Con solo 6 filmes Aleksey German es un cineasta mítico,
aunque no todo lo conocido que debiera ser en el mundo, pero con su última
obra, a la que le ha dedicado tanto empeño, la que nos reúne en ésta crítica,
eso seguramente cambiará, en una propuesta que ha tardado trece años en ver la
luz, y es una aventura absoluta, harto cinéfila, muy propia del arte del cine
donde la imagen lo es todo, es tan potente. El 2015, a dos del estreno de Hard
to be a god (Trudno byt bogom, 2013), será el año de German (aunque póstumo), como en las listas
que lo han postergado, si bien hay que recordar que su fama se inmortalizó en
1971 con Control en los caminos (Proverka na dorogakh) que fue censurada por el
gobierno de la URSS hasta la caída de éste, en que se retrata la redención de
un traidor del ejército ruso en época de ocupación nazi durante 1942 en las
filas de los partisanos cuando pretende ayudar a su país entregándose por
completo a ello, en una obra donde vemos que hay dos líderes representativos
rusos, uno es Petushkov (Anatoliy Solonitsyn) que es un tipo bastante duro que claramente
luce como un trasunto del comunismo más firme, el de su tiempo y el estado, el
que no perdona al traidor Lazarev (Vladimir Zamanskiy) queriendo verlo colgado a
pesar de tantas demostraciones de reinserción, sacrificio y lealtad; y el otro
es Lokotkov (Rolan Bykov) que es muy humano, y al que veremos relegado como militar aun con tanto don
de liderazgo, bondad y sentido de lo justo y la oportunidad, al ser apreciado como un
tipo débil para el partido.
Hard to be a god es una obra monumental, basada en una
novela de los hermanos Arkadiy y Boris Strugatskiy, los mismos que fueron adaptados
por el gran Andrei Tarkovsky, de lo que Roadside Picnic se convirtió en Stalker
(1979). En la presente hacen una obra de ciencia ficción que critica de forma “velada”
las purgas intelectuales demenciales que se llevaron a cabo con Joseph Stalin,
y con él iban contra su propio gobierno en 1964, y todo tipo de poder carente
de democracia. German dicen pudo tener en mente la actualidad, a Vladimir
Putin, pero en un trabajo de realización tan extenso, y tan amplio de miras y
señalamientos, eso puede quedar en un plano anecdótico que poco tiene que ver
con la envergadura propia del arte que contiene por sí misma, sin lecturas específicas
de corte político, sino más bien invoca la deshumanización más atroz que uno
puede pensar, el limite más temido, en una referencia mayor, universal, tras una
barbarie donde lo medieval se ve con pelos y señales, en que el lodo gobierna
el reino de Arkanar.
En la película hay esclavos con tablas de verdugo colocadas
al cuello, vejación, ahorcados masivos o dirigidos hacia ahí, encarcelados en
jaulas primitivas, niños deambulando salvajes vistos sin piedad jugando con
cuerpos corrompidos, muchos cadáveres tendidos en el camino, mutilaciones,
pedazos humanos, animales diseccionados o muertos colgados en cadenas como en
mataderos, mucha podredumbre, sangre, mucosidad, incluso vísceras cayendo de abdómenes
cortados, cantidad de hombres voluminosos, mujeres desnudas o tratadas como
carne, sexualidad descarnada desprovista de erotismo, vulgaridad, llaneza,
impiedad, crueldad, en un espacio dominado por lo medieval, y la exterminación
de todo atisbo de renacimiento, en persecuciones a los llamados sabios, a manos
de cultos paganos. En un orden de suma inmundicia donde todo es
repugnante, violento e inhumano.
El mayor valor del filme no está en su narrativa o relato,
que es confuso, y muy mínimo en realidad, de poca trascendencia, donde no hay muchos cambios dramáticos en la historia que no sean los reflejos de la incivilización
propio de un retrato continuo, en que se trata de la abstracción de una
mentalidad, de un espacio terrenal y forma de gobierno deplorable, aunque se
hable de otro planeta, uno muy similar al nuestro. El mayor valor del filme está en su visualidad, en su
contextualización, en sentir y vivir a Arkanar, y esa forma de vida tan sucia, y
tan despiadada. Es una experiencia en
una cosmovisión, en un realismo. Con una cámara que esferoide por ratos, parece
chocar contra la gente, mientras se rompe la cuarta pared y hay como diálogo
directo, que va hacia otros miembros burdos, armados y gigantescos que yacen
donde el espectador, casi pegada la lente a lo que estamos viendo, muy próxima,
generando el malestar que enarbola el filme como bandera; y solo un
investigador y noble hijo ilegitimo de un dios pagano -que se da cuenta de la
impotencia que genera ésta humanidad, en un pesimismo terrible- aclimatado a
este mundo, Don Rumata (Leonid Yarmolnik) puede ir como en una road movie por
el reino chocándose y surcando sin problemas con esta realidad, de menester, de
pauperización, de la omnipotencia del barro, de los excrementos, de las
secreciones, de lo nauseabundo, en donde la palabra salvaje e intenso disminuye
y domina el territorio, donde el fuerte destruye al débil, y no existe noción
de valores, en un constante peligro de perecer o quedar encerrado, en volvernos
adictos a la perversidad de todo tipo, ya que incluso Don Rumata es un témpano
de hielo (pero también un atisbo de arte, como en lo musical), hasta perder la
sangre e inmiscuirse cuando nada sentimental domina el alma, y la sabiduría se
repele como al demonio por una nobleza y paganismo encendido de sinrazón, de subyugación
demencial, y locura impredecible, en lo que veremos todo con gran fuerza escénica
en tomas largas, donde lo esencial transpira, se impregna en el espectador y es como un viaje a las tinieblas, al mismo
infierno en que sin espíritu no hay diferencia con los animales depredadores,
carente de leyes que no sean la de subsistir aunque traicionándose y enfrentándose
entre ellos por placer y frialdad, donde Don Rumata es conocido como un gran
duelista que cercena orejas y se dedica a recorrer y mezclarse con el pueblo, los
cultos, sus nobles enfrentados, niños zarrapastrosos y las multitudes de esclavos torturados o
muertos regados por todas partes, donde el gris es el color que bien dibuja la
geografía.
Son tres horas donde quedarás atrapado sufriendo la tragedia
de la deshumanización, en lo que se exige un estómago fuerte del espectador, uno
que se atreva a ver todas las bajezas y putrefacciones que uno imagine, un
gordo pintado de payaso poniendo el culo para que lo cojan, un cuerpo inerte como muestra de
prostitución, cadáveres descompuestos regados, algún adolescente jugando con una
cabeza cercenada, cuerpos cabizbajos en procesión hacia la horca, retardo y humillación,
esclavismo sin compasión, y un largo etcétera sin restricciones, pero careciendo de sobreexplotaciones inútiles o efectistas, aunque en donde todo parece permitido,
y esa sensación es la que perdura, en una película tan dura, violenta e
implacable. El entender de un rumbo donde es tan difícil ser Dios, y no como algunos
dicen, que éste no aboga por el planeta. Y es que Don Rumata vibrará, pero todo será en
vano, en una desesperanza, “monotonía”, que bien nos hace valorar que Arkanar sea
solo un limbo imaginario, distópico y enfermizo, una aventura al submundo del
medievo radical, a las formas más brutales, y en medio de lo que se puede creer
que existe y no es vida. El caos máximo. El apocalipsis.