Actualmente la directora japonesa Naomi Kawase compite en el
festival de Cannes en la sección Un certain regard con su película An (2015);
Aguas Tranquilas estuvo en el mismo gran festival el año pasado pero en la
competencia por la palma de oro. La presente tiene de tema esencial -como
acostumbra la directora con su sensibilidad- el aceptar o luchar lo pecaminoso,
como en Moe no suzaku (1997), su mejor
filme, ganador del fipresci en el festival de Rotterdam y la cámara de oro en
Cannes, en el amor de una adolescente
por su primo, un joven adulto bastante sencillo, que la tiene obnubilada y
ensimismada en su primer amor, como a su madre (y tía del objeto de pasión),
sumado a la descomposición de la familia en medio de lo natural tras 15 años de
placentera existencia familiar en lo rural en una trascendencia poética de la
zona con lo humano, un lugar de residencia tan simbólico y constante en su
séptimo arte, que tiene de eje al bondadoso tío, padre y marido que solventa el
sentido de unidad en una simpatía y comprensión por la tradición, los valores y
lo campechano, y es ahí donde Kawase pone la figura de la potente atracción femenina
tanto inocente como lujuriosa –suele tener de ambas- en medio de la culpa y la
dificultad de realización, como pasa con Kaito de 16 años que debe enfrentarse
a sus veladas taras psicológicas que provienen de una madre separada y activa
sexual que lo cohíbe en el placer, en su relación con la hija de una chamán
moribunda.
La muerte es otro motivo capital en sus filmes y en la película
que nos compete, partiendo de que la paz de Las islas Amami, contexto del
relato, un paisaje hermoso como los que suele hacer gala ésta directora, aunque en este
vemos que se ha esmerado particularmente (la autora siempre habla de paz, y de
belleza, en cuanto a lo que significa Japón, pero la realidad siempre termina
siendo otra, torturadora), parece apenas romperse con el encuentro de un hombre
ahogado en pleno mar (tatuado como el padre de Kaito con quien se siente tan
próximo emocionalmente, y sobrevuela el abandono en su psiquis), que es
catalogado de accidente y luce como de poca repercusión, aparte de ser un
gancho para el espectador que podría esperar algo sórdido, llamativo, lo cual sería
desconocer el cine que hace Kawase, y su inteligencia para presentar retratos
sensuales, pasionales y dolorosos, pero
la realidad es que la autora nipona resulta bastante sutil, cuando
sabemos que puede ser muy melodramática e intensa, y no le faltan sus momentos,
tanto como demasiado poética, véanse sus míticos llantos y planos del rostro ante
la lluvia; y pone aquel anónimo ahogo como símil de caída, de frustración, de
pérdida, de melancolía, unido a lo sexual y al crecimiento de Kaito, en hallarse
con la naturaleza, esa que recuerda indefectiblemente a Terrence Malick, pero
en lugar de algo místico, se trata de la amalgama/espejo con el comportamiento
humano.
En El bosque del luto (Mogari no mori, 2007),
gran premio del jurado en Cannes, está bastante claro el asunto de la muerte,
su filme más esencial, básico, uno bueno y el que más la identifica (habiendo
una unión espiritual en medio de la desnudez de los cuerpos, en una escena
clave en que aflora el humanismo, y su representación conceptual), en la
superación de la ausencia, la que sobrelleva un anciano con demencia senil en
cuanto a la esposa que no olvida en muchos años y la requiere en todas partes,
y la joven asistenta social del lugar de reposo en que está el viejo, que ha
perdido un hijo, de lo que ambos se verán inmersos en un luminoso bosque donde
podrán sanar. Como Kaito, que tiene de ejemplo la tranquilidad del chamán
femenino en trance al otro mundo, una simple mujer con cercanía y “dominio” de
la naturaleza, que sufre una dolorosa enfermedad pero ahí yace creciendo (en la
última ola como dice su pareja en la mezcla del lenguaje del surf y la cultura
nipona, que resulta curiosa), se va de forma pacífica con su interior, como
cuando le tocan música, todos lugares comunes, argumentos y sentidos de Naomi
Kawase, que suele volver a ellos siempre, como con la bicicleta montada llevando
a una muchacha subida en la llanta trasera, el aprecio por los vegetales (en
especial el tomate) o la búsqueda femenina del placer y el amor, el decidirse,
protagonizadas por mujeres valientes pero sensibles y (supuestamente)
convencionales, no obstante en Hanezu no tsuki (2011) se ve escondida en el
hombre (como aquí), que predomina en la lección del demiurgo, que significa el
verdadero amor, el que es dejado de lado o abandonado, el error existencial, en
el pobre militar ancestral, y el atractivo y rustico artesano, los que llegan a
caminar juntos en lo que atrapa lo romántico y hermoso, en una historia
novelesca de infidelidad, que empieza tan enigmática y bien estructurada, muy
cinematográficamente, para caer en un triángulo amoroso bastante melodramático donde
ningún hombre es malo, lo que hace más complicada y realista la situación.
Otras películas de Kawase menos gloriosas son Sharasôju
(2003) y Nanayomachi (2008), pero que a pesar de ello no son desechables, la
primera sobre todo si cogemos (sentimos) la abstracción de la pérdida de un
hijo y hermano, que dirige todo el recorrido y emotividad del filme, en el pase
de la oscuridad a la luz, como se plasma incluso literalmente, y llega con un
festival callejero, una música típica y la resolución de un nacimiento. Un
nuevo comienzo, un peldaño de crecimiento. Y la segunda es bastante ligera, y
excesivamente femenina (al punto que el lugar de masajes, al que no le falta su
mística y es el eje de la historia, puede pasar como el novelar de los spa),
sin embargo tiene su toque de meditación y sensibilidad, que no faltan nunca en
el arte de la directora, y la hace sobrevivir para cualquier espectador, aunque
mejor en lo sutil, el recuerdo del amante en Japón estando en un viaje de
recuperación y memoria en Tailandia, que lo explicito, en la pelea caótica por
la desaparición de un niño.
Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014) es un filme
sencillo a fin de cuentas, muy en la línea de El bosque del luto, pero un poco
mejor, más complejo, austero pero sugerente. Vaporoso, discreto en gran parte,
pero con sus infaltables ratos de llanto, enfrentamiento y pérdida (sorprendente
cómo se maneja fríamente la madre ante el reproche de su mal llamada lujuria, que
bien ejemplifican las duras imágenes de cómo se matan animales para comerlos),
mientras volteamos la página, pasamos a
otro nivel, aprendemos, superamos, aceptamos, en un deambular tranquilo, donde
poco parece pasar (queda en sentir de que la autora suele repetirse en su
filmografía, pero es más ser fiel a uno, y ahondar en constantes, nuestra
conceptualización), en lo que hay mucha sensación de normalidad, de cariz
clásico, aunque se enfrenten a ello. Y en el medio la naturaleza y la
sensualidad, como en sus apetitosos simbólicos tomates, y nuestras faltas y
carencias puestas a prueba.