El cine netamente africano –con perdón de las producciones
europeas en el continente negro, ayuda que nunca esta demás y no falta, o
cierta predominancia de Sudáfrica- no
suele conocerse, es casi invisible, salvo para la gente que se esfuerza en
buscarlo o por medio de lo poco que llega a descubrirse gracias a la luz de
algunos festivales internacionales (el último que se pudo ver fue del egipcio Yousry
Nasrallah, After the battle, en Cannes 2012), siendo un séptimo arte poco difundido pero que como todos tiene mucho para aportar. Viendo el que tenemos presente, el cine de Idrissa Ouedraogo, uno de los más
famosos directores de África, nacido en Burkina Faso, uno puede decir que su obra tiene carisma,
identidad, historias propias, interesantes dramas, y, por supuesto, profundidad.
No voy a mentir tampoco y decir que el cine que tenemos
entre manos es de suma complejidad o posee las actuaciones más verídicas,
justamente no es así, son relatos bastante sencillos y los actores ostentan
muchos defectos. Sin embargo estamos
ante una idiosincrasia muy definida y propia, antropológica y culturalmente
atractiva, especial y bastante digna de llevarse a la gran pantalla y poder conocerla y
alimentar al espectador con un arte particular que a la vez remite a nuestra innegable
e ineludible universalidad, y es que toda arte la busca, la procesa, la exhibe
y la analiza. En ambos filmes tratados vemos la esencia primigenia de nuestra
humanidad, nuestro acercamiento con la naturaleza y el lado primario de poder
vernos reflejados. Destila inocencia, transparencia en una forma clara y
directa, y como en toda nuestra estructura humana no le faltan estados de
conflicto, despertando la instintiva crueldad,
como también no se exime naturalmente del amor. En esas coordenadas se mueven
los pobladores africanos bajo su territorio, sus costumbres y su diario vivir.
Estamos ante una aclimatación total, fiel a lo que se puede denotar la
existencia rural africana, las casas de esteras o adobe, los burros como
transporte, la artesanía de uso personal, el tejer con métodos oriundos al
país, los curanderos y las creencias supersticiosas, los torsos femeninos
descubiertos, la precariedad, los pies descalzos, usualmente en túnicas o a veces
en simples calzoncillos, el baile autóctono bajo el toque de la flauta, o los enormes
cantaros de barro llevados sobre las cabezas. Se mueven en un terreno árido y
con escasa vegetación, bañándose en ríos. Todo encantadoramente típico sin
explotar ninguna artificialidad o efectismo de cara a la cámara. No se trata
más que de reflejar la realidad, lo muy propio de un pueblito tradicional perdido
en el tiempo (Yaaba es de 1989 y Tilai de 1990), lejos de las necesidades de la
modernidad tecnológica y urbana de las grandes capitales, un canto de
simplicidad en la felicidad de su idiosincrasia y su cosmovisión aborigen; claro, con su personal problemática (la anciana marginada y tildada de bruja en
Yaaba o el padre casado con la prometida de su hijo en Tilai), por lo que
ostentan sus pasiones, predominando el sexo (aunque no hay nada explicito ni
por asomo, todo muy limpio y extremadamente sano en pantalla), el amor, los
celos, la infidelidad, el alcoholismo, la violencia, las venganzas, el honor
mancillado, un sinfín de motivos compartidos por todo ser humano en el planeta.
Yaaba y Tilai no es que quieran mostrar el espacio envuelto en ignorancia, sino son propuestas desde dentro hay que recalcar y eso las provee de una
autenticidad envidiable aun dentro de alcances discretos; es más bien adaptarse
al contexto de su sencillez interpretativa y de pretensión acerca del mundo y
sus extraños designios, como la enfermedad. También influye viendo Tilai
(La ley), y al notar lo que el título define, las reglas tradicionales que derivan
en acontecimientos negativos tales como el fratricidio o el suicidio a razón
del honor perdido, en un contexto que permite la poligamia o el forzar el
casamiento por medio de los padres. De ello que Saga (Rasmane Ouedraogo) decida
robar y huir con Nogma, enfureciendo al padre de él y esposo de ella, con la consabida
venganza y confabulación del pueblo, ya que las represalias ante la falta hacia
un integrante de la comunidad se dan en colectividad. Hay un sentido de
reunirse y ejercer el castigo en forma grupal, hasta el punto de permitir el
ajusticiamiento o en el caso de Yaba el exilio.
