Estamos ante el canto de lo artesanal vuelto parafernalia, pero de la que la modernidad y el avance técnico se puede sentir bastante orgullosa de lo que concibe y no como suele pasar que a pesar de la portentosa pirotecnia de punta termina siendo anodina, demasiado artificial, vacía y ni siquiera cautivante para el cinéfilo, sino que yace recogiendo la mejor brutalidad y el espíritu cool de antaño, en un rocambolesco y estrambótico palpitar que todo lo subyuga y pasa por alto para bien, renovándose, creando un nuevo filme en base a todos los elementos pasados, reorganizándolos, produciendo mucha adrenalina, sobre todo sacando más emulación de Mad Max 2, el guerrero de la carretera (1981) en el camión de gasolina o concubinas y objetos sexuales/maternales escapando de los tiranos motorizados en plena carretera infernal, como manda el meollo del asunto, en el peligroso desierto, ese que toma cromatismos enteros, sea el puro rojo candente, a la vera del sofoco, implicando intensidad, como que no hay escapatoria, o un azul de frio y temple en la huida y en la esperanza de la tierra prometida, que baña la pantalla. Y ya no es un lord Humungus (que plantea ser la inspiración de la máscara de Jason Voorhees, a partir del Viernes 13 número III, de 1982, parte importante de su mítica), sino un Immortan Joe, que tiene de ridículo, de figura de payaso, pero también parece recoger -y todo el conjunto- el espíritu y figura del grupo Iron Maiden, como si el director George Miller se hubiera propuesto traspasar su música al cine, de un arte a otro, y no solo por un curioso acto de rebeldía en un guitarrista lanzallamas, más bien por toda la esencia de su fuerza escénica, en la fusión de la violencia y lo heavy, en un filme al que no le faltan tampoco los discursos altruistas, ecológicos, en futurizar nuestros recursos, como el agua, o el petroleo, que es recurrente en el cineasta; o de igualdad de género, donde una todo-terreno Charlize Theron como Furiosa se equipara en batalla al legendario Mad Max, que hace un parco Tom Hardy.
Hay que hacer memoria y rememorar para ver todo el alcance de la presente propuesta que Mad Max - Salvajes de autopista (1979) ha quedado en la historia del mejor séptimo arte mundial, siendo un objeto de osadía cinematográfica hecho más con creatividad y audacia que cualquier otra cosa, con un primerizo Mel Gibson de precisa fisonomía, un poco tieso, medio tímido y de pocos recursos histriónicos, pero el ideal al objeto de culto que es éste filme (con el que se hizo tan merecidamente famoso), y su segunda parte, en donde esa pista y motociclistas pasando por encima de una familia y dejando unos cuantos elementos en el encuadre es pura mítica (en la presente algo torturador, esquizoide y fantasmagórico), en medio de cierta extravagancia narrativa luego cimentada con las venideras en lo post-apocalíptico, una carretera vigilada por policías vestidos tan igual que los pandilleros motoristas que circulan y hacen vandalismo a alta velocidad. Y no hay mucho que decir, pero todo resulta más que suficiente para hacer filmes tan potentes y rabiosamente entretenidos. De lo que solo la tercera parte, Mad Max, más allá de la cúpula del trueno (1985), bajaría el listón, mucho, con un filme que pierde la esencia primigenia, y toma otro objetivo, se convierte en gran parte en una historia familiar, y hasta infantil, en un sentido del humor naif, como en el peor Peter Pan, de lo que tendrían que pasar más de 30 años para que George Miller resurja como el ave fénix, en cuanto a su trabajo más personal e identificador. Con un viaje de escape por las llanuras a lo western y lucha en carretera contra sus perseguidores urbanos, una fauna de punks, musculosos, y grotescos, en un trabajo que parece tener el único animo de implicar furia y rebeldía cool, que hacen de este un goce mayúsculo para el espectador, logrando que toda la crítica se rinda ante ella.