Cinta del año 2010 perteneciente al cine griego moderno
donde resalta principalmente su deseo de ser una propuesta trasgresora y
original, como se estila en muchos cineastas contemporáneos ensimismados en la
ambición de salir del rebaño, pero en donde siempre debe estudiarse a qué
precio y si vale la pena, sino algo más clásico puede ser una mejor opción,
todo depende de qué sea lo que propongas a fin de cuentas. Tanto para bien como
para mal no hay demasiado de ninguna de las dos como para absorber el conjunto
o impresionarnos intensamente pero destacan ambas notoriamente entre sus características,
lo que lastra un poco su resultado, siendo su predisposición y la consiguiente sensación
de sus intenciones objeto de caer en cierto aire de gratuidad o provocar paradójicamente
abulia aun siendo abiertos al cine de autor, al que se pretende con devoción.
Presenta un cariz en parte criticable negativamente de
efectismo, sin embargo no al punto de minusvalorar la película porque toda la
trama y sus imágenes por más libres que sean algunas se amoldan a la
perspectiva general, es decir que la narración de su personal auscultación
predomina, y esta versa sobre el sexo y (por supuesto) los sentimientos, más
indirectamente. En ese panorama se nos presentan dos amigas. Opuestas en
personalidad y anhelos sexuales, una hasta se muestra y se ve bastante apática en
su fisonomía en ese aspecto, repele el coito -al que denomina eso del pistón
que cree le molestará entrando y saliendo en su cuerpo como un ente invasor y
conquistador- y le son difíciles las relaciones humanas, aunque siente mucha
curiosidad por ello (más clara no puede ser la escena de las dos lenguas
femeninas moviéndose en un beso demasiado entusiasta y torpe), de lo cual surge
una “dependencia” de la amistad de Bella (Evangelia Randou), una chica
sexualmente activa y libre, incluso promiscua y fácil, que ve el acto en sí de
forma sumamente superficial, muy abiertamente, en un sendero práctico, al punto
de hacer favores sexuales y ser bisexual.
En la cosmovisión de la autora, de Athina Rachel Tsangari
en esta su segunda película, se metaforiza lo sexual en las plantas, se puede ver
además una indagación física de ese fundamento, y se articula mucha semejanza
humana con los animales (inspirada en los documentales donde participa el naturalista inglés David Attenborough que proporciona el título en la mala pronunciación del griego de su apellido, como en el cartel de la película en donde la continuación interna de los brazos empujando la espalda asemeja a las alas de un ave). Hay ratos que la simplificación llega a ser muy didáctica.
En el filme la ignorancia y la libertad juegan un gran papel. Nos quiere
decir que lo sexual es un descubrimiento -y una continuidad- personal menos
trascendente de lo que creemos, aunque sea psicológicamente importante desde la
concepción de uno.
La protagonista y eje de la historia, Marina (Ariane Labed,
mejor actriz en el Festival de Cine de Venecia 2010) mientras enfrenta la próxima
muerte de la raíz que la sostiene al mundo, su padre, Spyros, en una relación que
la describe como “una hija de papá” (entre comillas porque es una persona
atrevida y aunque torpe e inmadura, segura y fuerte), su confidente, su amigo,
el ser que más quiere, debe aprender a sostenerse y seguir por sí misma, ser
líder de su destino de forma aún más solitaria de lo que ya es, y en esa obligatoria decisión su mente debe entender
su relación con lo sexual, ese es su reto (que radica en un razonamiento
conflictivo), en asumirse tal cual, en pasar por esos dos trances definitorios,
el inicio y el final, solo que como se entiende, todo es menos de lo que se
cree, solo que la complejidad de nuestra esencia ante semejantes temas hacen de
la experiencia un aire de tragedia, que lo es hasta comprender que es
inevitable en nuestras vidas. Es el descubrir de la simpleza de lo complicado,
eso es lo principal. Y ella encaja en la resolución aunque no en todos los
atributos que se requieren.
El problema subyace en que idealiza al padre al que imagina
sin pene ni (degradante) lascivia, lo que luego en el acto de renuncia en la
entrega de la amiga denota que se ha asumido su condición de ser humano. Sin
embargo el amor al que aspira la trama siempre por esas circunstancias es tan
complejo de llenar al alcance de su precedente totalizante y demasiado grande aunque
inevitablemente deba buscarlo, para seguir adelante, y conseguirlo para llegar a la plenitud, a fomentar una mejor
vida. Vislumbrar el inminente vacío la impulsa a que lo intente, a cambiar de
parecer. El amor es un tema elíptico pero brilla en las canciones francesas
románticas que se amoldan al conjunto y más que decoración musical o audaz
contraste representan una línea ideológica discreta de exploración del filme. Solo
que vista en pantalla desde una perspectiva dura.
