El poeta vanguardista Henri Michaux viajó por barco a Ecuador en 1927 y escribió un diario de aquel viaje dos años después, de esto
se vale la directora ecuatoriana Alexandra Cuesta como punto de partida para
hacer su propio viaje y (re)encuentro de su país, cruzando el océano, la
montaña y la selva nacional. Cuesta estudió en el Instituto de las Artes de
California (CalArts) y tuvo de profesor a James Benning, director de cine experimental, paisajista y underground, y se nota su influencia en esos
encuadres fijos de la cámara y por la fragmentación como exhibición del
presente documental, aunque no sea un filme abocado al paisaje o a los
escenarios sino más bien busque el retrato de la propia gente, de los ecuatorianos,
desde las capas más humildes, enfocándose en sus expresiones naturales, pasatiempos y dedicaciones, simplemente observamos gente en su vida y habitad cotidiano. Contemplamos personas en la
playa, en la excavación de un hueco o en una discoteca, en un sinfín de lugares
sencillos, como tan sólo ver a una familia sobre la cama con la televisión encendida o mirar a un ser anónimo estar en un cuarto sin luz meciéndose en una hamaca.
Los lugares son filmados dentro de una reducción hacia lo más
elemental y mínimo, como algo secundario, lo central es la humanidad y la llaneza de los
retratados, muchas veces es sólo una
persona con un objeto entre manos (una guitarra, un juguete), o únicamente alguien sonriéndole
a la cámara, o notándola en un cuadro fijo e ir a cruzársele, sintiendo
curiosidad, rubor, entusiasmo o inquietud de ser filmado. Presenciamos el territorio, pero invocando a la gente como tal, al pueblo, desprendiendo universalización,
donde el gesto natural y más sencillo nos abraza, recibe y une. Es sentirse parte o no de éste territorio, cómo perspectiva
de qué forma nos definimos, en lo cual se debate de cierta forma la directora.
Sin embargo a todas luces se trata de un querer ser parte de, de hallar o tener
coincidencias, igual que de sostener nuestro origen, a través de un territorio
sentimental con los “extraños”, con nuestros paisanos, desde un mundo feliz, en
donde ver a una bella mulata pelar con los dientes un pedazo de caña de azúcar y comer es
la puerta a dicho idilio.