miércoles, 8 de mayo de 2013

En la casa

Basado en la obra teatral El chico de la última fila del español Juan Mayorga, el galo Francois Ozon nos trae un filme –ganador de la concha de oro en el festival de San Sebastián 2012- que narra la relación de un alumno con su profesor de literatura en medio de una historia que se va haciendo en la pantalla con la tutoría del maestro (segunda línea narrativa que termina fusionando vida y arte) y escritor frustrado que encuentra talentoso al chiquillo y funden ambos su pasión por las letras.

El jovencito mientras descubre un sentido para él y se lo da a la literatura busca desarrollar su imaginación incursionando en una casa normal de clase media, un hogar aparentemente feliz y ejemplar, donde gracias a la amistad de un compañero de clase al que enseña matemática logra meterse entre bambalinas y descubrir lo que esconde esa supuesta idealización, la que sirve para crear su obra literaria en ciernes que ironiza a esa convencional familia y la afecta o la abre a su propia verdad, remeciendo ciertos cimientos ya endebles.

Una atrapante e inquietante historia que nos va enseñando la estructura de una novela entre una atípica cátedra inmersa en un escenario práctico y visual, mediante los artilugios del conflicto, transportando la realidad a la ficción –línea que se llega a romper- y la creación mientras vivimos el despliegue de la intimidad de una casa que sirve de ejemplo y análisis intelectual y artístico, encontrándonos con su interior más profundo y emocional, dentro de sus problemas. Una madre aburrida, secretamente anhelante de sensualidad y esa poesía del romance que siempre despertó al hombre en su enamoramiento con la aventura, un hijo bobo que requiere de un mejor amigo y un padre que se siente herido en un trabajo que lo consume y lo agobia atacando la dependencia de su idea del respeto. Pero hay aún más, llegando a afectar al propio maestro, otra pieza manipulada en el ingenio del adolescente, en un segundo hogar más culto que el del despiadado estudio escolar pero igual de débil en sus vínculos afectivos, el respeto (aquí en la pareja) y el entorno laboral. Todos sumergidos en el arte a manos del que aparenta inocencia pero atrae lo pecaminoso y destructivo, en la concepción de ella como alimento del alma y proyección, reemplazo y entendimiento de la vida, de nuestra unión hacia su devoción predominante entre el profesor y el alumno, más en el adulto ya que el chico mueve los hilos de este su títere, con perversidad e inteligencia en juego secreto.

Estudia distintos caminos de la construcción adictiva del arte, hechos verídicos convertidos en mentiras verdaderas y viceversa. Reflexión entre las letras, despliegue de sentimientos, cavilación emocional, intensidad vivencial, ilusión y sueños. Mayorga le proporciona a Ozon el filosofar con la literatura en un estudio de campo que se entiende muy claramente, y nunca pesa, sino es sumamente subyugante y genera saber más como en el enganche novelesco, el sucumbir a la curiosidad. Y siempre hay una explicación, es como presenciar un acto y luego interpretarlo o cambia el orden,  en una argucia de metalingüística.

Claude García (Ernst Umhauer, un coincidente dotado novel actor), el aprendiz de escritor, la falsa arcilla y más un demiurgo astuto, es Sherezade detrás de su aliento de vida, una noción en el filme existencial (el joven había perdido el sentido de la alegría ante la mediocridad cotidiana, la ausencia de una madre y un hogar quebrado y golpeado por la minusvalía de su progenitor). García maneja el interés del sultán, su guía, Germain (perfecto y delicioso Fabrice Luchini) quien lo permite todo (perdiendo  cada vez más la ética nublado por el entusiasmo) hasta que su apasionamiento termina cobrándole la factura, cuando ya no es un simple observador o yacía distraído. Nuevamente se devela una nueva gama de esencialidad, la del ser humano en su egoísmo, voyerismo y egocentrismo, y antes la de la envidia, aunando el deseo y la realización personal y emocional.

