Jean-Francois Laguionie tiene 4 largometrajes de animación y
varios cortos. Su primer filme, Gwen, le livre de sable (Gwen, o el libro de
arena, 1985), es una aventura sobre un mundo post apocalíptico. Para ser exacto
el planeta es ahora un gran desierto donde de lo que queda de la humanidad se han
vuelto tribales y nómades, a excepción de una ciudad por descubrir, hasta que
un día nuestra protagonista Gewn y su compañera, una anciana bruja, deciden
rescatar a un jovencito medio salvaje y misterioso que ha sido secuestrado por
una entidad indefinida, la que tiene que ver con unos enormes objetos caseros
de la vida pasada que aparecen intempestivamente por arte del sueño. Es una historia surrealista, extravagante, pero
con un toque de identidad comunitaria tradicional. Hay una noción de
administrar tan solo algunos detalles que bastan y sobran para generar un clima
de incertidumbre y extrañeza pero en un espacio consolidado, de propia autonomía
sin que por ello pierda sentido. La ilustración
tiene la particularidad de usar el pintado por medio del Gouache, muy similar a
la acuarela pero más opaca. La imaginación de la historia la hace muy atrapante
con un relato sugerente, de poca argumentación pero inteligentemente desplegado
para generar un estado de sorpresa y concatenación en donde la atención de cada
pieza separada nos dará un mosaico redondo.
Su segundo y tercer filme, Le chateau des singes (una
historia de monos, 1999) y L'ile de Black Mór (la isla de Black Mor, 2004) son
películas más convencionales, con historias que son fáciles de comprender, identificar
y recordar, o comparar con antecesoras. Una sobre un mono salvaje (uno típico,
aunque puede hablar con sus congéneres que son los habitantes del planeta) que
al no creer en supersticiones cae en un bosque prohibido. Y por esa valiente casual
intromisión conoce un castillo gobernando por simios más avanzados que visten
con ropa, bailan, tienen una corte, estudian y ocultan sus orejas por educación. Éste los liberará de algunos tabúes enviándolos paradójicamente hacia la
evolución; regresa además la paz que necesita el trono. El otro es sobre
piratas y tesoros.
El cuarto filme es el que más nos compete. El cuadro (le
tableau). Y nuevamente se trata de algún héroe visionario que se enfrenta a lo
impuesto que es retrograda o limitador por culpa de la pasividad o la ignorancia, evitando temer a lo desconocido y siendo progresista como en la mejor esencia
francesa. La aventura versa sobre el reto de conquistar lo inhóspito y nuevo. Nuestra
protagonista en realidad es Lola, una morocha, aunque pueda parecer que es la
historia de Ramo y su amada, o la de Plume y Gom, y se trata de los tres relatos
interconectados en un mismo contexto con la noción de que la curiosidad es la
principal ventaja por sobre el resto, agregando una sub-trama más que se rige
al concepto general o que repite el axioma, la del soldado infeliz con su
idiosincrasia.
La trama es la de figuras de pinturas que se dividen en tres
clases sociales diferenciadas y rivales desde la desigualdad de la “arbitraria”
superioridad que se atañe al color, al que unos sean bocetos (Plume y Gom),
otros falten por terminar el pintado (Lola) y los poderosos porque traslucen
esa perfección que atribuyen a la
concreción pictórica, el estar completamente coloreados (Ramo). Éste último enamorado irá contra las
convenciones de su gente guiado en su ruta por el atrevimiento de nuestra heroína. Junto a
sus distintos amigos saltará de cuadro en cuadro, incluyendo al mundo real, en busca
del pintor que ha abandonado algunas obras que aguardan por él. Ese pintor, creador
más que artista, parece un sucedáneo de Dios, articulando una simbología apegada
a leerse o no como tal (de ahí que se desprendan ideas muy cautivantes y
reflexivas), ya que puede verse solo como un mundo alterno imaginario donde
objetos inanimados cobran vida y se rigen a sus leyes naturales, bajo su
leitmotiv, el quedar pintados o no y vivir en derredor de ello.
La lucha de clases es la clave del asunto. Generador de egoísmo, soberbia, marginación o guerra (léase a su vez la precisa simplificación en el cuadro con los ejércitos rojo y verde que una vez pintados del mismo color no saben ya a quien enfrentarse). En cambio la simbología nos combina a pensar en el apocalipsis, en la sutil frustración de Dios, en la humanidad imperfecta, en el libre albedrio o en la sencillez y heterogeneidad del mundo. Yo apostaría por ambos, aunque al final, el desenlace se “desliga” de las complicaciones, se vuelve literal en lo fantástico, o mejor, compañero en lo parcial de otras lecturas, en un estado tranquilo. En ese lugar yacen los dos Laguionie pero que subsisten próximos, separados por matices, ya que parten de la misma unidad que es el autor. El que es más complejo e intrincado, con un aire hasta filosófico o místico, y el que tergiversa o crea la realidad en un mundo nuevo tras alguna conquista trascendental o existencial. Sin embargo el autor juega con sus motivaciones y constantes, no es que se auto-limite en absoluto y eso habla de una coherencia refractaria.
