Recuerdo cuando fui a ver Madeinusa (2006), me invadió un
enorme entusiasmo en la sala de exhibición, bajo la sensación de que lo que
estaba observando era algo totalmente diferente a lo que se ha hecho/hacía en
el cine peruano, luego llegaría el oso de oro, el fipresci y la nominación al
Oscar por La teta asustada (2009), lo que hace siempre interesante, digno de
orgullo, ver una película de Claudia Llosa, no obstante la crítica atacó Aloft,
por lo que visionarla generaba sus dudas (aunque verla o volverla a ver es la última palabra), pero el resultado ha sido más alentador de lo que se anunciaba.
Aunque no es una cinta maravillosa tiene
lo suyo a un punto, dentro de su delgadez, o falta de volumen. Mantiene su parte de subyugación en la noción de estar catando
un cine maduro, sin ser difícil de entender. Le puede faltar
entretenimiento, pero no atención ni delicadeza, en el que es un retrato muy
duro (más allá de ver parir a un cerdo, que tiene su lado simbólico). Tiene cierta relevancia por su dirección, temática y su manera de narrar, en su carga de frialdad, como el mismo paisaje se hace cargo de propiciar, sin
hacerlo en lo obvio o en la sobreexplotación.
Posee ratos de aligeramiento
que quizá sean inservibles, pero lo que
vemos es algo muy difícil de manejar y de abordar, y eso es lo que perdura, sin
caer en el papelón o la proclividad al efectismo rancio, o peor, su
superficialidad. Se trata de la distancia afectiva ante un terrible dolor, que
sucede entre un hijo y su madre, entre un amaestrador de halcones llamado Ivan (Cillian
Murphy) y una curadora y artista, Nana Kunning (gran esfuerzo
de Jennifer Connelly).
En el filme se habla de misticismo, de un método de curación
folclórico digamos, uno que nos suele ser tan común en nuestros países muchas veces
pre-modernos, dicho a grandes rasgos, si bien el método visto con un columpio
en medio del bosque (que me recuerda la enorme escena de Anticristo, 2009, del
pequeño en el alfeizar, momento en que se propone el éxtasis y el mal), unas especies de pastillas suponemos
naturalistas o una bolas de piel como sahumerio no sea fácil de reconocer. En el primer mundo, estando ambientada en Canadá, me luce un poco raro.
La
propuesta refleja ser muy angloamericana, en la lejanía entre miembros de familia, en lo
que propicia una vida de rápida independencia o a razón de la dureza del carácter
que suelen sembrar y habitar entre los norteamericanos, a diferencia de nuestra
tendencia latina a lo familiar, a la emotividad y la dependencia, como también
lo es el egoísmo de los niños, no siempre asumido, en donde puede asomar la
estafa, como en el alcoholismo del llamado arquitecto, el cual a través de lo
que vemos pasa a un segundo plano, apreciando que lo que en verdad (nos) surte el
esperado efecto mágico es el poder de curación del habla, de la auto-reflexión,
al estilo de la esencia del Dalai Lama, como bien perpetra la voz en off en el
desenlace, invocando el sentido de la vida y la muerte en una metáfora con el
hielo.
La historia se divide en dos tiempos, el presente y hace 20
años, unidos por la búsqueda de un tercer personaje, en otro actor de cierto
renombre, en la periodista Jannia Ressmore (Mélanie Laurent) que plantea hacerle
un reportaje a Nana Kunning por medio de su arisco hijo. Puede que sea una
participación bastante menor, una aventura pasajera, poco sustancial, pero, bueno,
es su carta (convencional) como hilo narrativo, para implicar la reconciliación,
y en sí un endeble rastro de efecto sobrenatural, pesando contarlo en el orden racional
del primer mundo, aunque igual lo hace dejando una elipsis propia de un outsider,
pero como una aclimatación sin mucho soporte argumental, dada por hecho
sin más, per se, que deja la propuesta un poco en el limbo. Por ejemplo no tiene el poder del
aura del realismo mágico, sino lo hace de forma demasiado seca y austera; comparándola, está desprovista
de la belleza del canto literario.
La idea es buscar una trascendencia
popular, sencilla y de cotidianidad, bendecida por ritos cautivantes, en un imaginario enraizado a la cultura y a un lenguaje autosuficiente, pero, claro está, en buena parte fantasioso. En ello
Llosa no toma muchas cartas en el asunto, no pretende énfasis, no obstante
apoya esa práctica, en un rasgo de identidad como lo es llamar Inti a un halcón
domesticado, lo cual hace de ésta película algo fiel al cine que articula y
cavila nuestra prominente directora, aunque no sea tan logrado como sus obras
predecesoras. El traspase no funciona igual, sin embargo tiene su mérito,
inteligencia y ambición, mientras asoma la recurrente lección de la dificultad
de convertir mundos personales a otros territorios disimiles.
Recupera el sentido de La Teta asustada en ponerle realismo
a lo mítico, pero que aquí hace la gran salvedad (por una parte facilismo) de
no profundizar, apelando a lo sutil, no generar mayor coherencia al respecto (sorpresivamente
la universalización le cobra cierta factura), fuera del mensaje final, que llega
como recurso grandioso, que lo es a un punto (también por un lado banal), como ese título tan propio
de libro de autoayuda, que poco favor le hace.