El cine de Majid Majidi es un cine hermoso y profundo
emocionalmente, que sorprende que no sea más famoso de lo que es, ya que exuda
la misma nobleza de los grandes nombres del mejor cine sensible y humano, como el de Yasujirô
Ozu o el de Satyajit Ray. El iraní Majid Majidi no solo
es potente, cuajado y seguro de sí, sino que revela aparte de arte, tramas con
continuas novedades en una estructura harto activa donde su nobleza brilla y
cala, dentro de un grato entretenimiento particular, que no cae en la ñoñez ni
en la idiotez naif, teniendo gran carga de sensibilidad bajo momentos
melancólicos, pobreza, necesidad material, dolor, sueños primarios, fuertes
dramatismos, logrando conmover de forma transparente.
Niños del paraíso (Bacheha-Ye aseman, 1997)
Descubrir su filmografía es ver cintas notables como la
presente que es la más famosa de sus obras, que fue nominada a los premios
Oscar en 1999, en que un niño pierde los zapatos de su hermana y temiendo que
el papá le pegue y al no tener dinero éste para comprar otros decide
intercambiar en secreto sus únicos pares con su hermana, unas viejas zapatillas
de deporte, turnándose para ir al colegio uno detrás del otro, con lo que se
mete en nuevos problemas. El niño buscará ingeniárselas dentro de sus
carencias, mostrando energía y optimismo, al mismo tiempo que exuda carisma y
ternura infantil, como igual su pequeña hermana, en medio de gestos que dicen
mucho. Es una historia que implica compenetración desde un cariz aventurero más
que de lágrima fácil (que hay, pero cuando uno se siente perdido momentáneamente,
como niño), entendiendo la precariedad, pero asumiéndolo principalmente de
forma valiente, mezclando sencilla creatividad narrativa, tradición/folclore y
empatía vivencial.
El color del paraíso (Rang-e khoda, 1999)
Un niño ciego proveniente de un hogar pobre representa un
problema para su egoísta padre que no quiere gastar toda su vida cuidándolo y
menos cuando anhela casarse nuevamente y está en nupcias, con lo que
presenciamos una historia bastante emotiva, triste, en medio del encuentro con
Dios, con un marcado mensaje religioso, digno de un ejemplo de vida a aprender,
que muchos espectadores de cine arte pueden rehuir como el demonio al agua
bendita, por no hallarlo contemporáneo a nuestra ambigüedad y proclividad a ser
más tolerantes y complejos con las carencias, maldades y faltas humanas en
pantalla, pero en la presente recurre a lo convencional, a la parábola, y sale a flote una bella historia,
conmovedora, porque tampoco es que haya que negarse a la mayor sensibilidad, a
lo melodramático, a plasmar un especie de sentir de lo correcto y a los
altruismos negados para cosechar el aprendizaje del amor incondicional, que de
eso trata y está bien hecho, rompiendo nuestros lugares comunes mentales.
Baran (2001)
Trata sobre la humanidad que se profesa hacia los refugiados
afganos en Irán, que trabajan en construcciones, sin documentos, y son
perseguidos por ello, como los propietarios son amonestados, habiendo un clima
laboral muchas veces rudo, tal cual pasa con el joven Lateef (espléndido Hossein
Abedini, vital, expresivo y muy natural) y el nuevo trabajador afgano que por
su debilidad le es intercambiado y entregado el trabajo de mozo, llevando té a
los albañiles, que Lateef tenía, y ante aquello le guarda rencor, sin embargo una
vez que descubre que en realidad es una mujer, no solo cambia de actitud, sino
siente atracción hacia ella, por la silenciosa Baran, y más tarde sabiendo de
su realidad sufre y trata de ayudarle en todo, sin que se dé cuenta, invocando
un enamoramiento bastante romántico que es un canto de poesía bellísimo, en que
Lateef entrega todo de sí, no solo sus esforzados ahorros de un año, sino su
tiempo, su seguridad personal y, desde luego, su corazón, hasta mostrar
momentos poderosos desde lo sencillo, como verla caer al agua tras un pesado
trabajo y derramar lágrimas observando que la necesidad la empuja a una vida de mucho sacrificio familiar, que
refleja la existencia afgana de cara a un extranjero que en primera instancia
no ve su padecer, y termina generando instantes memorables de solidaridad general
y amor individual, como ver que se le sale un zapato al pisar un charco de
barro, y entonces echa a correr fuera de su escondite a recogérselo, ponérselo
delicadamente, y verla partir en silencio, en su burka, entre miradas que lo
dicen todo.
El sauce llorón (Beed-e majnoon, 2005)
Es la trama de un hombre de 45 años, profesor de literatura,
que está ciego desde niño, y en medio de un viaje a Europa por nuevos
tratamientos, y un ruego sentido a Dios, recupera la vista, pero en lugar de
agradecer a su entregada y leal esposa, y a su amorosa madre, reniega de una
lástima imaginaria, y de haber desperdiciado su vida estando ciego, incluso
critica su profesión, aun teniendo un hogar acomodado y confortable, con lo que
se transforma en otra persona, en la que es una historia de oportunidades
desperdiciadas, como en la obra de teatro La vida es sueño. El filme tiene
grandes momentos, aparte de sutilezas como en el asomo de la infidelidad como
en una postal romántica de múltiples percepciones. Véase cuando Youssef (Parviz
Parastui) descubre que puede ver en el hospital, en una exhibición que tiene un
aire de cero glamour y poco acomodo que suma notablemente y equilibra solvencia
en el conjunto; o cuando nuestro protagonista descubre en las peores
condiciones que ha actuado equivocadamente y entra en un estado de lucha a la
vera de intensa lírica, en la que es una propuesta de claro orden religioso o
de exaltación de valores, que critican la mala existencialidad.
El canto de los gorriones (Avaze gonjeshk-ha, 2008)
Nos cuenta sobre un padre bastante humilde, híper
carismático –de aspecto del que cuántos ya quisieran ser tan naturales- y
todoterreno (Mohammad Amir Naji, que ganó el oso de plata por su performance,
en el festival de cine de Berlín del 2008) que expulsado del trabajo, de
vigilar el cuidado de avestruces, tras la pérdida de uno (en que hay un momento
audaz en el disfraz de una de éstas aves en plena imponente cima), no sabe qué
hacer para mantener a su amada familia, en especial tras malograrse el costoso
audífono de su hija mayor que es sorda, habiendo además una pequeña trama de
uno de sus hijos pequeños que quiere llenar de peces un estanque abandonado, de
agua sucia empozada, como un sueño infantil personal, que además es colectivo
con sus amigos, y que repite gags e intenta otros instantes de emotividad (en
un filme que bascula entre aciertos y cierta fallas, pero gana en virtudes,
como le pasa a El sauce llorón). Karim, el padre, solo tiene una moto básica como
mayor pertenencia material, y pronto de la casualidad esta le servirá para
sobrevivir, para llevar dinero a su hogar, con lo que pasara por mil y un
peripecias en un Irán urbano, poco visto como muy contemporáneo, en un
protagonista que implica comedia, tanto como meditación melancólica, en esos
silencios expresivos que tan bien maneja Majidi en su obra, en un periplo por
el trabajo casual e independiente que desnuda la imperiosa necesidad y la
firmeza de lograr subsanarla.