El que conoce cómo es el cine del catalán Albert Serra sabe
a qué atenerse, el que no, debe adaptarse a que la lentitud y el que no pase
casi nada en sus retratos son sus fuentes de expresión, dándole un aspecto muy
cotidiano a personajes míticos, y hasta extravagantes, como con el Don Quijote
y el Sancho Panza de Honor de cavalleria (2006), en que caballero y escudero
deambulan campantes por praderas y bosques, no tanto como un loco y su fiel
seguidor sino como unos seres más bien simples pero ecuánimes, aventurados sin
tiempo en recorrer mundo, pensativos, devotos, ensimismado el Quijote en la
pronta muerte, pero alegre de creer en Dios y en la belleza del planeta a su disposición,
bañándose ambos en lagunas, colocándose laureles en la cabeza, paseando,
cortando césped, contando sus historias, topándose con el pueblo y yendo despreocupados
hacia la eternidad, en días y noches que se van como en un remanso de paz en
medio de la bondad y la fe, pero de la que conoce su contrario, en un quehacer
luminoso, como el que representa el Casanova de Historia de mi muerte, pero con
mayores matices (fuera de que el Quijote juega con la potencia intrínseca de su
locura y sus tantas aventuras al servicio de la elipsis), sumido en el
hedonismo más abierto como le antecede su biografía, en la ordinariez, al igual
que en la filosofía, en el éxtasis de orden extremo, como se asume en aquel
choque violento contra una ventana al son de su gran apetito carnal, uno que
trasciende lo sexual y lo define en todo lo que conforman los placeres de la
vida; o el defecar sufriendo tanto como más tarde gozando de esos menesteres escatológicos
hasta reír como un poseso, para olvidar y volver inmediatamente a las andanzas
como el niño inconsciente que es, desmemoriado, libertino, libre.
El filme presenta más de una cara, apreciando que el escenificado
simbolismo Freudiano de los excrementos -que incluso llegan a verse- es solo el
preámbulo grotesco de un contraste mayor y más complejo, plasmado en una potente
atmósfera de terror y velado dolor interno, en el Conde Drácula, que llega con
la oscuridad a poner el otro lado del mundo, como en aquel mensaje de la
civilización que expresaba el Quijote, si bien aquí no hay castigo, más allá de
la tortura psicológica, ya que puede que el vampiro sea la consciencia de una
pesadilla, muy bien ejemplificada cuando el cuerpo de Casanova yace tendido en
el cierre, escudriñado por el escondido Conde, que suele llegar por detrás siguiéndole
los pasos al famoso seductor, sembrando ambivalencia, en dos aparentes seres
opuestos, pero que en realidad tienen mucho en común, solo que Albert Serra
marca una ideología en cada personaje o estado (recurriendo como acostumbra a
que el espectador complete la figura), teniendo uno no solo de cruel, en buena
parte de inevitable y quizá de necesario, sino de ser sensual a través de la
noche, el misterio y la sangre, y el otro de cierto (auto)rechazo a fin de
cuentas, en su felicidad lujuriosa y alevosa, siendo seres intensos más que trascendentes.
El retrato de Drácula es atmosféricamente más potente que el
de su coprotagonista de relato, como en aquel resto de carne que invoca
momentos de horror, viéndose más unidimensional en aquellos gritos de aparente
sinrazón, teniendo un claro rapto hacia las tinieblas, ya que es el abismo en
sí, mientras Casanova es un ser político, privilegiado a un punto, pero a su
vez tan humano, vulgar e impredecible, de lo que tienen semejanzas
reprobatorias; como en un trasunto de quienes juegan a ser el día y la noche, que
llegamos a ver por un lado con la presencia de la luna o el veraneo con
doncellas y banquetes, en una unidad en plena lucha silenciosa. Caminan engañosamente separados, pero aguzando el ojo vemos que están más cerca de lo
que aparenta la historia lineal, o el esquivarse.
En las características de éste director estriba muy bien su
humanización, que llega al exceso de la arbitrariedad y generalidad, dando
prioridad a exhibir lo esencial, si bien los
roles también lucen su cuota de credibilidad física, un pilar
importante en el cine de Albert Serra. Recordemos que en El cant dels ocells (2008) se
notan mucho más las distancias en la falta de grandezas fisonómicas; María no
implica ninguna iluminación, belleza, ni cuidado especial, simplemente pierde
el tiempo, con un carnerito, mientras José está como desperdigado, aparece escasamente,
está entre profundo y pasmado, para lo que el director recurre solo a la aparición
de un ángel observador como único nexo de divinidad. Por otra parte hay que
hacer notar que los diálogos son más nutridos en Historia de mi muerte, pero suelen
ser intrascendentes aun así, tanto como anteriormente hay pocas palabras aunque
puntuales, siendo por un lado auto-descriptivas biográficamente, en lo que es un
mayor soporte en cuanto al origen legendario, que como se ven y qué hacen. El
cant dels ocells arguye una postura/estilo realista en mostrar una pesada y
cansada caminata por la arena, de los tres reyes magos en busca del recién nacido
Jesús, en que vemos las vivencias más pedestres, hasta ridículas, cojamos de
muestra aquella en que el más gordo benefactor echa a rodar absurdamente al estar al
parecer agotado. Son simples hombres haciendo cosas intrascendentes en
contrapunto con una mítica que se da por
conocida, en que Serra exhibe lo más mínimo y común pegado al cine arte más
radical, "fastidioso" y exigente, enseñándolos nadando, comiendo, peleando,
descansando, intercambiando pareceres, luciendo bastante primarios, detrás de aquel
viaje excepcional del que luego alguno reniega y llama el único/último, en boca
de aquel actor fetiche del director, Lluís Serrat, que despliega ternura, antipatía
y simplicidad, dependiendo la necesidad de cada filme, la de un espectador excepcional dentro
del ecran.
Albert Serra implica un tipo de naturalidad en su cine, que
en Història de la meva mort, leopardo de oro del festival de Locarno 2013, crece,
se vuelve más ardua argumentalmente, pero recurriendo a todas sus señas pasadas.
Auscultamos con él nuestra humanidad, al hombre de a pie, pero desde los concebidos
seres excepcionales, por históricos, bíblicos o literarios, que dejan por un
momento la glorificación y caminan a nuestra lado, como si nadie fuera más
importante que otro, y todos fueran el mismo ser, irreductible a fin de
cuentas, pero uno que padece de lo ordinario, goza de los detalles, ama o rehuye,
ríe desmesuradamente, come con fruición, es a ratos inexpresivo o muy abierto, es
misterioso, inexplicable, infantil, absurdo, y otras veces reflexivo y visionario,
tantas cosas, en un andar colectivo, de lo que sencillamente vive, racional, romántica
y pecaminosamente.