domingo, 2 de diciembre de 2012

Lima 13

Hay películas que no desean optar por festivales sino que priorizan ganarse al espectador nacional, lo que para el caso es lo que anhela el director Fabrizio Aguilar, y está bastante bien, mucho sabiendo que el público peruano no es muy asiduo a su propio séptimo arte. Los índices de audiencia son muy bajos y no duran o abundan horarios en cartelera. A su vez suena bastante realista ya que tampoco el filme se ve como un fiero competidor internacional, aunque El inca, la boba y el hijo del ladrón, de Ronnie Temoche, ganó el premio a mejor opera prima en el Festival de Cine Latino Americano de Trieste 2012, con lo que tampoco podemos desechar la misma opción si comparamos, ya que poseen el mismo nivel en lo que ofrecen, un cine sin mucha originalidad, bastante convencional; el de Aguilar muy en la línea del cine norteamericano moderno y comercial con ribetes de reflexión bastante ligeros mientras El inca… aunque es más flagrante con el gancho de la figuras nacionales culturales también lleva un aire muy gringo, en su optimismo, en sus ganas de conmover fácilmente (que lo logra con una canción del grupo de rock en quechua Uchpa), en la simpleza de su trama. En todo caso no está mal, ya que es el cine que más se consume en el mundo y bastante en nuestro país, sin embargo para cumplir con convencer al público peruano van a tener que romper con cierta figura mental por culpa del grueso de la oferta, es decir, que nuestro cine es malo. Deberán vencer las constantes nacionales: calatas, lisuras, estereotipos y chabacanería.

Lo que quiere ofrecer Aguilar en su tercera película, luego de Palomas de papel (2003) y Tarata (2009), dos historias sobre terrorismo, una situada en los Andes y otra en la calle emblema de la capital en el distrito de Miraflores, es sentimiento. El filme nos remite a tres historias que abordan la melancolía, vidas que se cruzan para superar sus conflictos personales; la anciana Trini (Élide Brero) quiere cumplir una promesa, tirar en año nuevo las cenizas de su difunto marido al mar; Tesla (Kani Hart) sentirse menos sola, ante la falta del padre y la indiferencia y superficialidad de la madre, para lo que cuenta con la amistad atípica de un guachimán; el tercer componente del relato, el guachimán, también tiene su dilema, pasa por un mal trago en la separación de su esposa y está a puertas del desempleo, lo interpreta Juan Ubaldo Huamán. Todo bajo la cercanía del nuevo año, el 2013, en que los maya auguran el fin del mundo.

Las actuaciones son un poco rígidas en las emociones que presenciamos, aunque se hacen bastante identificables, fáciles de apreciar, entendibles; son carencias a falta de talento y experiencia por parte de cada actor central. El guion busca fermentar expresividad en la chiquilla y sólo lo logra avanzado el metraje; Kani Hart consigue ser menos falsa en su deseo de rebeldía y soledad, mientras Huamán se queda tal cual en un aura de casi vacío visual, por defecto, aun en la intención de adscribirlo a la abulia, a la indolencia, salvando su desahogo, algo muy visto y en sí ese es el problema del filme, no genera notoriedad e interés porque es muy común, muy repetitivo y muy predecible. El único momento que sorprende es ver a Élide Brero desnuda, una “maldad” del director y una entrega en un filme que no le va a compensar en absoluto, pero, bueno, es el compromiso del actor y es valido aunque sea en un filme muy discreto en cuanto a resultados y hasta en lo que acontece en sí. Élide Brero cae en una sutilidad que no contamina al espectador con emociones, un toque aquí y allá y es muy poco su historia, ella rememorándose en la foto o algunos comentarios no alcanzan a sensibilizar, y el clímax de su desmayo es apenas llamativo. Son faltas muy visibles. El entretenimiento únicamente llega con vernos retratados, es siempre un aliciente ver la propia realidad, a nuestra gente, a nuestro espacio, pero el filme es todo menos ingenioso, solamente cumplidor y muy olvidable. Su deseo de infringir drama, queriendo ser más de lo que es, se queda como anécdota, como esbozo, pasa el tiempo y todo parece irremediablemente tan sencillo que ni las bromas del panadero –gestualmente bastante cómico- o la belleza de Melisa Loza -muy cuidada en pantalla- no hacen gran efecto. Son cosas a fin de cuentas tan pequeñas en lo que encierra el arte, aun en lo simpáticamente banal, que el filme grita un “imposible” al espectador por un lugar en su rutina cinematográfica. Se intuye muy complicado de que supla lo que ya hace bien el cine americano.