El director Adrián Saba ha ganado una mención especial en el
apartado de Nuevos directores en el Festival de Cine de San Sebastián 2012 por ésta su ópera prima y ya
está buscando luz para su segundo largometraje “Donde sueñan los salvajes”.
El limpiador tiene un tempo lento que pues me lo hizo
complicado de cara al ecran ante mi agotamiento, no obstante me despertó el
interés como obra conjunta y entre un ojo que se cerraba y otro que se abría
fui entendiendo y apreciando lo que veía. Su minimalismo y su precisión en
sugerir fueron dos puntos clave que podemos atribuirlo como de más que decente solvencia
creativa. El asumir a Lima como una ciudad pos-apocalíptica a la vera de una misteriosa e incurable epidemia que ha aniquilado a la mayoría
de la población y sigue destruyéndola hasta comulgar con el vacío, ese que
lleva nuestra protagonista, Eusebio (Víctor Prada) y que cambia con la llegada
de un niño huérfano, conmueve, te deja en buena parte perplejo y a la vez
antecede muy buena habilidad, y es que no es necesario más que ubicar la cámara
en sitios de realce masivo como estadios, playas o algunas calles de tránsito
común despoblados para dar la sensación de ausencia aunando una panorámica
estática y mínima en todo sentido, algo tan fácil en realidad pero que no a
muchos se les ocurre (y nuevamente viene a colación que más que grandes
cantidades de dinero se trata de ser más
ingeniosos aunque suene a cliché de libro de autoayuda).
La perspicacia de Saba es notoria y constante en el metraje recurriendo
a utilizar el artificio de la forma más
clara y práctica pero efectiva y no menos audaz. Estamos inmersos de lleno en
ese clima de soledad que juega un doble papel en la trama, el físico y el
espiritual. Removido con la esperanza y la humanidad interior de un solo
hombre, porque es uno pero todos dentro. La bondad y la fe por medio del amor enfrentados a un descreimiento que refleja el de toda negatividad frente al optimismo y la
buena voluntad intrínseca (el instinto en un inicio evita la responsabilidad en
la cotidianidad de su derrotismo, intenta Eusebio huir como si de un fantasma se
tratara). Léanse la infinidad de valores que se desprenden de alrededor gracias a querer ayudar a un niño. El que lo adopta en poco tiempo –en un lapso y
transición vital- como un padre, como alguien que debe pensar más que en sí
mismo, lo cual podemos visionarlo como un proyecto de grupo sin siquiera
anunciarlo que yace y punto, ajeno a nuestro egoísmo y a nuestra decadencia. El
fin altruista permite alentar el esfuerzo aun a costa de la derrota y la
muerte. Nada importa más que el ente de afecto, el motor que articula esa globalidad
humana (aunque de antemano Eusebio ejerce la limpieza pública no es hasta que
cree realmente en lo que hace –para el caso cuidar del niño- que remedia algo
en sí y en su entorno), de ese otro ajeno a mí, sin vínculos de sangre, una
representación, que mueve la inanidad, monotonía y vacío del protagonista, ese en
que no cree más que en un trabajo muerto. El limpiador simplemente recoge y
continua detrás de la muerte, pero ese pequeño implica un cambio, un reto
contra esa voluntad externa, una evolución anímica que lo enfrenta contra el destino
observable, base de toda fuerza humana, en que se da nuestro libre albedrio aun en la
penuria y el abandono que se logra vencer en una acción específica que ya
relata un movimiento, que yace en la frase del “dame un punto de apoyo y moveré
el mundo”.
Instalado el motivo, todo funciona alrededor de detalles.
Darle seguridad a quien no la tiene con algo íntimo y significativo más que
funcional (una caja de cartón o un casco de motocicleta, como con la cabaña de
esos cuatro palos ante el fin de los días en Melancholia, pero en esta oportunidad
como un punto de partida y no como última opción calmante ante lo inevitable),
brindar cariño a quien se le ha arrebatado su cobijo afectivo y prodigar un mañana
aun cuando no sé ve ninguno como población, y hay que poner énfasis en la expectativa
del todavía porque se llena la historia de un aura que contrarresta la frialdad
adyacente del mundo. La simple presencia de buscar al familiar del chiquillo es
la necesidad que saca de lo pasivo al personaje
principal y hallarlo fabrica un camino en medio de la nada. Algo básico que se
mueve como un sencillo cuento, el niño o símbolo perdido que es salvado y
entregado a una continuidad, que choca con esa otra de la epidemia.
