Ya se sabe la alineación de las competidoras por la palma de
oro 2015, y uno de ellos es el australiano Justin Kurzel, de quien hablaré de su ópera prima, estando su segundo filme Macbeth en la disputa en Cannes de éste año.
Snowtown retrata hechos reales, sobre los asesinatos de Adelaida,
una ciudad de Australia, en los suburbios, a manos de John Bunting que fue
ayudado por otras personas, y una de ellas es el protagonista del filme, Jamie
Vlassakis (Lucas Pittaway), que es un adolescente de 16 años que sufre de un
abuso de pedofilia por parte de un vecino y pareja de su madre, y una violación
a manos de un hermano, con lo que su relación con Bunting (Daniel Henshall) se
hace muy “acorde” con lo que está padeciendo, en que éste asesino serial se había
propuesto limpiar las calles de ese tipo de gente, en un asunto perturbador que
involucra la tortura y la desaparición
que pasó de apasionadas discusiones caseras entre amistades del barrio hasta
deshacerse de homosexuales, retardados y drogadictos, incluso familiares
próximos.
Es un filme oscuro donde Bunting con esa sonrisa de chico
perverso manipula a todos a su alrededor con su fuerte personalidad y carisma que
arrastra a los demás hacia la violencia, que se siente más que lógicamente oculta, viendo
que el filme recurre a momentos puntuales, que hablan de algo tras bastidores
en medio de la carencia material, el peligro de la zona y la disfuncionalidad
familiar. Bunting tiene una presencia imponente y llena un hueco, se presenta como una necesidad; ésta parte de actos de venganza
contra el vecino pedófilo instigándolo a que se retire del lugar, en un
intensidad seca que se decide en la frialdad de alguna estética cromática, con golpizas
atroces en una bañera, luego escondidas en mensajes de despedida planeados por
los criminales.
Jamie Vlassakis es una pieza de las circunstancias, él queda doblegado y luego atrapado en un acto de (extrema)
defensa que se torna demencial. Ahí lo vemos sufrir frente a lo que está desbordado,
atemorizándolo y horrorizándolo, en un limbo de iniquidades y crueldades que
aparentan una justificación pero que se enciende de locura, donde la ausencia de
la previsibilidad de la ley y el abuso contra el débil se convierte en una
paradoja de eliminación sistemática. Es un filme donde hay poco respiro. No obstante aparenta calma, una que vistos los sucesos se hace mucho más
dolorosa que abiertamente, en donde se ve el quiebre emocional del muchacho, en el uso de drogas, como en aquella pesadilla que abre el relato y
que dictamina un rumbo hacia el abismo, en un quehacer que involucra la
determinación del abandono general, en una obra sumamente pesimista, terrible,
donde los suburbios desbordan de suciedad.
El filme toma una posición de suma observación, como en los
ojos atentos, que hacen de reflejo, de Jamie, y sus lágrimas furtivas, que involucran constantemente
al miedo, muy bien retratado en aquella llamada dubitativa a la policía. Éste filme tiene una mirada de cierto parecido pero con otra dirección o quiebre a Prisioneros
(2013). La presente propuesta describe perfectamente estar encerrado en un
interminable ciclo de salvajismo. La zona y sus carencias no dan tregua; primero en la pasividad y luego en la brutalidad que ensimisma un callejón sin salida.