A raíz de la crisis económica y el deseo de hacer cine de
bajo presupuesto, como de expresarse artísticamente, ha surgido un movimiento en
España denominado el cine low cost, que aúna poco gasto, las nuevas tecnologías,
que abaratan costos, promoción y distribución, y un séptimo arte desenfadado,
casi como se suele decir, de guerrilla, donde la libertad creativa invoca la
irreverencia y la anulación de límites estéticos o imaginativos, tanto que
pueden reflejar muy bien la idiosincrasia nacional hispana, enseñarnos la
calle, lo popular, el descontento, como pasa con este filme, El mundo es
nuestro (2012), ópera prima de Alfonso Sánchez.
La cota más grande del cine low cost ha sido Diamond Flash (2011), que podemos decir que está por encima del resto, y ya su director, Carlos
Vermut, ha saltado a la otra vereda con su próximo segundo largometraje,
Magical girl, aunque su autoría creemos prevalecerá. En continuación
sobresalen visiblemente dos películas, aunque en menor medida, una es Carmina o
revienta (2012), y la otra, la presente.
El mundo es nuestro es una comedia, en parte tonta y
campechana, próxima a cada rato a saltar al abismo del exceso, no en sentido de ser perversa y violenta en su gracia, como lo es Torrente (1998) que contra todo pronóstico funciona,
sin tampoco reventarle cohetes porque una obra así no llega a tener nuestra complicidad
aunque sí logra algo entretenernos. Torrente es uniforme en
su locura, en la celebración del abrupto, presentándose como demasiado para bien
y para mal. Tomo de ejemplo a Torrente porque parece cumplir de podio y comparte anhelos con muchas otras. Torrente es una cinta taquillera, de sentido del
humor pedestre y zafio, como Carmina o revienta y El mundo es nuestro, aunque mucho menos. Digamos que en estas últimas se da la broma directa
y llana, más no cruel ni vulgar, aunque Torrente lo muestre de una forma tan
natural y alevosa, burlándose de todo a diestra y siniestra que incluye
mucho a su protagonista, que no llega a ser una propuesta desconcertante aunque
inquiete un poco, ya que uno entiende y entra en ese juego, por hora y media de
dimensión desconocida. Torrente es un retrato de la realidad, ahí ahonda en su comedia. El mundo es nuestro contiene una flagrante crítica social que como bandera de intenciones busca
ser atrevida, no llegando a corromper ni malograr su esencia como arte
cinematográfico, en lo posible, ya que siempre parece estar a punto de meterse
una patinada y caer, pero no lo llega a hacer nunca; se sabe -siempre al
final- manejar, no olvida su cualidad de entretenimiento, aunque sepa que como
ese tipo con explosivos en el banco la gente le escucha atenta, y que mejor que
explayarse con lo que a uno le mortifica o se ve identificado, dentro de un
cine realista, más quizá porque está sumida la gente en divertirse y la
película en capturar su atención de forma simpática (sin embargo, ¿cuántos se
quedan con el goce puro y cuántos recogen alguna reflexión?).
La verdad tras la broma luce claramente, con transparencia,
se mueve en una cierta opinión general, que es casi -o seguramente- universal,
que los políticos, los bancos, los empresarios, los adinerados son vistos como corruptos,
explotadores y desligados de la gente de a pie, un reflejo y natural critica de
la crisis económica. El filme recurre a lugares comunes, anexados por medio de la
imaginación sin esconderlos en absoluto, sino realzándolos, sólo que el filme no siempre tiene la audacia de
su parte, sino muchas veces no genera la esperada risa, cae también en lo obvio y por ende insulso, y es que la mayoría de la historia adolece de
originalidad. Enseguida uno piensa en películas como Tarde de perros (1975) o
Mad City (1997), y se hace esa conexión sin esfuerzo, ahí yace la esencia de lo
que vemos en El mundo es nuestro. No obstante, si uno quiere verse retratado en
su sociedad, en su país, en su idiosincrasia coyuntural, que además tiene
muchas semejanzas con lo universal, uno puede sentir que algo le deja y termina uno contento.
La irreverencia se discute en pantalla, ya que
las ideas son estandartes, son notorias, están para dialogarse, y eso es bueno,
en parte, porque sabe lo que quiere y lo que muestra, sin rodeos, es un grito de
la calle y como el mensaje de Fermín es digno de defenderse, la lucha contra
los corruptos, aunque el fin no justifica los medios. La irreverencia cae a su vez (y se repite
en algo concreto bastante austero) en elogiar y darles sentido a sus dos antihéroes
de trazo grueso, que lucen considerablemente vacíos y aportan sobre todo desfachatez y
simpleza, pero los que entienden en el camino
una voluntad de reivindicación colectiva a través de Fermín (como uno mismo da
a entender, antes eran nada y solo querían dinero); son dos ladrones, el cabeza (Alfonso
Sánchez) y el culebra (Alberto López), de quienes su hablar y tono de barrio
se nos hace en parte ininteligible. El susodicho Fermín, el tercer antihéroe, es un ente que de tanta humildad y ansiedad se nos vuelve
un cero a la izquierda, pero no por la creada referencia flagrante, sino porque
eso es en sí, no parece tener cualidades como personaje. Se nos entregan dos
formatos, unidos hasta la redundancia, donde no hay ningún juego
de póker, las cartas están sobre la mesa, porque la autoría está en ser
voceros del atrevimiento y la realidad, y no en complejidades, es querer emitir un mensaje directo
mientras uno se entretiene.
El grupo de personajes que hacen de rehenes parecen salidos de
la quinta del Chavo del ocho o de un sketch cómico de televisión; sirven para ver algunas verdades o hacer escarnio de referencias, como intrascendencias. La novia posesiva y
autoritaria; el novio sumiso e intelectual, pero poca cosa, a puertas de una hipoteca y la esclavitud; el empleado en paro,
ambiguo en su proclividad a la traición al tener la ropa de trabajo, al que no le queda otra que el cachuelo; la cajera
que reniega de su labor agobiada por no tener vida afectiva; el tramitador
homosexual; el chino que parece uno no saber para qué está, pero hace de todo; o la “avergonzada” trabajadora del gobierno. Visto bien, uno se puede reír sin mucha
alharaca, sacándonos además esas otras sonrisas de escuchar lo
que nos gusta o lo que quisiéramos decir, de un final feliz del mismo tono
general, “imprudente”, alevoso, pero como se dice, la risa aguanta todo, o
casi todo. Y no es que sea un filme muy gracioso, pero tiene su cuota, y es una
opción menor, pero a fin de cuentas agradable. No obstante se pretende demasiado low cost, cuando el espíritu debería ir más
allá, como con Diamond Flash, y no como Carmina o revienta, una película muy
parecida a la presente que proporciona unas risas y un desenfado a veces rescatable (un
poco), y entre otras pocas virtudes sobresale la belleza de María León, que como dicen en España es muy maja, su voz y algún baile suyo; pero en otros momentos es bastante infumable, como cuando Carmina pretende ser la sabiduría del pueblo y no es más que un cúmulo de tretas sucias o
barbaridades en un tono equivocado que más que orgullo dan vergüenza; o como en
la escena en que se tira un pedo en el auto y no para de reír ante el ahogo de
su hija. El contexto de El
mundo es nuestro se oye como un ¡ey, despierten!, además de que como con cualquier
tv nacional estándar reírse un poco venga bien en medio de tanto problema
que a uno le aqueja.