Teniendo a Shame (2011) como una de las mejores películas
que se han hecho recientemente, que yo sitúo en lo más alto, la emoción y
curiosidad por la última película de Steve McQueen no se hacía esperar, aun
temiendo por la temática que se presta mucho para historias fáciles, debido a
su sentimentalismo, en tocarnos rápidamente con su condición humana. No
obstante, si bien uno disfruta a rabiar con la irreverencia, originalidad y el
entretenimiento de filmes como Django desencadenado (2012) el séptimo arte
requiere también de seriedad en abordar historias tan delicadas, que tampoco
intocables en cuanto a creatividad. Y es ahí que Steve McQueen sortea por un
lado defectos, facilismos, y por otro cumple con presentarnos un relato
contundente, pero profundo sobre el sufrimiento que generó la esclavitud, contextualizada
en el bastión más reacio al cambio, el sur de Norteamérica, centrándose en el secuestro del que era un hombre libre,
un afroamericano instruido, que tocaba finamente el violín y tenía una bella
familia, Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor). Basándose en su libro homónimo y
autobiográfico.
Ésta es la narración de un viaje a la oscuridad del ser
humano, al maltrato, abuso y humillación de unos hacia otros, en una ley que
infravalora a los negros y los trata como animales, objetos de la violencia y
el capricho de un patrón y dueño, trabajos forzados sumamente agotadores como
en plantaciones de algodón, hasta la muerte en ahorcamientos improvisados o continuas
violaciones sexuales en el caso de las mujeres, que es lo que le sucede a Patsey (Lupita
Nyong'o, en un destacado debut en el cine, que le ha conseguido una nominación
como actriz secundaria al Oscar 2014), la “engreída” de Edwin Epps (Michael
Fassbender, uno de los mejores actores de la actualidad, quien este año finalmente
obtiene una merecida nominación a la estatuilla dorada), un despiadado e
impredecible terrateniente que siente una atracción perversa por ella, ya que
incluye azotarla salvajemente por un simple jabón en medio de un ataque de
celos, y es que la siente su posesión, un objeto que se rige a su placer,
mientras su inclemente esposa azuza la brutalidad. Representada por quien nos
sorprende con una performance harto dura, la actriz Sarah Paulson.
Si hay algo inmediato que destacar es que su dureza y
realista recreación no solo permite ver y sentir una época inhumana, sino que
no tiende a dramatizarlo todo, convertir el filme únicamente en un charco de
lágrimas, que lo es a fin de cuentas predominantemente sí, pero deja espacio
para que Solomon Northup sea algo más que un títere de las circunstancias, por
lo que genera una personalidad sólida y compleja en él, que por supuesto tiene muchos
ratos de sumisión, no le queda otra ante el embate que le viene si no obedece y
se adapta, a diferencia de otros que son –aunque comprensiblemente- más
emocionales y menos astutos, pero también hay lapsos de rebeldía, de expresarse
a riesgo de padecer, incluso intentar un movimiento contrario, defenderse, arriesgarse
por algo más fuerte ¡vaya! que temer la muerte (recordando que Solomon es solo
un hombre, no un mito), lo que hace que en él yazca la muestra de un espíritu
grande, despierto en distintas formas.
Véase cuando va a ser golpeado injustamente, una obviedad
aun visto los parámetros que rigen esta sociedad sureña del siglo XIX, agraria,
dependiente de mano de obra gratuita, por la ira que despiertan sus
conocimientos (algo que le advertirán siempre, el aparentar ignorancia, como no
saber leer ni escribir, el mejor camino a la sobrevivencia), a manos de un
joven capataz llamado Tibeats (el prometedor – al salto de la fama, de la
popularidad, pero que ya es una figura en el cine independiente- e interesante Paul
Dano, que deja ver en poco espacio una estupenda actuación). O incluso
enfrentando, entre comillas, a Epps en una persecución con cuchillo de éste tras
su persona a ras de que el maligno jefe corra en el barro y entre los chanchos,
lo que demuestra la inestabilidad –por medio de la versatilidad y la plena sensación
de espontaneidad de Fassbender- del patrón, y a que debe atenerse, cosa seria.
Hablamos de miedo en el aire ante el porvenir (aunque esto sea bajo un tono elíptico). Que ya lo demuestra en todo auge
un diálogo con un anterior dueño suyo que dentro de la realidad que le aqueja
era alguien amable, con respecto a conformarse con la situación esclavista, con
Ford (Benedict Cumberbatch, un actor aun no tan visible, pero que lo intenta
con ahínco, que en esta oportunidad se deja ver muy bien), el que le ofrece
paz, solo que dentro de la costumbre de una vida inferior a la condición humana
que todo hombre merece, y a Northup no le llena, porque sabe lo que merece, ha
sido libre en su pasado.
La tensión se vive cara a cara, todos los días, los que en la forma esquivan
la rigidez del tiempo, del que decimos que no nos abocamos a contabilizarlo o a aguardarlo, y es que la
atención se la gana a pulso por mérito propio, sin embargo aunque no esperamos exactamente
maquillaje de envejecimiento o métodos que terminen siendo demasiado
artificiosos se hecha en falta alguna pequeña identificación de ello en el
trayecto, más allá de ese desenlace ordinario aunque muy lógico, predecible,
complaciente, solo correcto.
