar con el espíritu
que rodea la dura jornada y el hogar, lo que nunca es barato. La película
recuerda a la joya de Leviathan (2012), que es hacer la misma película con otro
estilo y con muy pocos recursos, algo bastante pequeño y humilde, un cine marginal,
donde la toma de un ángulo desangelado y muy simple de un barco –pedazos en
bruto- es nuestra declaración de principios.