En esa disyuntiva yace Mija (Yun Jeong-hie), una anciana que se siente hermosa y que ostenta una despierta alegría por la vida a parte de una extravagancia moderna decentemente desenvuelta que no roza la estulticia. Una frescura que no recrimina ni exige mucho al destino pero que de cara a la realidad sufrirá cuanto peor embate puede propinarle el inclemente mundo, no solo una enfermedad que degenerará su memoria sino la necesidad de juntar una cantidad grande de dinero que evite el justo castigo de Wook, su rebelde e indolente nieto, que en el filme no se nos presenta como un criminal sino muy natural que lo dibuja desinteresado y ambiguo del rechazo que puede generar al público observador.
El cineasta surcoreano acierta en su forma de manejar tanto la estructura de la realización como la de perfilar a sus personajes, estos son de carne y hueso, no se van a ningún extremo aunque haya ausencia de muchas características e igual siguen tomando sentido.
Caminamos a la par detrás de Mija y conocemos todo su entorno, su rutina, su personalidad y sus relaciones, entre ellas las de empleada del hogar de un anciano adinerado tullido que termina proponiendo un último placer que lo haga sentir viril y todo con una audacia que no chirria en momento alguno, que no parpadea y se mueve con ágil manufactura dando sentido a un recurso que nos vuelve a representar matices. Nuestra protagonista principal es una mujer sencilla, una buena mujer que decide estudiar poesía recordando que alguna vez le dijeron que parecía tener esa inclinación debido a sus cualidades, su gusto por las flores y el uso de palabras complicadas.
Ella traspira transparencia, no pretende ser impoluta a la vera de la santidad y tiende o intenta ignorar la dura controversia pero como toda persona bondadosa por esencia quiere hacer lo correcto y en ese lugar no puede dejar de lado el suceso de la destrucción de la existencia de una indefensa pequeña. Su consciencia, su proximidad con esa desgracia y la actitud de su descendiente harán meditar sin pie a resoluciones fáciles e inmorales, el deber se irgue altivo dentro de su contemplación y su amor solo hace que sus pensamientos se compliquen.
Es rápido el vínculo que fomenta Chang-dong, Mija se hace querer sin sentimentalismos melosos aunque con el artificio sutil desplegado por un director que sabe armar figuras humanas asociándolas y comunicando a través de ellas en una retroalimentación que tiene de pretexto instantes necesarios pero aparentando menor conjetura y sin prolongarlos sino virando como en un mosaico de cortos instantes que representan una mirada a la intrusión de un contexto diario que ostenta importancia sin lejanías ni espectacularidad. Tampoco la predispone a la obviedad aún en la simpleza y en el retrato de su humildad que no impide darle rasgos curiosos o salidas audaces como la del encuentro con la madre de la muchacha violada, un clímax dentro de tantos otros instantes álgidos de filosa expectativa como la espera de aquel poema que tiene que escribir como fin de clase y al que parece no hallarle entendimiento pero que la incita a buscar y a maravillarnos con esa ilusión que enaltece el verdadero fin del arte escapándosele en el arduo sendero de la inspiración que el filme describe, justifica e impulsa en continuo vaivén mediante todo lo que contiene éste relato como con su asistencia e interacción con la cosmovisión literaria de las declamaciones, de las confesiones, de la enseñanza y de la propia fabricación sentimental en el sentido que tenga profundidad y significación uniendo trama con aquello que implica romanticismo que tampoco se hace predecible ni ñoño ya que hay ironía y campechanía hasta la lógica del policía honesto y vulgar que permite la metáfora de las apariencias, en ser sin falsedades, en el optimismo y en que el cariz del planeta en que nos movemos depende de nosotros.
La cotidianidad es otra muestra de maestría, el movimiento de las actividades se mueven variopintas perfectamente ensambladas en compartimentos comprensibles sin sobrantes, cuando parece ir en un sentido menor regresa a otro más trascendente sin agotarnos, con el ritmo y la traslación medida, controlada sin hacerla notar. No solo es coherente sino que no teme permitirse licencias en particularidades y no quiere ser una historia clásica ni manipuladora o extraña pero tiene de todas ellas en dosis imperceptibles para convencernos y guiarnos hasta ese apoteósico cierre en que escuchamos y solucionamos nuestros conflictos internos con la recitación de la lirica del amor y la muerte en honor del sufrimiento de todos los seres humanos colocando en su lugar lo que corresponde. Imprescindible obra maestra de la mejor manifestación de contemporaneidad atípica incluso para su procedencia.