En Gwen, le livre de sable podemos ver que los gemelos “sacerdotes” que leen a los seguidores de su ciudad una especie de biblia que en verdad es entre una enciclopedia y un catálogo de artefactos muestran un camino de la trascendencia equivocado o inmanejable, en que más importa la sencillez argumental del rescate y vivir en el amor más llano, mientras en Le chateau des singes hay un terrible fracaso en la ruta de vencer las supersticiones. O en Le tableau simplemente el mundo no deja de girar. Las preguntas no se agotan aunque toma noción el espectador de que la razón de cierta rebeldía progresista nunca debe faltar en la humanidad, para crear un planeta más justo y más próspero. La civilización puede ser (irónicamente) el hacer algo que no resulta útil pero que produce goce personal como se desprende del diálogo con el maestro en Le chateau des singes con respecto al deporte y al laberinto de hierba. Sin embargo vale más por su reinterpretación de la vida para hacerla más hermosa en sus aspectos más indispensables, igualdad, humanidad, respeto, libertad; en su capacidad de introspección para resolverse mucho mejor, en dar un paso hacia adelante. Y en la convivencia del mandato del pueblo (Kom, el mono salvaje es un claro representante) con su representación gubernamental, en la asertividad de sus líderes, y en la apología de la individualidad en una colectividad horizontal aun con un orden de poder encima.
La lucha de clases es la clave del asunto. Generador de egoísmo, soberbia, marginación o guerra (léase a su vez la precisa simplificación en el cuadro con los ejércitos rojo y verde que una vez pintados del mismo color no saben ya a quien enfrentarse). En cambio la simbología nos combina a pensar en el apocalipsis, en la sutil frustración de Dios, en la humanidad imperfecta, en el libre albedrio o en la sencillez y heterogeneidad del mundo. Yo apostaría por ambos, aunque al final, el desenlace se “desliga” de las complicaciones, se vuelve literal en lo fantástico, o mejor, compañero en lo parcial de otras lecturas, en un estado tranquilo. En ese lugar yacen los dos Laguionie pero que subsisten próximos, separados por matices, ya que parten de la misma unidad que es el autor. El que es más complejo e intrincado, con un aire hasta filosófico o místico, y el que tergiversa o crea la realidad en un mundo nuevo tras alguna conquista trascendental o existencial. Sin embargo el autor juega con sus motivaciones y constantes, no es que se auto-limite en absoluto y eso habla de una coherencia refractaria.
En Gwen, le livre de sable podemos ver que los gemelos “sacerdotes” que leen a los seguidores de su ciudad una especie de biblia que en verdad es entre una enciclopedia y un catálogo de artefactos muestran un camino de la trascendencia equivocado o inmanejable, en que más importa la sencillez argumental del rescate y vivir en el amor más llano, mientras en Le chateau des singes hay un terrible fracaso en la ruta de vencer las supersticiones. O en Le tableau simplemente el mundo no deja de girar. Las preguntas no se agotan aunque toma noción el espectador de que la razón de cierta rebeldía progresista nunca debe faltar en la humanidad, para crear un planeta más justo y más próspero. La civilización puede ser (irónicamente) el hacer algo que no resulta útil pero que produce goce personal como se desprende del diálogo con el maestro en Le chateau des singes con respecto al deporte y al laberinto de hierba. Sin embargo vale más por su reinterpretación de la vida para hacerla más hermosa en sus aspectos más indispensables, igualdad, humanidad, respeto, libertad; en su capacidad de introspección para resolverse mucho mejor, en dar un paso hacia adelante. Y en la convivencia del mandato del pueblo (Kom, el mono salvaje es un claro representante) con su representación gubernamental, en la asertividad de sus líderes, y en la apología de la individualidad en una colectividad horizontal aun con un orden de poder encima.
Notable el manejar varios caminos en tan corto tiempo (1
hora y 16 minutos de película), con tanto control. Se
debe también a que muchas ideas son compactas y completas. Hay nociones centrales, inconformismo, la búsqueda del cambio e ideales
humanistas a poner en práctica. También se debe a su toque de rareza, le tableau lo tiene
en justa medida. Entre otros pensamientos, la copia resulta efectiva, es decir
el mensaje se puede distribuir si sigue el patrón (el pintor y su autoretrato). O el caos que
genera en primera instancia tener algo selecto al alcance de todos, para luego verlo como una
promesa cumplida. El filme
sigue al expresionismo, se destaca visualmente -aparte de la profundidad
ideológica de su historia bajo dicha exhibición- en el color que remite a Henri
Matisse, André Derain o Paul Gauguin. Le tableau es una animación madura que no
perjudica la esencia de su género. Está destinado a quienes amamos el dibujo animado inscrito en el
más audaz, claro e inteligente séptimo arte.