Capra hace una bonita historia navideña con personajes muy al estilo de las obras de Charles Dickens realzando virtudes y defectos, colocando figuras bastante identificables bajo rasgos gruesos y no por eso no estimables en sus personales formas; el retrato no es básico porque alberga muchas ramas derivadas y mantiene complejidad en su deambular que por simpático y actualmente popular –aquello de ver qué hubiera pasado de no existir el héroe de nuestra narración que para el caso no se valora en toda su grandeza- no cae en absoluto en lo monótono y anodino. Sin embargo sus personajes muchas veces son poco más que básicos ya que buscan acompañar más que verdaderamente resaltar aunque llevan cierta independencia –sea el dueño del bar, el farmacéutico, el policía, el taxista, el tío Billy, el amigo adinerado o la chica fácil entre otros secundarios que marcan una personalidad global optimista muy influenciada por el protagónico- creando a pesar de su funcionalidad un trabajo de conjunto que llena el pueblo de identidad y solidifican el panorama del contexto ya que permiten ver en toda esencia el alma y la repercusión que genera George Bailey, un tipo aparentemente común y frustrado -por no ver lo que es, lo que ha hecho o lo que hará-.
La mirada de la película es inocente, hay que admitirlo y no quita respaldo asumirlo, pero es porque cree en el ser humano, un ideal que bien vale llevarlo en alto a toda causa fuera de que en la realidad no sea tan razonable muchas veces. El espíritu que reina en la realización tampoco se queda en lo hueco ni en lo simplemente sentimental, salvo en la predominancia del canto a la convivencia digna del amor en todo terreno, sino que además tiene perspectiva porque George Bailey no solo es un hombre de palabras y buenas intenciones –porque sería poco francamente- sino de soluciones (de llevarlo a la práctica) y es que su inteligencia permite burlar la iniquidad del capitalismo más violento que solo ve dinero y astucia más que respaldo o bien común en el prójimo, pero sustentándose en el trabajo duro y evolutivo -las casas compradas son la prueba- aunque arriesgándolo todo en el compromiso que pretende ampararse en el cumplimiento del deber de uno en relación con el ajeno.
Es la resolución de un mensaje probo de pies a cabeza que buscar creer y dejarse llevar por la fe en la humanidad (¿por qué será tan difícil?), como con las hipotecas o los prestamos en la oficina que mata de sopor la ilusión de Bailey que al igual que su padre no le queda otra salida -ante su naturaleza idealista y colectiva- que responsabilizarse por los otros a expensas de sí mismo (un milagro a todas luces en nuestra modernidad egoísta e hipócrita pero que nunca hace un mea culpa completo sino parcial y desprovisto de autocrítica); ya que servir es un don de pocos y por eso simbólicamente –además de literal- llega el rescate del cielo o la -tomada por fantasiosa- justicia divina que envía a un ángel a demostrarle a nuestro ciudadano ordinario pero también auténtico y especial que su labor puede ser tan gigante como la del hermano en la guerra salvando de la muerte a sus compatriotas o la anhelada superficialidad viajando por Europa; éste es un recordatorio de que la pequeñez se lleva en el alma y que la desfiguración de lo que realmente es exitoso parte del concepto materialista, visual, suntuoso o de exacerbo público que nos domina, pero que solo basta perderlo todo –lo que aquí es invisible en grandeza a nuestros ojos- y darnos cuenta que la vida es maravillosa, como reza el título, incluso bajo el temor de ir a la cárcel o ante una alta deuda impagable de 8, 000 dólares.
Una esposa amorosa e hijos felices, un hogar cálido desde su gente, el afecto general, la amistad, la convivencia pacífica, la paz interior, la consciencia tranquila, la honra y más son más importantes de lo que cree Bailey; para eso Clarence, un enviado celestial memorable aún en su estereotipo, como lo es Potter, dos caras: el bien y el mal, viene a ayudarlo en el momento en que cree que vale más muerto que vivo y está engañado por las apariencias, cuando sólo vislumbra la derrota.
Una mención aparte se merece Donna Reed como Mary Hatch, la otrora niña educada, sana y linda que le dice en el oído sordo de George que siempre lo va a amar y que más tarde no puede despegarse de la canción que los acercó de jóvenes, y sí ¡la mujer es el dulce y preciado tesoro de cualquier varón!, ¿qué sería el mundo sin éste sentimiento tan inigualable?, trasmitido por ella con toda vivacidad, con esa clase y naturalidad que llevan tan fehacientemente las damas clásicas, que no necesita ser de impactante belleza ni siquiera provista de sensualidad sino que irradia desde la enamorada sonrisa, de la sencillez, de la alegría, de la madurez, de esos olores que definen su expectativa anhelada con el hombre de su vida.
En Capra brilla la minuciosidad, la resonancia discreta de los detalles en toda escena, como con el cuervo que implica el avistamiento de los problemas. También yace curioso el que Potter sea un invalido y es que sin perder la sensibilidad, el ser humano está en su interior y no en su físico. Todas éstas son lecciones "bobas" que conocemos aunque están a menudo guardadas con polvo en el olvido y es que lo que muchos tildan de obvio termina pasando desapercibido cuando son premisas indispensables que hay que tener presente; por eso un filme híper sensible y flagrante se nos hace tan grato casi sin darnos cuenta de qué se nos dice lo que ya sabemos pero porque tiene en la estructura la complejidad necesaria para reforzar y disponer de una filosofía existencial que en el fondo todos ansiamos tener en nuestro derredor y que nuestro escepticismo o predisposición a no vernos vulnerables impiden que brille en nuestra vidas.
Fiat lux se oye implacable silencioso en el rostro jubiloso de esa imagen inmortal de Bailey acaparado por los abrazos de sus cuatro hijos como de su amada esposa, mientras aquella frase grandiosa dejada de dedicatoria por Clarence cierra el conjunto perfectamente: “ningún hombre es un fracasado si tiene amigos”.
Fiat lux se oye implacable silencioso en el rostro jubiloso de esa imagen inmortal de Bailey acaparado por los abrazos de sus cuatro hijos como de su amada esposa, mientras aquella frase grandiosa dejada de dedicatoria por Clarence cierra el conjunto perfectamente: “ningún hombre es un fracasado si tiene amigos”.