Richard Sherman (Tom Ewell) alterado grita: “¡podría estar con Marilyn Monroe!”, denunciando una infidelidad de cara a los celos que siente por una de sus fantasías dirigidas hacia un posible rival muy parecido a Cary Grant, y a pesar de tener entre manos el sueño perfecto e idílico de cualquier varón, éste aguanta estoico el llevar hasta las últimas consecuencias una aventura que lo mantiene en la balanza de la indecisión. Lo intenta pero no quiere rendirse ante esa beldad ingenua, fresca, tonta y transparente que le dice directamente que prefiere a los hombres casados, sin rehuir la propuesta de un amorío ya que no quiere ningún compromiso serio, dando clara muestra de alegre superficialidad. Sin embargo aunque puede creerse que estamos frente a una vil mujer de la vida, ella supera ese título al sobrellevar esa desinhibición natural y segura con candidez y sentimentalismo en toda regla. Para muestra de ésta salvedad está el escuchar de sus labios que prefiere a los hombres tímidos y menos agraciados, ahí está lo que enloquece a una mujer dice justificándonos su sensibilidad, no el tipo implacablemente guapo que se mueve con vanidad, la misma que ella ostenta diciendo que los hombres suelen descontrolarse en su presencia, que no miente tampoco y en prueba está que Sherman trata de propasarse sentado en un banco cerca a un piano. A ella le excita no la música clásica de sugerente estética melodiosa sino Chopsticks (Palillos Chinos), una canción casi infantil de jubiloso ritmo, y eso es ella, una irresistible dama que a todas luces se propone en bandeja de plata abriendo su existencia sin medias tintas a la vera de un poco agraciado personaje que aunque de buena condición social e inteligente es simplemente uno más del montón o, peor, el último de la fila.
Es el relato de un hombre que a los siete años de casado, tras las vacaciones de verano de su esposa que parte con su hijo dejándolo por trabajo a solas durante dos semanas, entra en una temporada donde los hombres pierden su mesura para brindarse libertades afectivas. El protagonista está entre la espada y la pared en medio de su obligación para con los votos matrimoniales y esa picazón que describe un libro médico.
Prodigarse algo de diversión, sea trago, fumar o acostarse con otra mujer, es la disyuntiva del poderoso aullido interior del primitivismo ancestral que además vemos en un soporífero inicio recreado sobre los indios que poblaban Manhattan. Sherman es un buen cabeza de familia, honesto, trabajador, metódico y bien educado que a pesar de tanta cualidad queda embobado con aquella rubia, la chica del segundo piso que comunica con su escalera clausurada, a la que decide seducir sin dificultad, ya que aún en su graciosa fisonomía tiene actitud, es ególatra como pocos y está provisto de una imaginación descomunal, con lo cual se hace capaz de hacerla rendir a sus pies. Una fantasía hecha realidad en medio de sus simpáticos sueños.
Vemos en pantalla la intromisión de sus inquietudes, a su mujer regresando enfadada con una pistola, a su secretaria rompiéndole la camisa desesperada o a su amante en la bañera dispersando el rumor. Sherman es un neurótico con pantalones que mueve un dedo incontrolablemente, pero que articula con aquella sencilla maravilla del deseo, una verdadera muñeca como manifiesta su rústico arrendador, unos diálogos muy fluidos y carismáticos, mostrando un guión dotado (del mismo Billy Wilder, y de George Axelrod, autor de la obra de teatro que adapta la película). La constante conversación entre la pareja está cargada de soltura, amena intrascendencia a ratos y a otros mucha cultura aproximada al trato común.
No se trata de una comedia vulgar sino muy centrada, pero sin perder franqueza en el trato, ya que puede enfrentar temas álgidos, el adulterio, el chantaje, la promiscuidad, que no faltan en los discursos, en muchos, ya que el personaje principal abarca amplios monólogos que rayan en cierta locura y, a su vez, apertura mental. No se guarda nada analizando su realidad, se manifiesta perennemente autocrítico de cada movimiento de su personalidad.
Marilyn Monroe hace con gran dignidad de una mujer fácil y boba. Su artificiosa lentitud se presenta creíble y aunque peca de excesiva se gana el cariño de uno. Tiene unos ojos eternamente sorprendidos en una mezcla de esencia dionisiaca y un comportamiento suave desprovisto sin contradecirme de ningún atisbo de maldad. Ewell en hábil actuación es muy risible, agradable, pedestre y tiene siempre un as bajo la manga. Ambos interactúan con bastante encumbramiento, fuera de presentarse sin demasiados adornos y complejidades. Parece todo simple y no lo es, ya que como bien se dice hacer el tonto cuando no lo eres no es asunto de cualquiera y Monroe finge, se ve, pero funciona, nunca deja de ser tierna.
La carcajada viene sin embrollos cultos ni recursos mezquinos o desproporcionados, a ratos se sienten algunos pequeños espacios muertos, pero en general la trama fluye rutilante. Los sucesos proporcionados por la imaginación del protagonista se hacen sumamente festivos. Los tantos rodeos y las preocupaciones siempre entorno a corromper la confianza justificando una cana al aire a razón del desinterés de la cónyuge y de la emoción de la licencia sexual suman al producto, hazaña que en el mensaje intrínseco se perdona. Tampoco rehúsa ser permisivo con liviandades como un par de besos y uno que otro exabrupto hormonal pero termina siendo aún en sus audacias de un aire naif. Los argumentos abundan, pero la filosofía es la de la broma elegante aunque clara. Y no falta la mítica en el filme, la falda de aquel vestido blanco que se levanta con la ventilación del metro dejando ver unas hermosas piernas, o la escena de Marilyn en la ventana avisando el olvido de unos zapatos que luego delicadamente los pasa a la distancia. Y es que estamos ante un amplio goce del cine clásico.