Jonás Trueba en su segunda realización cinematográfica tras Todas las canciones hablan de mí (2010) ha
hecho una película despreocupada que guarda distancia de la obra maestra y del
arduo trabajo de una historia compleja y que como él mismo dice en el prólogo pertenece
al entretiempo. No obstante eso no inhibe su talento, logrando otorgarle a su
propuesta sustancia y proyectar la esencia artística. Lleva un propio toque de
autor –solo que en relajo- que busca enseñar que estamos ante algo artificial, de ahí
que constantemente se nos permita observar como un detrás de cámaras en medio de la línea
argumental, que denota lo que existe en él, de lo que parece su vida como cineasta,
hombre común y amante del séptimo arte, mediante conversaciones con amigos,
reuniones de alcohol y juerga en el bar, clases de cine, visitas a salas de
exhibición de barrio, a la librería, a restaurantes chinos y cafés, a la
tienda de vídeos de un amigo y “crítico” curioso, con enamoramientos y flirteos,
con sexo, revistiéndose de intrascendencia personal aunque importante para sí y
por estar en la fábrica de sueños en buena medida para los demás (de eso que su
historia tenga valía general más que la de un acto narcisista, en la
identificación de a quienes le apasiona la gran pantalla). Sin embargo aun
siendo la exhibición de una realidad, la de Trueba, la del que se asume -y está
como pez en el agua- alrededor del cine, del que lo ama, nos deja en claro que
también es una creación de su labor como cineasta y contiene -aunque elusiva- una
trama, contextualizada en la cotidianidad, y que articula un motivo importante en su cine,
las relaciones afectivas.
Tenemos varias expresiones de afecto, principalmente hacia el
cine, motivo central de la presente obra, de quien lo
conoce bien (observando una escena del rostro del protagonista a solas
contagiado por una película lacrimógena, que lo desnuda totalmente, aunque sea a través de lo ligero). Después
hacia el grupo humano en que se mueve y en especial –dentro de la convencionalidad
de su relato- hacia una chica que lo impactará por algunos detalles muy
particulares de un encuentro sorpresivo (principalmente en lo del balcón, a lo que se agrega el silencio, el esquive y “el misterio”), en que no requiere de palabras –sacándole la vuelta a lo que uno espera- y en donde muestra la seducción de una personalidad esbozada en la discreción de la sugerencia y del que capta ese
reflejo. Luego hacia el tipo de vida que lleva y del lugar que proviene, de su padre, Fernando Trueba, que como en la imagen de los niños jugando en un especie de
improvisado set de grabación y cubil, nace, se envuelve y se desarrolla dentro
de un ambiente determinado. Y con plena lógica y afecto le dedica el presente filme, exhibiendo el propio
lenguaje que ha aprendido, dentro de cierta innovación, tras la simbolización de los vhs.
La calidad de cine de autor y la vanidad del yo disminuyen y
se hace muy digerible al tener una "trama" humilde –sobre todo consciente de que pretende ser un filme de
entretiempo-, contada en sí en lo que es sin
aspavientos, bajo cortas y algunas complementarias recreaciones habituales muy
desenfadadas, pero agregando que lo hace con educación y cultura, solo que sin perder ser de a pie con
sus redundancias en el habla, ligereza de trato, simpatía o amabilidad para con
el público que ve en el ecran un lugar de entretenimiento y de lugar común.
Existe una mezcla de aspectos, no hay una línea limpia y tradicional en la narrativa escogida, sino busca una curiosa amalgama de espontaneidad, transparencia y sencillez argumental con la exaltación y la desnudez de unas formas vivientes en el artificio y lo artístico, desde un blanco y negro elegante. Los contrastes y las fusiones no se hacen esperar. Catalogar de un una sola identidad al filme es imposible, porque es fácil de comprender, de sentir, de contener referencias universales para con el espectador, pero no resulta tan típico en como lo vamos viendo, aunque tampoco se aleja de la empatía narrativa.
Existe una mezcla de aspectos, no hay una línea limpia y tradicional en la narrativa escogida, sino busca una curiosa amalgama de espontaneidad, transparencia y sencillez argumental con la exaltación y la desnudez de unas formas vivientes en el artificio y lo artístico, desde un blanco y negro elegante. Los contrastes y las fusiones no se hacen esperar. Catalogar de un una sola identidad al filme es imposible, porque es fácil de comprender, de sentir, de contener referencias universales para con el espectador, pero no resulta tan típico en como lo vamos viendo, aunque tampoco se aleja de la empatía narrativa.
Parte de lo que observamos parecen anécdotas o piezas sueltas
anodinas, pero termina en una lógica de conjunto, tiene coherencia, formando un
panorama sólido contra todo pronóstico, el mosaico se articula por el final y
captamos la idea de un relato que nos ha hecho apreciar al personaje que
encarna el actor novel Francesco Carril que aun siendo el ente importante de lo
visto llega a ser también parte de un contexto mayor. Éste espacio enseña
distintas marcadas emociones, como la melancolía, de una canción al son de una guitarra acústica frente a un grupo atento; la broma, en lo del tipo de los vídeos en
el cine (en que le tocan la pierna al amigo del protagonista), o lo de perseguir a un
cineasta ibérico que prácticamente echa a correr al verse asediado por un actor; o, más allá, la alegría del encuentro amatorio
perfecto en su simpleza.
En sí, el filme tiene un aire semejante al del interprete principal,
tranquilo, natural y bonachón, y esto sostiene la propuesta, superando el tinte peyorativo
de autor (que también es necesario sino carecería de novedad ya que se articula
en lo manido; hay una fusión decente), construido con un par de amigos y
compañeros en su tiempos libres (de noviembre del 2011 a junio del 2012),
haciendo un cine con personalidad (notándose que lo ha disfrutado o da esa impresión) mediante una base ligera pero con cierto alcance. Nos describe seguridad y
pasión. Nos hace confabular con él
detrás de las calles del Madrid que transita la costumbre, la de un andar normal,
en la predominancia de para y por la cinefilia.
Así mismo el filme tiene bastantes imperfecciones, los primeros diez minutos
por poco y me hacen desistir de continuar, están los feos continuos cortes a
negro, algunas conversaciones que no caen en gracia, cierta tontería o lugares/momentos
que no valen mucho o no son tan atrapantes como se cree. Sin embargo lentamente
coge sentido, forma, como un púgil del que sus golpes ganan por acumulación, para
cuando yace bien colocado en el ring y vence los altibajos. Trueba demuestra
que no está jugando, a pesar del hedonismo presente en su dirección, salvo en lo aparente, dando una impresión engañosa.
Los actores no serán unas luminarias, pero son eficaces a
razón de la espontaneidad y llaneza del relato, redimibles en el estilo general
escogido. Destaco la belleza de Aura Garrido, pequeña, sin sensualidad que no sea la natural expresión del rostro, común al promedio, pero atractiva, y que
tiene la necesaria simpatía para darle valor al enamoramiento (declaración
de búsqueda y personalidad en la obra de éste autor), sin el cual es como no llegar a puerto
todo el camino recorrido. Aura sirve al propósito, al conjunto, idóneamente. Jonás
apunta que no quiere la genialidad sino el sentimiento, y lo consigue con la
realidad de la contemporaneidad culta pero cool. También por su honestidad y la ambición del epicentro de su filme, el que denota que le interesa la reacción del público. Estamos ante una propuesta osada que parece como hecha en el trayecto, y seguro hay de ello, pero también se ve saber y sentido.