La ópera prima del islandés Rúnar Rúnarsson se enmarca en el
último ciclo de la vida, como el volcán que hace erupción y tras la
explosividad lentamente va hacia la calma, a descansar, a morir, en la primera
muestra del filme a modo de documental con las imágenes en blanco y negro, y
que connota también lo que hay que asumir tras el desastre, y en ese lugar en
medio de la catástrofe está Hannes, un conserje o auxiliar escolar que se acaba
de jubilar y encuentra la desilusión de ya no ser útil, no poseer en que ocupar
su tiempo sabiendo que para muchos el trabajo de uno puede ser casi toda
nuestra vida, y aunque se le conoce como el pescador por una barca a la que
suele dedicarse como pasatiempo, incluso ésta pasión parece fallarle, mientras
su carácter díscolo producto de una voluntad de hacerse respetar le cobra la
factura con sus hijos ya mayores que no lo aguantan y encuentran que su madre
hace algo casi milagroso en sobrellevar su constante enojo. Sin embargo desconocen lo amoroso que puede ser con su progenitora, el inmenso amor que
tiene y que se pone a prueba, como si la
propia existencia se hubiera enconado contra él y puesto a retarlo en
lo que más quiere, inquiriendo por un comportamiento común más humano con sus seres
queridos.
Con un tono en gran parte frío pero no indolente, de
exposición médica y meditabunda, la imagen austera y firme, un sonido
incidental bajo y discreto a ratos, Hannes se siente acabado, aunque no sabe
todavía lo que se le viene. No obstante despertará en sí un deseo sobre todo de
lucha y de mejor convivencia, en ello está la lección de la película. El personaje demuestra varios matices de la personalidad, ya que se suele juzgar a veces con
rigidez a los seres humanos. Los menos expresivos que sufren por dentro pueden
verse sólo por la caparazón que suelen exhibir y ahí en su hermetismo se crean
problemas de relaciones humanas. Se ve sólo la reacción y no la causa que a menudo proviene del sufrimiento, pero en el filme no se nos revela más
que como es en el presente sin demasiadas explicaciones de porqué es de esa forma, preguntando por como se desenvolverá en el futuro tras el conflicto que le ha tocado atravesar.
Múltiples veces el rostro del actor Theodór Júlíusson
despliega la habilidad para conmovernos o enfadarnos, la cámara se detiene en
tomas próximas a auscultar sus emociones en silencio, hasta vemos caer muy despacio una primera lágrima -después vendrán muchas más- o sentimos sus padecimientos, detalles que se darán en todo el filme
sugiriendo más que buscando el descargo intenso, en todo caso cuando se da es de
forma íntima y en soledad, sin aspavientos, aunque es una trama expresiva también que
enseña desde afuera además, y que dirime algunas acciones precipitadas como su
carácter demuestra en un inicio ante la respuesta del término de su labores
profesionales, siendo el protagonista en algunas partes un niño grande que no controla su
fastidio. Sin embargo también posee otras maneras muy caviladas en ese
aprendizaje que resulta ser una tragedia en su vida, donde debe ver cómo se
resuelve, la constante del filme que se
enfoca en sus actos, en un dolor que no agota al espectador sino
que se dosifica con buen tino sin sobrecargar o disminuir su importancia, y que
yace en el justo medio evitando lo gratuito y la superficialidad.
Se propone el qué viene ahora, luego del final de algo
trascendente en nosotros, decisiones complejas que requieren adaptarse teniendo
en cuenta que nunca dejamos de hacerlo, ni siquiera en la vejez. Se sigue
pasando a otro lugar o se nos hace notar una trasformación en nuestro ambiente
de identificación, lo que nos es familiar proclive a desaparecer y hasta
hacerlo. Se conjugan sentimientos como la nostalgia, por el tiempo que se ha
ido, lo que ya hemos perdido o lo que perderemos, la decepción que llega a
reemplazar a la ilusión, el constatar que debemos reencontrarnos con ella y
sacar adelante una nueva visión que nos motive a seguir amando al mundo, y en
ese trance reflota un nuevo yo de alguna forma.
Hannes es criticado pero no es el único que ostenta
defectos, los hijos también los tienen, hay un cariz universal de estar ciego a
lo propio –en él más, ya que es quien dirige la trama- pero además surgen
momentos de iluminación, no solo de confrontación y reproche, sino de lo que
nos compete en que lenta y levemente se produce un cambio dentro de la historia que
no resulta apurado ni inverosímil, además de existir un shock vivencial que
repercute notoriamente.
Anna (Margrét Helga Jóhannsdóttir) es el catalizador del relato. Sin ser burda sirve para contextualizar el magma del filme, para punzarnos, y es que pequeños cuadros de su situación aunque contienen algo de contención en cuanto a su realidad que puede ser visualmente mucho más dura provocan el entendimiento que justifica el entorno y las líneas que quiere dirigir el filme al público, que se basa en el cambio y sacar el alma de ese ser violento que es Hannes, el que combate con sí mismo, en un viaje realmente triste que ha sabido manejarse con esa tranquilidad del cine europeo y que tiene el optimismo del séptimo arte americano. A fin de cuentas estamos ante una transición, una etapa que empieza a lidiar con la muerte pero que no es el fin; es el desarrollo, a pesar de todo, de nuevos sueños y alegrías. No solo de la tierra rodeada de mar (de aislamiento), que observa el protagonista con detenimiento, como en un espejo, sino de compartir, de ser menos egocéntricos y no solo pensar en uno, de desprenderse más emotivamente, de vivir y dejarnos ir. La paz se apoya en quienes nos quieren, en los descendientes y en la familia. Para eso miramos el barco, símbolo de todo ello, que pasa de generación en generación.