Eduardo Coutinho fue un documentalista de mucha trayectoria
y de los más destacados autores de Brasil, murió el 2014 a los 80 años de edad
acuchillado por su hijo esquizofrénico. El presente es un filme que va a un
edificio de 12 pisos, y 500 inquilinos más o menos, en Copacabana (Río de
Janeiro) y entrevista a cerca de una
treintena de residentes. Todo parece muy simple, artesanal, pero el resultado
es portentoso y maravilloso, logrando trasmitirnos una humildad luminosa, con gente
de bajos recursos económicos e historias personales que describen una gran
humanidad, sensibilidad, ternura, en medio de mucha vitalidad, incluso las
desgracias y peligros son contados muchas veces con un tono jocoso, si bien
también hay demostraciones de aflicción y llanto, como en el recuerdo de un
robo. Hay muchos ratos de fuerte expresividad emocional, en lo que parece
harto autentico. Vemos a un hombre trabajador sencillo que se conmueve con el recuerdo
del aprecio de su patrón, su crecimiento en la necesidad material y el esfuerzo
familiar cimentando valores firmes. De esa
manera va revelándose mucha intimidad, en un tono tranquilo, amistoso, pleno,
como la confesión llana y abierta de una joven prostituta y madre soltera, en
el retrato de seres humanos ordinarios pero sumamente francos, e interesantes,
en una especie de magia en el desnudo de sus almas, porque es así como uno lo
siente en una sencilla conversación.
La vida sentimental, o las relaciones parentales son parte
importante del documental, con parejas de comienzo atípico de interrelación,
como el enamoramiento de unos cincuentones a través de la publicación de citas en
el periódico, o abandonos y desilusiones
por embarazos y abortos de jóvenes que deben enfrentarse solas al mundo o a
otra realidad en este barrio austero. La situación laboral aporta su cuota por
su lado, habiendo desempleados que cuentan sus frustraciones, pero a su vez no dejan de poner simpatía u otras
anécdotas, creándose además contrastes con ciertos empleos como los de empleada
doméstica que hablan de dignidad y hasta exhiben alguna cierta soberbia, véase
la teoría de que no existe la pobreza en Brasil, sino la vagancia, el pretexto
y la ociosidad. En lo que es una exhibición de gente que rápidamente cuenten lo
que cuenten o producto de su total franqueza se ganan al espectador por
completo, y los escuchamos como si fueran tan próximos a nosotros, en un
hallazgo de verdadero sentir comunitario y humano, donde lo social pasa a ser
parte de un conjunto general de ver al ser humano ante todo, en medio de sus conflictos más particulares.
Coutinho saca lo mejor de los residentes del Edificio
Master, sus historias más gloriosas, esas que los han marcado, los definen, han
dejado una potente huella en ellos y nacen hermosas hacia la cámara de un
equipo que se mueve como una manada por los pasadizos, los apartamentos y los
pisos, que llegan a coger estados de ánimo, sentimientos, recogiendo lo que ha
tocado a esta gente en la existencia y tienen tanto anhelo de perennizar como
documento audiovisual, histórico, en lo que es un relato tras otros que hacen
un grupo sólido donde el listón no baja nunca o si lo hace mantiene un estándar
admirable, en que cada uno aporta una cuota de novedad y un tipo de grandeza
como cuento, vivencia, piel, en una diafanidad tremenda, conscientes de que
quedaran grabados y han decidido fluir, abrirse, perpetuarse. Recordemos al
hombre que se dibuja en la canción My Way (A mi manera) cantada por Frank
Sinatra a quien conoció y con quien cantó. Y es que el retrato puede ser afín a
muchos, pero aun así guarda tantas sorpresas. De lo que llega a haber su toque
de extravagancia, algo que hace especial a cada hombre entrevistado, en lo que
aflora humor, poesía y música como acompañamiento constante, y que va dejando
la figura de su propio país, pero también y más de la universalidad, el
reflejarse con cualquier persona, en lo que crea empatía, bajo tanta
credibilidad y naturalidad, que es todo un logro viendo que Coutinho aparece en
el plano a veces y suele ser muy directo, campechano, buscando que se expresen
y dejen firmes sus historias, mientras los guía sin manipularlos o conminarlos
a hacer un circo de su intimidad, solamente se dejen llevar, conscientes de que
están entregando algo que trasciende su persona, y queda como rastro de nuestra
humanidad, en sus abundantes ejes descriptivos, como el del inquilino adoptado
que se ve así mismo en el abandono de un bebé en el edificio o en el sueño recurrente
de su paternidad biológica, invocando esencias sin tapujos, en quienes parecen
quedar satisfechos, otros desahogados, nostálgicos o realistas, en una
condensación sustancial en apenas unos minutos de diálogo frontal, por persona,
detrás de unas pocas cortas preguntas, y como se oye de propia voz del director
la esperada justificación de una curiosa narración vivencial previa
intervención de la producción, esa que toca las puertas y requiere al
residente, dentro de un estado de coherencia, al punto de que una persona con
fobias sociales y desequilibrios demuestra que asume su condición de particular
temor, muestra su rareza, no mira de frente al interlocutor, haciéndola pública
con suma elocuencia verbal (se previsualizan momentos que anuncian defectos y no
necesariamente se cumple al pie de la letra la exposición, ya que existe un aire de
espontaneidad y frescura bastante dominante, más allá de la oportunidad de hablar),
dándose plena cuenta de su acto, sin inhibición, una constante, la seguridad de
la revelación, tras la confianza en el maestro y su trabajo, en la
docilidad y el deseo prodigo, que genera una obra bella en su transparencia, enseñándonos dolor, preocupación,
experiencia, síntomas de orgullo, felicidad, antagonismos, quién es uno, lo que es una verdadera experiencia.