Nira (una entregada y muy interesante Sarit Larry, aunque no cuenta con particular experiencia ni fama), es una profesora de jardín de infantes que ama la poesía con devoción fanática, en quien entiende un vínculo particular de la lírica con el mundo, producto de tener veladas carencias emocionales, como la lejanía con el marido y los hijos adultos, aunque hay un trato amable, alegre y erótico entre ellos, como que también Nira creció en una familia pobre, y la poesía es algo especial que la marcó en su crecimiento, en la dificultad de coger y vivir la cultura cuando no hay que comer, aunque sea poco redituada económicamente y minimizada por otros factores externos, unos elípticos y otros no tanto, piénsese en la ubicua guerra con Palestina –que no se toca nunca directamente, más bien uno la busca o trata de intuirla tras bambalinas- o el anhelo de poder y dinero, las diferencias sociales, que es el tema central que le importa mucho al director israelí Nadav Lapid.
Nira trabaja su pasión en un taller de poesía, cuando se apasiona por el talento de un pequeño vate, Yoav Pollak, que como todo un artista maduro y profundo entra en trance caminando de aquí para allá dictando versos a su niñera de color (se estudia por su lado también la distinción racial como factor de identificación de clases sociales). La maestra quedará prendada del niño, al que querrá darle utilidad y relevancia. Primero tratando de entender de donde vienen sus palabras, luego haciéndolas suyas aunque sin aprovecharse de él, como a su vez tratando de que su talento florezca y sea apreciado, de lo que se genera un rechazo circense con alimentos tirados al escenario y en su complemento una redención histriónica en un baile moderno frenético, con lo que se exhibe la juventud creativa del director.
La profesora de parvulario (2014) es un filme extravagante, en varios momentos, pero justificadamente, sobre todo en el entusiasmo “enajenado” que pone la maestra hacia el niño, y en su comportamiento desmedido, producto de su fijación, que la lleva hasta lo sensual, la corrupción o la depresión, como quien está presenciando el resurgimiento de un nuevo Buda, que en propias palabras puede ser como Mozart a los 5 años, y me recuerda -dicho ligera e irónicamente- al fanatismo ciego de la nana de La profecía (1976).
El desenlace se coronará en un acto descabellado desesperado, si bien Lapid, como en su película antecesora, recurre en realidad a un idealismo que nos mueve hacia lo “absurdo” y criminal (claramente, una lectura general de la naturaleza humana, y nacional), en una poética social, y es que se nos dice que el arte nos trasciende (como antes lo fue el prójimo pobre y desprotegido), mientras se nos habla de esa significación que pocos ven y valoran, sobre todo en la sociedad israelí, y que en la propuesta llega a lo metafórico, y en ese caso se trabaja con los límites, sopesando inteligentemente hasta qué punto hay que darle relevancia a las cosas, con audaces pros y contras, que hacen muy madura su exhibición, no tomándolo demasiado en serio, habiendo su cuota de relajo y contraste. El niño es la poesía, lo puro, el pretexto para movilizarnos hacia distinta temática, donde Lapid hace su jugada maestra, no solo nos habla del futuro, sino de los actos en sí de los hombres con sus prioridades, con su percepción del mundo, su país y sus semejantes.
Su anterior propuesta, Policía en Israel (Ha-shoter, 2011) es otra película a valorar, en la cotidianidad y naturalidad del oficio de policía especial, que llega hasta la irrelevancia mayúscula, pero deja ver muy bien cómo es su sociedad en particular, que muchos pueden creer que es un campo minado, pero también tiene de té de tías. No esperen con ella una película de acción por más que involucre a una fuerza de asalto especial, a comandos policiales, estamos ante un drama en toda regla, mucho si vemos que gira en buena parte en derredor del embarazo de la mujer de un policía, donde el sexo y lo ordinario afloran fielmente. Se puede ver que en su arte Lapid hace distinción con lo social y no todo lo asume en la lucha armada, de lo que genera refinada autocrítica, mientras el tratamiento narrativo es menor por vocación propia. No busca la grandilocuencia y de esa forma perdura, en el que es un filme atractivo por personalidad.