Spyros (Vangelis Mourikis) es ateo, quiere ser cremado estando en una nación ortodoxa que repudia esa liberalidad anti-cristiana, él mediante su calma y la aceptación
de su último camino ejerce la dirección del universo de su hija, siempre le ha
sido de ejemplo habiendo dos rasgos marcados que se desprenden de él, su firmeza
y una oculta esencialidad salvaje, primitiva. Spyros es un macaco, es una
bestia, como marina lo ha heredado y se ha instruido sabiéndolo, y el mensaje es
el mismo para todos los demás, y la transición con la realidad pasa por esa
naturaleza. Es una mirada reflexiva específica. Marina despliega inocencia en
su aprendizaje sexual en algo que suele ser violento, solo que el tono del
filme no lo es, queda velado por la férrea voluntad de los personajes. La
temática no tiene solemnidad, es relajada, aunque a ratos extraña, como los
bailes y exhibiciones de intensidad de las intrínsecamente sensuales chiquillas,
de una espontaneidad que es un grito de rebeldía. Con coreografías irreverentes
y en parte absurdas, burlescas, como el trasfondo de quien arremete contra el
mundo sin temerle y aunque desconociendo mucho de éste tomándolo de los pelos,
como en ese acto sexual primerizo con el ingeniero (el director griego Giorgos
Lanthimos que no lo hace mal como actor, en un semblante tímido y actos comprensivos
sin mucha excitación) a quien que le dejen el auto del trabajo diariamente le sirve
de pretexto para acostarse con una inexperta Marina que parece hallarse con el
tipo que requiere. La que se desnuda como una alumna presurosa y fría lista
para aceptar el cambio que invita la vida, si es que realmente le hace efecto al
decir de contrarrestar su indolencia sexual y sus vínculos afectivos para con
otros que no sean su padre, o seguirá desligada del mundo siendo una despreocupada
y extraña persona. No lo sabemos. Pero la noción y el trance personal ya indican
una evolución.
Se enfatiza el cariz de materialismo frente a la muerte en los
cobros del hospital y las órdenes fúnebres, un trámite común que son también (mucho)
negocio, que muestran un plano de banalización que sirve de reflejo para desligarnos
del misticismo que enaltece el final de la existencia. Tiene de bofetada a cierta sensibilidad y a la
aspiración de embellecimiento que suele articular el hombre, como también el
arte. No obstante, Athina Rachel Tsangari le rehúye, aunque crea en el
espectador un enternecimiento para con su criatura, para con Marina, en ese
aire de idiotez, de rareza y hasta de insolencia que ostenta, es un ser
imperfecto en toda palabra, voluble e impredecible, como cuando pregunta al
padre si la sueña desnuda, o le pide a Bella que como última satisfacción
sexual, solo una necesidad, cumpla con acostarse con su progenitor.
Éste es un filme que posee una emotividad escondida tras la
erradicación de las convenciones, de la extirpación de las ilusiones, de las mentiras
que calman, aunque por momentos el filme
parezca un cúmulo de muchos exabruptos o de la irresponsabilidad, de una pedrada
que abre la visibilidad sin ser sensacionalista salvo contundente en su
simplificación o en su elegante ataque a lo pedestre y lo trascendental. En transportar
la muerte del padre (¿un especie de Dios?) a esa desnudez de Marina cargada de
tranquila aridez y de constantes preguntas, aunque tenga lo suyo cuando la
chica se desahoga con una danza frenética, un reflejo “irracional” de su estado
emocional. Un camino que se construye con lo que se destruye, paleando uno el
otro. Y uno conoce, vive y eso es todo, de cara a ese sugerente último escenario, el contexto y parte de la identidad de la película, un pueblo industrial, en que se está trabajando, en donde el ser humano
en realidad se mueve, en una lucha contra nuestra naturaleza y en donde la arquitectura, la profesión de Spyros, también nos disfraza. Junto con la alegría, el (necesario y vital) desparpajo y
la intensidad de bailes y gestos complementarios.