Yaaba (Abuela) es como llama el pequeño Bila (Noufou
Ouédraogo) de diez años de edad a una anciana de nombre Sana, una mujer que es repudiada por
el pueblo al ser tildada de bruja, por justificaciones de su nacimiento y su temprana
orfandad. En ésta película, una niña, Nopoko (Roukietou Barry), cae presa del tétano, por un corte
en una pelea, pendiendo su vida de un hilo. Éste suceso se ve desde la superstición de su gente que
cree es un maleficio. Sin embargo tras la comprensión del travieso y alegre
chiquillo que termina en la consiguiente
unión con Yaaba, pronto la cura llegara de quien menos se cree. Pero no antes de haber actos enajenados contra la indefensa y pacifica mujer. Como se ve en la película, resumir la trama es muy fácil, todo fluye con
solidez y en la llaneza más flagrante, pero yacen ambas propuestas bajo la
sensación de estar muy despiertas, con una amplia carga de simpatía de la que se
revisten de pies a cabeza. Se capta en esas actuaciones, aunque con diálogos apresurados, escupidos
o declamados como quien cree que solo basta decirlo, mucha alegría detrás de sus
roles. Las sonrisas y bromas naif llegan a punto. Hay una buena distribución
del drama y del optimismo, está a partes iguales, aun sin apostar necesariamente por el final feliz.
Tilai y Yaaba difunden su geografía en estado puro,
su forma de existir a flor de piel con miles de detalles y presencias que nos
dan rasgos de su africanidad (de una parte, como la tienen todos los países en
zonas primigenias o de campo, desde su cultura), su cotidianidad más desnuda y sin ningún complejo, orgullosas de su
entorno, de su quehacer y discurrir normal, con una honestidad y tranquilidad que
el neorrealismo italiano tendría que admirar. Ambas poseen pequeñas sub-tramas
independientes. Saga, celoso de un errante hombre subido en un burro cree ver
algún enamoramiento de su pareja. Esto pasaría desapercibido y hasta se vería
mal resuelto – de manera rauda y tal como llega superficial- sino fuera que en
Yaaba, un año atrás, se exhibe una infidelidad con notorias semejanzas, y valga
la acotación el personaje engañado lo interpreta el mismo actor, Rasmane
Ouedraogo, que en su papel de Noaga sufre de impotencia por alcohólico teniendo
a su esposa descontenta, la que siente tiene una razón para dejarlo y lo grita
a los cuatro vientos bajo el apoyo de las féminas de su entorno. El filme lo deja claro en su
mensaje, incluso por boca de algunos personajes que lo dicen con toda convicción. Eso remite a la importancia del sexo en éste ambiente, no muy distinto a
otros más próximos. Hay comedia al respecto, en sí ésta subyace muy ligera en las dos,
sutilmente, siempre rozando la ñoñez o, siendo indulgentes, lo buena onda.
No podemos subestimar el cine de Idrissa Ouedraogo, no sólo
porque Yaaba obtuvo el fipresci y la especial mención del premio ecuménico del
jurado en el Festival de Cine de Cannes de 1989, mientras Tilai ganó el Grand
Prize of the Jury en el mismo festival en 1990, o porque son dos de los mayores
referentes de Burkina Faso y del séptimo arte africano, sino porque su
frescura, sencillez argumental y robusta gracia suman –se pliegan- a un
escenario único, distinto, que nos permite observarnos. Esencialmente estamos
inmersos, en una geografía y costumbre no tanto exótica –aunque algo leve en
realidad tiene de eso- sino con una personalidad detrás que apreciar, que no
nos será indiferente, ni vacía o repetitiva si bien es lo más sencilla a fin de
cuentas, tal que nos llega en la forma de Ouedraogo, que nos acostumbra a la identidad de su gente, de sus actores y representantes
naturalistas, creíbles aun en sus carencias. Es un metraje donde al rato de que
nos comprometa como espectadores (pasará, ténganlo por seguro)
uno ya ni nota la rapidez de las voces, alguna involuntaria sonrisa en medio de
un parlamento serio, una mirada perdida al despedirse o uno que otro grito con
atisbo de falsedad, sino la luz de la cara de la talentosa niña Roukietou Barry
jugando a las apuestas con el protagonismo de Bila, los reproches de ésta hacia
Nogma (ensoñada en un aluvión de absoluto romanticismo), la lograda escena del
sudor de la muerte en Yaaba, el cariño que articula en su rol Noufou Ouédraogo
hacia su abuela ficticia y su mejor amiga (actores de pocas películas), y toda la maravillosa espontaneidad de la que exuda
la comunidad entera en ambos filmes, aun recriminándoles algo de su performance.