La familia Makhmalbaf es una familia que tiene vasto prestigio en el séptimo arte de su
país, Irán, e internacionalmente, tanto la esposa, Marzieh Meshkini, guionista y directora de cine, como las hijas, Samira y Hana Makhmalbaf, dos
talentosas cineastas al cuidado de la larga trayectoria de su respetado padre, Mohsen
Makhmalbaf, que cuenta con una veintena de películas en su haber.
Samira Makhmalbaf
Samira Makhmalbaf
La manzana (Sib, 1998)
El debut de Samira Makhmalbaf, que realizó a los 17 años, es una película sobre el encierro de dos niñas gemelas durante más de una década
que producto de ello actúan con mayor lentitud, infantilismo y asombro del
mundo, de lo que la calle se abre como un abanico de oportunidades para ellas,
que apenas se dan cuenta, en la idea de la libertad por sobre la rigidez
ideológica y el miedo, ya que los padres adjudican su dura decisión a que la
madre es ciega y temen no pueda cuidar de ellas como se debe y puedan perder su
honorabilidad, asunto que siempre sobrevuela sobre la existencia persa, de lo
que inteligente y sutilmente se hace un pequeño estudio sobre la sociedad iraní
desde un asunto humano y sensible hasta para el más retrograda.
La pizarra (Takhté siah, 2000)
La presente es otra obra trascendental de Samira Makhmalbaf, con la que ganó el premio
del jurado en el festival de Cannes, del 2000, y es su mejor película, la
más compleja y profunda, sin perder su cualidad de cotidianidad, pequeñez e
intrascendencia, su sencillez narrativa, pero en una propuesta en que asoma el
compromiso político con los kurdos, bombardeados por Saddam Hussein durante la
guerra entre Irak e Irán, y en que surge nuevamente lo humano, en una
celebración hacia la profesión de maestro en que dos profesores itinerantes
kurdos se mueven por separado, con dos grupos de desplazados alrededor de la
frontera, uno con niños que trafican con lo que pueden, y otro con mayormente
ancianos y sus familias. Casi todos se niegan a aprender, a
escuchar, pero estos dos humildes maestros insisten en querer culturizar a su pueblo, en enseñarles a leer y a escribir para coger al mundo, desde saber redactar tu
propio nombre o trasmitir un sentido te quiero en algo material. El filme plasma un quehacer cálido y mínimo, con aventura e inocente comedia.
Hana Makhmalbaf
Hana Makhmalbaf
Buda explotó por vergüenza (2007)
Ésta gran obra de Hana Makhmalbaf es ganadora del premio
especial del jurado en el festival de cine de San Sebastián del 2007, que
realizó también a temprana edad, a los 18 años, y es una propuesta sumamente
enternecedora (tanto como inteligente; el guion está a cargo de su madre, Marzieh
Meshkini, y conjuga madurez reflexiva y espontanea frescura). La protagonizada una niña, Baktay (Nikbakht Noruz), de 6 años, con una prominente naturalidad, en quien solo quiere ir al colegio y
aprender historias interesantes, entretenidas y bellas, pero el entorno
político y social no se lo permite con facilidad, habiendo contratiempos simbólicos
donde se presenta la dificultad de estar en una guerra entre los talibanes y
los americanos, de vivir en un país conflictivo como Afganistán, todo expuesto desde
el trato infantil, de unos niños que juegan a ser un bando y al otro, a
amenazar con sepultar y apedrear hasta la muerte a los infieles o disparar
contra los llamados terroristas, cuando Baktay muestra temple en unos juegos
que tienen de inquietantes, radiografiando la sociedad en la que subsisten,
enfrentándose a un mundo demasiado complicado, donde se trata de relegar a la
mujer a la ignorancia y al pudor enfermizo (la belleza hasta es castigada por
los fanáticos), además de que afluye la pobreza, los pobladores humildes viven
en cuevas.
Mohsen Makhmalbaf
Mohsen Makhmalbaf
En Mohsen Makhmalbaf profundizaré en tres películas
interesantes, auscultando en el cine iraní un arte distinto al occidental, también valioso, con
su cuota de riqueza personal, donde a veces parece que no existiera en realidad
una trama en especial, sino meros pretextos de enseñar la sencillez vivencial y
las costumbres de su gente.
