jueves, 13 de diciembre de 2012

Amour

Ésta es una película que por donde va cosecha elogios, y triunfos como la palma de oro en el Festival de cine de Cannes 2012. Michael Haneke nos remite al sufrimiento emotivo y físico en la vejez tras las enfermedad que llega repentina, aquí ante ataques cerebrovasculares.

Una pareja de músicos de avanzada edad que profesan mucho amor entre sí tienen que afrontar el devenir del tiempo y la proximidad de la muerte. Mientras Anne (Emmanuelle Riva) se deteriora hasta no poder ni comunicarse coherentemente ni sostenerse por su propia voluntad, Georges (Jean-Louis Trintignant) no sabe que hacer con aquella dignidad que lentamente va perdiendo su eterna pareja, junto al dolor que presencia padecer y que se incorpora en él desasosegándolo ante la inutilidad de lo poco que puede solucionar frente a lo que ve. Ha hecho la promesa de no dejarla en un asilo de ancianos sino cuidar de ella, lo que lo pone en el meollo del asunto y lo hace vivir fehacientemente el estado de su mujer. Esto lo pone de cara a la dura crueldad de algo que llega intempestivamente sin que uno pueda preverlo o siquiera vislumbrarlo; es una etapa a la que uno no está preparado mentalmente siendo algo muy violento de atravesar. A veces, como vemos, mucho más en quien puede razonar lo que sucede y sentir la presión de ver al ser que más se quiere llorando, susurrando maquinalmente que le duele provocando desestabilidad emocional, cayéndose al suelo sin dominio de sus facultades y un sinfín de momentos que un director como Haneke nos lo deja ver o sugerir sin caer en una pornografía visual, pero haciéndonos entender en su propuesta que de ahora en adelante todo es cuesta abajo a la par que la resistencia ajena se verá afectada lentamente.

George se pone en el lugar de la amada, lo dice en su conversación; se siente impotente, afligido y quiere ayudarle, sostenerla, pero el camino cada vez es más tortuoso, más inevitable, y cada minuto empeora. Anne, una dama autosuficiente tendrá que lidiar con la nueva realidad aun no queriendo verse inválida en su enfermedad, primero consciente de que la tragedia es una bola de nieve, evitando el consuelo y el repercutir en su esposo, sin embargo no sabe lo que será, y más en su noble amor que debe hacerse cargo. El amor en ningún  momento se pone a prueba, éste es muy fuerte y eso lo hace más insufrible para el de afuera. Esa unión en ese mundo pequeño de a dos, se hará una tortura solitaria para Georges ante el ser amado que empieza a desaparecer, aun teniendo el cariño de algunos conocidos, el joven alumno u algunos inquilinos, o el de su hija Eva (Isabel Huppert, accesoria, expresiva, desolada), la que más que calmarlo le infringe desesperación.

El tono es frío, sin dramatismos exagerados pero hirientes, ya que el filme de Haneke duele irremediablemente, hay que atenerse a las consecuencias, no se puede evitar aunque trata de aplacar la flagrante decadencia del ambiente con el deambular sonámbulo y ocupado de las nimiedades caseras del protagonista varón. A ratos vemos lo que encierra la trama y a otros caemos en sentir lo que ocupa desde afuera del conflicto en sí, se mueve la cotidianidad asumida desde la enfermedad, es como un pacto entre dos seres demasiado unidos, el dolor de uno vive en el otro, y en cada rincón se trasluce. Los silencios, las conversaciones rotas, los monólogos pesimistas ante el cambio de la corrupción del cuerpo, las miradas, los recuerdos, los exabruptos discretos, todo van haciendo ceder al corazón ante un final anunciado.

La de Haneke es una película vista en Volcano (2011) del islandés Rúnar Rúnarsson pero enfocándose en el deterioro de la vejez visto desde el amor de una pareja y no desde la individualidad de un hombre que entiende una transformación (en uno se trata de un personaje en evolución y en otro de dos inseparables, pero comparten ideas en distinta intensidad); estamos ésta vez en un callejón sin salida, salvo con un desenlace críptico, artístico, romántico. No obstante principalmente el cineasta alemán quiere que aceptemos lo que representa una parte innegable de la existencia, como Anne diciendo ha sido una larga y bella vida. Y Georges es quien sirve de prisma para la comprensión, mientras al mismo tiempo desde el ecran el arte nos va enseñando sin poesía ni velos engañosos a través de su desarrollo un acontecimiento universal aunque en duras condiciones, pero sin faltarle la estética, ya que Amour en su leit motiv  –ese que oculta el título, la preparación del fin y el dolor en el trayecto, como representación indisoluble de éste último de lo que realmente significa existir- es una propuesta que conmueve y abre nuestra percepción, mientras nos cubre con su hipnótica belleza, como un ineludible Baudelaire buscándola en los espacios menos imaginados.

Dos actuaciones brillantes, Jean-Louis Trintignant en un papel de hombre educado, cariñoso, dócil, entregado, servicial, doméstico, dejando ver su pasado, su sensibilidad, en la ilustración del ser menos preparado para éste acontecimiento, y Emmanuelle Riva, una señora fuerte, dominante, dulce, tranquila, apunto de ver doblegada su esencia.

La realización es un derroche de inteligencia en la sencillez, en la claridad, dándole al público mucha conversación ante las imágenes presenciadas en la vejez, en el tiempo, en el sufrimiento, en el sentimiento. Es un Michael Haneke transportado a su obra, próximo, humano, a pesar de todo afable, sin extremismos pero en un extremo, calmo en el diluvio interno y abstracto como ninguno en la llaneza y poder de las imágenes efervescentes, intelectualizando con el séptimo arte pero para la comprensión amigable del espectador común a quien le entrega por medio de su cine de autor profundidad en la transparencia. No es un filme propiamente atrevido salvo en su honestidad y lucidez, sin regodeos vulgares, y aunque alguna decisión no sea la nuestra, podemos sentirnos satisfechos con su conjunto. Es la cotidianidad de lo que no esperamos ver, el ocaso anti-romántico de un contexto del compartir del amor.

El filme tiene solo tres momentos extraños o particulares, uno en el intermedio con la exhibición de unas pinturas al oleo de unos paisajes, la belleza en el reposo, un aire de neutralidad, de contemplación y de inmovilidad. Luego una paloma en dos oportunidades entra a la casa y Georges bajo un claroscuro se topa con ella, entra a tallar lo imprevisible, lo desconcertante, matar al ave, dejarla en libertad, que es lo que nos implica la acción que debe solucionar, la inocencia, la paz, la naturalidad, el vacío, un simbolismo simple y ciertamente indefinible, una ocurrencia menor a fin de cuentas. Y luego cierra con un único halo explícito de poesía en como nos ha reflejado la historia: No dos almas separadas, sino dos en una, juntas.