El relato es muy chiquito, directo y transparente, sin dificultad
de asimilar, fácil en toda voluntad sino fuera por su ritmo. Existe una ausencia de
clímax o intensidad, a pesar de tener siempre en contexto a la epidemia, de
tenerla perenne en la mente que esa es el agua por la que se mueve el nexo
paterno-filial de resonancia existencial. En medio hay una estética y atmosfera que
imprime mucha soledad (centro del filme y que remite a un espíritu a rebatir,
una esencia que derrumbar, que es universal y sumamente manida hay que decir, tergiversando
desde la propuesta la energía de la grandes capitales absorbidas por su vida caótica,
como si le sacáramos la piel y la dejáramos en sus vísceras, en lo que esconde),
pero que no exuda melancolía y que subyace en una sensación de neutralidad en
la tragedia, de estar tan sumido en el asunto que caes en la inconsciencia y
aceptas a ciegas lo que sucede, de ser parte “inamovible” de todo ello. Se llega a pecar de demasiada sequedad en ese aspecto.
Víctor Prada que aun a pesar de sí mismo o mejor dicho a
razón de sí logra imprimir personalidad a su papel, el de la calma, el de la inexpresión (mejor porque no es que sea un camaleón
emotivo), no llega a familiarizarse por fuera con la tristeza aunque sin duda vive en
ella. Esto genera un contraste ante su relación con el niño que cae en lo abrupto aunque no del todo, sus diálogos austeros confabulan con lo
que se quiere de él y su acercamiento denota algo de trabajo pero poco, sin
embargo resulta extraño, un poco improbable. Y esa transformación suya es algo
endeble. O es que él es como una hoja
que la lleva el viento, sin ninguna consistencia, lo cual no parece si se
quiere dar forma a su vínculo y es que hasta el final su preocupación es casi
la de un santo a partir de alguien robotizado y, por lo que podemos injerir,
vacío. Debió reforzarse un poco su pasado de alguna forma – aunque entendemos que no se
quiera dar ningún referente precedente de la realidad que se vive- y su
atribución emotiva, para hacerlo más coherente en su adaptación o entenderlo
mucho más ya que casi no se llega a tener rasgos formales de él. Infringe un poco de incongruencia
esa devoción total muy prodiga en una anulación individual (que solo es en parte
convincente ante la desproporción de la muerte que lleva un sentido de
proyección), y seguir creyendo que su personalidad es la de los gestos mínimos,
las conversaciones apenas balbuceos o la rigidez de sus acciones. No pega del todo esa fusión
en su persona, el gran corazón en una apariencia supuestamente dura, y es que en
lo que vemos se vuelve como de gelatina el concepto. Pero bueno, puede ser una
persona a fin de cuentas débil en una labor implacable, y lo dejo a medias ya
que todo el filme recurre a evitar afirmarse en la tragedia que es elíptica en
varios niveles, en darnos información y en el dolor. Se entiende que se llena del niño, pero
requiere más que lo implícito sino de alguna elaboración y eso resulta muy
lógico como de autor, pero también requiere ese otro atrevimiento, el de
poner sustancia a varios objetos de identificación, y no dejar tanto velado a
la imaginación.
Me dirán que el filme no quiere ser demasiado positivo o
sentimental, pero lo segundo está demasiado presente aun notando algo de evasión,
el tipo no puede ser más amoroso dentro de sus posibilidades, aun siendo
supuestamente rígido por su verbo y su inexpresividad, y son sus fichas, no es
que el director no quiera mostrarlo de esa manera sino dónde lo hace y eso es
relativo si convence o no. Y positivo ¿qué más lo puede movilizar?, salvo que
sea algo mecánico o más simple de lo que se puede creer, la llana indefensión de una criatura, y
tampoco es una opción desechable, pero en mi atribución sería mejor el filme si el sujeto
en cuestión tuviera mayor fondo en su accionar y tanto compromiso nos hace
pensar ello, aunque hay oscuridad, pero quiera o no, implica un movimiento y
de éste la salvación de la humanidad. Y en su humildad el mensaje es poderoso y
la película atractiva aun en su carestía –indiscutiblemente talentosa en la forma
sin que se ampare en nada impresionante- y su clasificación indisoluble de cine
de autor en que hay aciertos y otros pocos no, porque se mueve en cortos y
ajustados recursos en su desarrollo argumental, en una claridad parcial en lo que ha querido dar que colinda con la
elipsis y la conjetura del espectador. Con un fácil de estimar y dulce Adrián
Du Bois como el niño indefenso que puede cambiar la visión del mundo, a través
de un limpiador que llega para el espectador a limpiar el alma de los hombres en medio del abismo.