Los hechos narrados se vuelven símbolos de su historia, algo a “repetirse”, a ser una esencia vivencial de un universo, momentos escogidos que representan un constante martirio de 12 años que es lo que articula y ofrece el título, tanto como prácticos, viscerales, físicos, didácticos, lugares álgidos de conflicto, y es que su poderío como relato no tiene descalificación, teniendo su toque necesario de credibilidad con oportunidades de respiro, las que proporcionan equilibrio.
La atrocidad de la esclavitud implica en Solomon una fuerza existencial sorprendente, de la que se hace cargo, la tiene, aunque no pueda evitar compungirse (el gesto de Chiwetel Ejiofor es potente y centra síntomas de dolor en un ánimo que intenta ser sólido, lo que agrega verdadera empatía de cara al espectador exigente, aparte de una sutileza que enarbola emociones más trabajadas), sentir alguna sacudida, como vibrar con una canción intensa de reposición emotiva cantada en coro de manera relativamente optimista en un funeral rústico, visualmente triste, o debatirse ante una ineludible pugna interna -entre dejarse derrotar por el sistema hegemónico que le subyuga o seguir teniendo fe en el mañana, que sus amigos del norte se enteren en donde está y lo rescaten, que obtenga su libertad, que vuelva con su familia- bajo gestos precisos, porque se opta por esconderse en sí mismo, endurecerse, si bien ya tenía consistencia.
Solomon Northup exhibe mucha paciencia y coraje, porque nunca llega a ser débil en toda palabra, y si lo es no en el alma (McQueen le proporciona a su protagonista un aura que admirar muy a pesar de todo contexto cruel, no le quita cierta dignidad o logra imprimírsela por ratos que perviven en conjunto, tiene hasta un cariz heroico o -dado el instante- más racional de acuerdo a lo que exige su vida, aun viéndose tratado como bestia cuando se le baña junto a un grupo de esclavos desnudos mismos equinos en un rancho, o como se le minusvalora en la cotidianidad cuando en venganza está a punto de ser ahorcado, quedando detenido en una escena memorable dentro de una fotografía perfecta abandonado a punto de sucumbir al cansancio y por consiguiente a cumplirse el designio y a morir con el cuello roto, siendo esos minutos de zozobra los que componen la imagen global que perdurará en nuestra mente, la impronta de la trama), aun con un entorno tan castrador y limitador, tan omnipotente en su dominio, el que cree en sus propias reglas que incluso no está enojando a Dios mientras se tiene como parte de una muy discutible religiosidad.
Los hechos narrados se vuelven símbolos de su historia, algo a “repetirse”, a ser una esencia vivencial de un universo, momentos escogidos que representan un constante martirio de 12 años que es lo que articula y ofrece el título, tanto como prácticos, viscerales, físicos, didácticos, lugares álgidos de conflicto, y es que su poderío como relato no tiene descalificación, teniendo su toque necesario de credibilidad con oportunidades de respiro, las que proporcionan equilibrio.
La atrocidad de la esclavitud implica en Solomon una fuerza existencial sorprendente, de la que se hace cargo, la tiene, aunque no pueda evitar compungirse (el gesto de Chiwetel Ejiofor es potente y centra síntomas de dolor en un ánimo que intenta ser sólido, lo que agrega verdadera empatía de cara al espectador exigente, aparte de una sutileza que enarbola emociones más trabajadas), sentir alguna sacudida, como vibrar con una canción intensa de reposición emotiva cantada en coro de manera relativamente optimista en un funeral rústico, visualmente triste, o debatirse ante una ineludible pugna interna -entre dejarse derrotar por el sistema hegemónico que le subyuga o seguir teniendo fe en el mañana, que sus amigos del norte se enteren en donde está y lo rescaten, que obtenga su libertad, que vuelva con su familia- bajo gestos precisos, porque se opta por esconderse en sí mismo, endurecerse, si bien ya tenía consistencia.
Solomon Northup exhibe mucha paciencia y coraje, porque nunca llega a ser débil en toda palabra, y si lo es no en el alma (McQueen le proporciona a su protagonista un aura que admirar muy a pesar de todo contexto cruel, no le quita cierta dignidad o logra imprimírsela por ratos que perviven en conjunto, tiene hasta un cariz heroico o -dado el instante- más racional de acuerdo a lo que exige su vida, aun viéndose tratado como bestia cuando se le baña junto a un grupo de esclavos desnudos mismos equinos en un rancho, o como se le minusvalora en la cotidianidad cuando en venganza está a punto de ser ahorcado, quedando detenido en una escena memorable dentro de una fotografía perfecta abandonado a punto de sucumbir al cansancio y por consiguiente a cumplirse el designio y a morir con el cuello roto, siendo esos minutos de zozobra los que componen la imagen global que perdurará en nuestra mente, la impronta de la trama), aun con un entorno tan castrador y limitador, tan omnipotente en su dominio, el que cree en sus propias reglas que incluso no está enojando a Dios mientras se tiene como parte de una muy discutible religiosidad.
12 años de esclavitud es el reconocimiento de una esperanza ejemplar de aspecto verdadero, concebida en una dura lucha anclada a una pequeña
luz personal, semejante a excepciones como las que representa Bass (un correcto
Brad Pitt, de orden y apariencia sensible) ante la idiosincrasia de una deshonra
capital de la humanidad, de la que en esta historia sobrevive un mensaje importante.