Ganadora del Fipresci, el premio de la crítica, y Concha de Plata a mejor
actor para José Sacristán en el Festival de Cine de San Sebastián 2012, y
premio Goya 2013 también para Sacristán. Es una película pequeña que ostenta
mucho de autor, pero de aquellos que quieren divertirse más que complicarnos la
vida, se divierten con sus audacias y ocurrencias, y quieren trasmitir una onda
de entretenimiento y complicidad entre autor y espectador mediante el séptimo
arte, jugar con su plasticidad, dejar volar la imaginación, la libertad de una
trama que parece rehuirle al encasillamiento definitorio de una narrativa,
fluyendo en un aura de espontaneidad, de broma, de relajo, sin mermar esa
molestia y dificultad de afrontar la existencia, de ahí que una voz en off haga
de camino con esa intención, genere esa sensación, mientras las continuas dosis
de morfina o drogas mitigan la tortura y el dolor que vuelve una y otra vez
impenitente, en el verse el protagonista a puertas de la muerte por múltiples
tumores.
El director Javier Rebollo en su tercera película, tras Lo
que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009) retoma sus formas, de
aquellas que parecen ser historias mínimas ensanchadas, como cuentos cortos que
albergan y generan un magma novelesco, pero que son apenas unas líneas de
historia, todas con una fuerte carga motivacional en la vida de alguien en
especial, algo que nos genera una huida o una persecución, o hasta ambas, que
en la presente se intensifica en tener el reloj apremiando la salida; es “robarle”
el aliento al mundo, hacerle trampa de alguna forma, si bien la felicidad es
una constante en toda realidad.
En Santos (José Sacristán) es una tragedia intrínseca, muy
arduo, ya solo le queda rodar sin más. Todos los protagonistas de las películas de éste director español se mueven, pero
éste no tiene a donde ir realmente, es solo no quedarse quieto, no pensar, porque
León va tras Lola y Rosa va tras otra vida, aunque tienen en común que todos
terminan solo experimentando, para doblegar sus heridas y ausencias. Ésta propuesta tiene una
diferencia mayor de sus antecesoras, del repertorio de Rebollo, ya
no es ni siquiera una lucha que nos regenera o una intromisión silenciosa que
nos subyuga y nos entusiasma venciendo lo anodino, nos repone, es la
contundencia de ser un hombre muerto que sigue caminando, un asesino que ya no
puede matar, que ha olvidado su primera víctima, y aunque suene descabellado como
aquel primer amor, aquel destello de intensidad, con un pasado que aun en lo extraordinario
vale casi nada o tan poco, en el peso del mucho kilometraje que se pierde en la
niebla de la vejez que quiere comerse hasta nuestro último ánimo.
Nuestro protagonista ya no
tiene forma que lo ampare ni camino por fabricar. Sin embargo, se rehúsa a claudicar,
a ser un tipo lacrimógeno, sino es un hombre duro, de temple, pero que alberga sutil
sensibilidad (y se respira en su entorno), un criminal sentimental, o un
criminal que también es un hombre (aunque es un estado endeble el que lo figura
y lo conforma actualmente, y ya no su deleznable trabajo), y no importa que
esté en un callejón sin escapatoria ni que ya no tenga nada en sí, le queda el
anhelo de sobrevivencia tan intrínseco a todos los seres humanos, el movernos a
pesar de todo, y aun así sigue experimentando, riendo, gozando de la clara noción
de lo efímero, sin agarrarse ya a nada, como ha sido su vida sea dicho, por lo
que no es una nueva lección (teniendo en cuenta que la filmografía de Rebollo
plantea búsquedas en otros países al propio).
Es seguir siendo uno sin importar
ninguna limitación, nada nuevo en realidad (la terquedad del eterno viajero, a
orillas de su último periplo), porque Santos no pide la lastima de nadie, sino
como un viejo aventurero sin rumbo echa a seguir su secreta leyenda, en una
road movie que brilla en el detalle de lo intrascendente, que a su vez tiene de
tan importante; él yace sin reglas, como acostarse con una desconocida, entablar una
relación de compañerismo y necesidad sin ataduras, y rodearse del sueño del
idilio seco, del tipo cansado, pero aun dispuesto a vibrar por unos instantes,
en la seducción y poder de un clímax (de un estado perfecto de atemporalidad y
ausencia espacial, en la ilusión de trascender, sin avanzar), embellecer los
pocos minutos que nos quedan, vivir el presente y luego seguir picoteándole a
la existencia, de donde sea, porque sí, porque no queda otra, porque así uno es,
tiene que ser, porque sufren más los cobardes aunque todos vengamos a padecer
sufrimiento como parte del existir, por eso ese helado último es tan
importante, más que un ataque de absurdo intempestivo, y es que Rebollo siempre
está al filo de la tontería, por querer anhelarse cautivante, original,
personal, aunque lo pretenda natural, o quizá es
una motivación, y oscila entre serlo y sernos indiferente sin llegar a tacharle
del todo, nunca, aun fallando varias veces en generar una esperada reacción con
sus formas osadas y coladas un poco a la fuerza, o con rasgos de extravagancia disímil
con sus conjuntos más convencionales y fáciles de seguir. Suele ser aun siendo
creativo, sencillo, quitando algunas aparentes locuras.