Claude parece ser el demonio tentando al hombre y luego el juicio celestial, a través de la noción de una segunda oportunidad, del poder ser quien uno quiere en la existencia aun siendo segundo en la fila. El conflicto literario es el propio autor del libro aunque el maestro no lo llega a saber hasta demasiado tarde, no al verdadero alcance, pero no es un acto que se alimente de uno mismo sino de los otros, es la semilla de la discordia como una manzana apetitosa que oculta la serpiente bíblica (en una escena vemos que muchos mascan una, la comparten, símbolo que rehuye el lugar común en sus personajes). Es una imagen engañosa, en un chico manipulador, seductor y provocador que genera además la autocrítica y la revelación, la iluminación tras la destrucción, el post tenebras lux, solo que presenciamos mayormente la reacción y no tanto la sanación (de donde los implicados se conocerán más y podrán ejercer el cambio, por eso el cuento sigue en las ventanas de ese edificio).

El desenlace y el sentido del temblor que nos quita el piso es saber que hemos merecido lo que nos ha caído encima, por no prever el deterioro a razón de nuestra indiferencia o ceguera en un falso ideal o una rutina versada en el dopaje de nuestras propias cortinas de humo donde algo externo que nos revitaliza simplemente derrumba lo que está herido (la infidelidad o el vacío mientras los más despiertos construyen con esa decadencia, como Claude), la culpa es de uno en realidad solo que el escritor es el catalizador de la trama, como lo es en un nivel menor el arte cuando nos abre a la consciencia de las ideas o esencias humanas producto de la ficción.

Kristin Scott Thomas, actriz destacada algo subestimada, junto a la sensual Emmanuelle Seigner (sino basta sucumbir a su mirada, como también a su curvilínea fisonomía todavía muy provocativa aun siendo una mujer madura de 46 años de edad) brillan y de paso nos recuerdan que estuvieron en la cinta de Polanski, Lunas de hiel (1992). Ambas articulan su papel de mujeres relegadas o menospreciadas con una solvencia de primer nivel que pone énfasis en donde corresponde para bien de la sutileza diáfana del guion. En una es detonante su infertilidad, en la otra su condición como dijera Catherine Deneuve en otra obra de Ozon, Potiche (2010), de mujer florero. El plantel de actores es sobresaliente, hasta lo es la cara idónea de Rapha hijo, o la soberbia recreación del contraste en su persona con su entorno y trabajo en el atletismo, fuerza y cierto estado de niño viejo de Rapha padre (Denis Ménochet, a tener en cuenta). Y aunque su complexión física pequeña y muy delgada en orden de su edad nos hace dudar de su capacidad de Mefistófeles sexual el joven Ernst Umhauer también luce convincente en su interpretación. Son las piezas de la dirección de Ozon que suele imbuir a sus propuestas de relajo quitándoles trascendencia a favor de la atracción del espectador general, modernizando y haciendo accesible sus películas para el público. Posee una sabiduría de saber posicionar su filme en un lugar amplio pero con su buen toque de autor que se esconde detrás de su apertura.

Dentro de la cosmovisión que se nos ofrece muchos seguro encontraran bastantes lugares para valorizar y pensar sobre su vinculación con lo que es la literatura, de lo cual resalto uno en particular, Jeanne (Kristin Scott Thomas) nos exhibe una ironía del director y el argumento entre manos al decir que el arte no sirve para nada y en efecto a grosso modo es así pero sobre todo el de su galería, la de la falsa vanguardia y modernidad que sirve de un autogolpe más ante la realidad conocida, en acumulación, pero en cambio el otro del joven talento funciona en la historia como fuente de autoconocimiento y contrae deudas y consecuencias. Un mensaje enaltecedor de lo que significan las letras universales. Para tomarlas más en serio como al chico de la última fila, que como suele ser trasgrede pero esta vez gana la partida.