Gabbeh (1996)
En Gabbeh existe una clara vocación de narrador de cuentos, atípico,
conteniendo un toque leve de fantasía inmiscuyéndose en la realidad folclórica,
como aquella magia en materializar los colores de parte de un maestro y guía
protagónico, en el tío viejo que quiere hallar una esposa, que busca en el
canto hermoso de un ave, destilando romance y poética, que invade todo el filme, como aquel de tragedia y de legendario que exuda la bella inspiración
narrativa llamada Gabbeh que tiene nombre de alfombra persa, en relación a la
alfombra artesanal de ciertas tribus. El meollo pareciera que fuera el amor
frustrado por un padre dominante, en prolongar la demora de la correspondencia
de un pretendiente, pero el filme apunta más bien a palpar la idiosincrasia de
un clan, una región, la cultura, sus representativas manualidades y sobre todo
su vocación de hacer volar los sueños y la imaginación, enseñando y provocando
emociones a su paso, que van más allá de las edades o de cualquier limitación
de poder.
El silencio (Sokout, 1998)
Nos remite a un niño de 10 años llamado Khorsid (Tahmineh
Normatova), que vive en Tayikistán, que por encima de sus limitaciones tiene un
sentido en la vida, auspiciado por un don, la música, que llega hasta
sintonizar con otras formas de oír lo que la mayoría no, trabajando afinando todo
tipo de instrumentos de sonido, para ayudar a sostener su hogar y a su madre. Sin embargo siempre llega tarde a laborar, y aunque amenazado de ser echado no
puede contener su esencia y cuando toma el ómnibus –lugar de cotidianidad,
repetición y mínima sorpresa- suele perderse en busca de la poética de su alma,
anclada a la música popular, la de las calles, que persigue como poseído, teniendo
un gusto amplio, abierto a lo occidental, a lo universal, tomando forma con la
quinta sinfonía de Beethoven. El silencio es un canto de discreta superación, de una potente pasión que retrata el amor por el arte, proponiendo la
auto-referencia. El filme señala drama social pero del que
se escurre optimista sin mayores elucubraciones, cargado de vitalidad y
simpatía, como en aquel simbolismo claro del caballo flaco desbocado hacia la
inmensidad de la “prodiga” libertad, más allá de sociedades como las de la URSS, a la que perteneció Tayikistán, o, desde luego, la propia iraní.
Kandahar (Safar e Ghandehar, 2001)
Retrata el viaje de una afgana que radica en Canadá, partiendo
desde Irán, a Kandahar, una ciudad inestable de Afganistán, encaminada por
tierra, y en su propio ingenio ocasional, como en su ánimo de ganar tiempo, cuando
Nafas (Nelofer Pazira) ya posee otras costumbres, más libres, occidentales. No
obstante la necesidad la empuja y apremia, debiendo buscar a su hermana que con
la caída de un eclipse piensa suicidarse, al cabo de tres días (un pretexto
para conocer la realidad de éste país), por lo que Nafas emprenderá un periplo hacia
el pasado, en medio del peligro y el difícil acceso, rumbo a una cultura cerrada,
de burkas, múltiples esposas sumisas, honorabilidad y reglas estrictas de
conducta contra el deseo y lo sensual, a una nación conflictiva donde los talibanes
se pasean imponentes impartiendo su rigidez ideológica y bélica (vemos hasta un
adoctrinamiento popular, un tipo de escuela de guerrilleros, de cómo ser talibán,
dirigida a niños hambrientos), en medio de la pobreza y la necesidad, bien reflejada en el niño guía capaz de robar un anillo a un cadáver en el desierto
o hacer lo que sea por dinero, o cuando se nos deja ver un grueso grupo
de mutilados, por minas casuales, movilizados apresurados en sus muletas tras
piernas artificiales que caen del cielo lanzadas en paracaídas por la cruz roja. El filme posee un potente cariz social y político. Se exhibe el caos, el hambre (en un momento se confunde
una enfermedad con la necesidad básica de un pan) y la tensión latente
de la zona, donde las costumbres sojuzgan y hay que sobrevivir como se pueda (véase el ingenio del afroamericano nacionalizado árabe escondido tras una barba
postiza). Uno pudiera pensar que es un viaje triste, cargado de
dramatismo, pero es notablemente reflexivo y tranquilo, mediante un estudio
atento y curtido de la idiosincrasia nacional, generando aventura y emoción, con imprevistos, levedad y entretenimiento. La propuesta de Mohsen Makhmalbaf busca plasmar el sentir del aprecio por la vida, a manera de bitácora de viaje, como
perfectamente lo simboliza el amor fraternal y todo el esfuerzo y riesgo que
circula en ir a Kandahar.