La primera vez que vi esta película cuando recién apareció y
estaba en boca de todos, y es sólo un decir porque por ser experimental pocos
quisieron verla, hubo poca asistencia, no congenie con ella, además no era a priori una propuesta de mi expectación. La sentí muy pesada, conté cada minuto en la sala de
exhibición, incluso casi me retiro, pero logré terminarla con
mucha desconexión. El problema era esa introducción psicodélica
que llevaba en el cine, decía: “no pienses, siente”, y pues lo mío no es mucho lo
sensorial, lo espiritual, si es que no tengo mi mente y mi introspección
abierta. Esa advertencia me puso
fuera de todo juego, de lo que proponía El espacio entre las cosas (2013), pero ha sido verla nuevamente, a mi modo, que mi percepción de ella ha cambiado y la he disfrutado.
La tercera película de Raúl del Busto tras La espera de
Ryowa (2004) y Detrás del mar (2005)
tiene dos partes que se vinculan en buena medida, más por el lado del
relator aunque es secundario ante el plano visual hegemónico y esencial. Una, la
voz en off, no contiene a la otra en su totalidad pero la anuncia, la sigue, se
fusionan y crean poesía, haciendo de las imágenes un especie de viaje
novelado, se subliman en su trayecto gracias a una cooperación que se convierte
en profundización, y es que el narrador se vuelve también expresión, valga la
redundancia, elemento que aporta al conjunto, no está por gusto, aunque tiene su
obvia participación como hilo conductor, como cable a tierra, como puente a la
comprensión de ese no pensar que mayormente pretende el autor (aunque muchas
escenas a su vez hablan por sí mismas). No obstante puede divagar, perderse en su ensoñación, en su
historia particular que yace un poco libre, arbitraria e independiente de lo
que vemos, pero más viceversa, si bien lo que vive en el ecran es su epifanía,
la de Glauber Maldonado, teniente de una división de narcóticos, detective que
sufre de migraña y de epilepsia, quien está haciendo una película, trasunto
ficticio del propio Raúl del Busto, quien ante un proyecto que no pudo terminar
se decidió por hacer la presente película con el material almacenado en su
viajes.
La propuesta tiene dos parámetros principales. Uno es su aura mística que recorre todo el filme, como se percibe o
se intuye o así lo anticipa el narrador en el relato de Horoshi
Nohara, japonés de 42 años de la clase trabajadora que un día decide
quedarse a vivir en un aeropuerto de México, en los espacios del terminal, sin
declarar más motivo de que eso le hace feliz, siendo la gloria que alcanza un
hombre simple rompiendo la cotidianidad, lo predecible y desde luego lo
frustrante de la existencia, en una rebelión pacífica de la realidad que al
mundo aqueja. El otro es su ruptura con lo convencional (que como se puede ver
está bien unida al anterior postulado, sobre todo en nuestra contemporaneidad
descreída de fe), como con la metáfora del niño trepado en los árboles, de los
que no quiere bajar. Un tercer
parámetro que he dejado un poco de lado porque no me parece exacto y se agradece, aunque sea parte trascendental del
conjunto, es que sea sensorial, abstracto, experimental, cine alternativo.
El filme nos conduce a disolvernos, a atravesar una
experiencia por medio del séptimo arte que nos permita ver tras sentir, tener una liberación, una
vida nueva, realizada en nuestro interior de cara al exterior en ser feliz en el mundo, a apreciar lo que nos rodea, pero lo que subyace en el
espacio que hay entre las cosas, los verdaderos significados, el goce secreto,
lo pequeño que se hace grande, una mirada trascendental de lo común, del que abre los ojos y el alma,
aunque suene cansino el intento. Entonces
no puede ser más idónea la frase de Nietzsche que utiliza el filme como
epígrafe: “Las cosas vienen a nosotros deseosas de transformarse en símbolos”. Para cumplir todos estos parámetros hay que sortear las formas humildes del filme.
El subtítulo “Marte, la selva roja” nos hace
pensar en un planeta equiparado a la naturaleza, a Dios, es decir, a lo desconocido. Tenemos una escena memorable a ese respecto cuando una persona sin rostro en pijama metida en la
piscina da la sensación como que representa la ingravidez de lo espiritual,
salirse del cuerpo sin haber muerto, silencio, paz, libertad, la
trascendencia de cualquiera, y en ese mismo cometido una veleta hecha con plástico de
botella nos predispone hacia un viaje onírico, la forma de la aventura mística.
En el filme destacan composiciones visuales, estéticas,
como la del bonsái contenido en el círculo rojo de un foco que invoca a Japón. Otra composición es la de una playa con pescadores junto con un anciano de rasgos orientales que lee un librito en letras japonesas traduciendo una frase que dice: "El tiempo no espera a nadie". La propuesta se hace mucho de lo experimental y
la creatividad para expresarse, como imágenes que se distorsionan en colores,
brillos, otras que ciegan, por medio de luces; también de algunos desenfoques en medio del temblor e
inestabilidad de la cámara. Una escena
ondea como con el agua enfocada en un pasadizo a oscuras, se aceleran tomas, se usa la
iluminación y el deslumbramiento del sol. La propuesta se pierde igual que Terrence Malick en la mirada de la copa de los árboles en
un contrapicado, como la ciudad se observa en un picado, lo que es Dios posando la mirada sobre los hombres. Graba por aire, mar y tierra, dentro de una avión, una canoa, una moto-taxi, un vehículo. Lo del vacuno en plena
selva y lluvia recuerda al cine de Apichatpong Werasethakul, que no sorprende que la presente película le terminara agradando al director tailandés que vino al III festival Lima Independiente y como jurado de éste evento le otorgó una mención
especial en la competencia internacional.
En el filme se ve mucho concreto, que inmediatamente se entiende como una
estructuración que encierra al hombre en una dificultad de existir, qué, bueno, es la naturaleza del
ser humano, pero que Del Busto logra hacerse cargo proponiendo algo positivo. Un salto en parapente es la flagrante resonancia de la libertad, de nuestra búsqueda de dicha. Algunas formas y expresiones son muy ligeras (como lo del charco con los perros, que invoca miedo, aunque a muchos les parezca la bomba por grabar el
momento y puede ser en cierta medida por su naturalidad), mientras tantas otras son mucho más de lo que aparentan.
Busca la espontaneidad del momento como sólo posar la cámara,
en un encuentro con lo natural, véase el parque de diversiones, específicamente
el pedazo de algodón dulce que flota y cae en las manos de una niña subida
sobre los hombros de su padre, así se coge una chispa de felicidad y podemos ver que no es un filme tan complicado como creemos. Pero
también construye conceptos y genera emociones, con música incidental, un
museo que refleja una tortura, performances callejeras con títeres, un baile de
tango, alguien que yace disfrazado(a) de ángel, o una estatua humana, lo que hace de la propuesta de
Raúl del Busto una hazaña, al ser un cine que no solemos ver
en cartelera, y un cine nuevo en el séptimo arte
peruano.