El filme aunque se contextualiza en la muerte, que es una
constante que se visualiza mucho y que no permite que la olvidemos, tanto que
es como una muletilla cargosa (y está bien en parte ya que el tono de la
propuesta nos lo hace olvidar), tanto como esa voz en off de los guionistas, de
la dupla inseparable y efectiva de Lola Mayo y Javier Rebollo, es un canto de
vida, de un optimismo a toda prueba, aun con tantas decepciones, que yacen en fueras de campo asumidos desde la proximidad de la muerte, tras la enfermedad
terminal, y el vacío, la soledad, porque Santos es un ser casi sin biografía, nulo
y que seguirá siéndolo en vida por el implacable destino, al que solo podemos
hurtarle ratos de gloria pasajera, o quizá mitificarnos como un triunfo y
fantasía de último momento.
Santos como dice un diálogo de su consciencia se ve reflejado
en Érika (Roxana Blanco) que es una mujer frustrada de y para la familia, el
amor, y toda esa solidez estructural que conlleva. Hasta ha sido renga, y se
siente como tal que incluso lo finge. Ella quedará como congelada en ese jardín,
en esa imagen, aunque notando que es algo que se veía venir, y es la osadía del
reto de vivir, lo que como a Santos la hace una persona de piel dura,
resistente aunque pequeña. El narrador nos dice que no es la típica chica de las
películas, y aunque se dice no ser una tipa tonta, cuando no quiere mostrar la
tetas, subyace mucho en una torpeza que se mezcla con la fe y rompe estereotipos,
la complejiza sin embrollos. Mientras, la carretera nos libera, nos regala un
ensueño. Santos oculta y no deja ver su melancolía, un ser que desde afuera
conmueve sin que haga el esfuerzo de revelarnos su interior, es un ente de la
superficie, un tipo simple aun siendo particular, es un asesino. Lo
golpean en un bar (el tiempo), y teme que lo persigan por no cumplir un encargo al ya haber recibido el dinero
del pago, viendo al tipo grande que lo contrató como un recordatorio de su frustración,
papel chico aunque mostrándose vistoso, que hace Jorge Jellinek (La vida
útil, 2010).
Es una road movie por algunas geografías de Argentina, pero
sin volverlo costumbrista, sino muy moderno, aunque albergando alguna
curiosidad como la playa que tiene de paraíso y de apocalipsis, la dualidad
terrenal existencial (y que es el sentido del filme, como el mismo título
anuncia), que además juega con una metáfora, la del perro que no es de raza y
se escapa de la finca y se reproduce tercamente cuando quieren eliminarlo, algo
así como las malas semillas, el mismo Santos, esos seres humanos destinados a
ser outsiders de la sociedad, negados para una felicidad “estable” (y que el
relato parece decirnos que como esa abundancia de canes callejeros no molestan
a nadie), si eso realmente existe.
Éste filme resulta un goce cinéfilo, una historia entretenida,
como un cuento de personajes fantásticos que aunque no lúgubres no ostentan demasiado brillo, que lo aparentan o lo intentan, quitando lo banal que siempre
nos seduce, pero que ésta vez se justifica, como con la enfermera,
su voluptuosidad, apenas vista pero legible, su sensualidad natural, y su imponente
sonrisa, interpretada por Valeria Alonso; y que nos masturbe, es como la
representación no solo de la fantasía, dentro de lo común, que exuda la
historia, sino el goce del consuelo, una salida inteligente al pesimismo y la
tragedia, un refugio, un canto de rebeldía. El muerto y ser feliz es como estar dentro de una novela gráfica
de la cotidianidad, quebrada con la huida que siempre representa la latente aventura
de la carretera. Aunque está muy lejos de ser una obra de arte, se disfruta sin pretensiones, sin que su simplicidad formal con toques de inventiva y soltura/relajo
narrativo nos eche en falta ausencias, mayores conflictos, porque como está
construida tiene mucha lógica, siendo las verdaderas batallas silenciosas, la violencia
va por dentro, y que mejor que sacarles la vuelta que es ahí donde subyace la
gloria.