Alexander Payne se mantiene muy bien en un estándar de creatividad y buen
hacer cinematográfico que lo demuestra como un artista equilibrado, habiendo
desarrollado hasta su propio estilo, mezclando la comedia delicada, bastante
sutil pero sencilla, con el drama que maneja su clara profundidad aunque
también su sensibilidad a flor de piel. No teme llegar al corazón, poder ser en buena parte primario, pero con una envoltura artística
que ampara toda esa demostración de emotividad, para que tenga mayor valor lo que trasmite, y no caer en
vacíos y empatía artificial. Tiene magma, esconde una cierta verdad en
sus ilustraciones, y con ello nos toca, nos humaniza, nos permite ver al
prójimo, y a nuestros seres queridos con mayor atención y afecto, para el caso
a los padres. Implica despertarnos, volvernos altruistas. Produce contextos de realización psicológica, como el que describe el trayecto de Woody
Grant (Bruce Dern), un anciano alcohólico, distraído, como perdido en sus
propias ensoñaciones o estados vegetativos alejados de su entorno, que no ha
sido el mejor padre, aunque tampoco el peor ya que sus hijos le quieren y
cuidan de él. En general es un buen hombre, el que siempre ha servido a
los amigos y nunca ha sabido negarse a los demás; de personalidad y vida muy
simple, salido de un pueblito de Nebraska para vivir una apacible y predecible
normalidad de clase media americana en Montana.
Un día se le mete inocentemente a la cabeza a Woody que ha
ganado el millón de dólares que ofrece un sorteo por medio de un volante
publicitario engañoso, pero que es vox populi saber que lo es, e igual él por
más que se le dice la cuestión está empeñado en querer ir a cobrarlo a Lincoln,
Nebraska. Tras varias descabelladas tentativas de hacer el viaje hasta allá
incluso a pie, ya que el viejo yace algo desorientado de la realidad, su hijo
se compromete a llevarlo. Entonces, pronto descubriremos que esconde una lógica
bastante noble y una pequeña momentánea reivindicación anímica,
deseando algo discreto con el dinero, comprar una camioneta y un compresor de
aire, siendo sus aspiraciones muy ordinarias –aunque hay que entender que los
anhelos personales son amplios y complejos, y su consumación y consecuencia
generan distintos niveles de satisfacción- salvo lo que oculta como razón en el
mirar hacia atrás toda una existencia a punto de terminar.
El periplo dará lugar a un entrañable vínculo paterno-filial
entre Woody y David (Will Forte), que va bajo muchos silencios y cierta elipsis
(no todo está explicito, el conjunto alberga matices, habiendo exhibiciones
contundentes, en su tipo transparente pero no excesivas, como otras a tener que
completar). El padre suele hablar muy poco, prefiere expresar su
interior indirectamente por medio de sus acciones, sin sentimentalismos, pero
con una intrínseca ternura en un trato llano y muy franco.
En cambio, el hijo no deja de estar abierto, exhibiendo mucho cariño, tolerancia
y buena disposición, al punto que parece casi un tipo de ser angelical adscrito
al trato terreno, común pero bondadoso, y en repetidas ocasiones será quien se entregue
de pleno a lo que vive y siente íntimamente el progenitor, habiendo hasta
alguna reacción predecible, poco madura y algo edulcorada, que apunta a nuestra
imperfección, a que no deja de ser como cualquiera del montón, y a su vez cómo
brilla de protagonista en el tipo de séptimo arte que mejor le va a Payne; no
siendo alguien exitoso en el amor o en el trabajo, sino muy promedio y hasta un
poco perdedor. Ésta reacción sirve para poner énfasis en lo que se busca, el
leitmotiv del relato, introducir el diáfano conocimiento de una devoción, y una
retribución, el pasar a cuidar, explayar afectos y consentir a su viejo que actualmente
está en una etapa de dependencia emocional y física.
David es muy perceptivo, por lo que estará al pie del cañón ante tanto desvarío, infantil irresponsabilidad y descuido de Woody, quien va de torpe, se agota con facilidad, bebe cuando quiere -que sucede a menudo- y se mueve como una hoja en el viento ante una fijación de encubierto existencialismo, siendo un ser sensible y frágil, aun en su robustez y su seriedad en calma que se trasmite en un comportamiento de sólidas características. Woody es un eje preciso pero potente, el que funciona gracias a la sutil expresividad que mantiene desde el inicio, de donde se refuerza y se saca sustancia constantemente. Bruce Dern está estupendo con el uso de la imagen avejentada, en su aspecto lento pero inquieto, el que se ilumina en el gesto mínimo, logrando erigirse como un fuerte contendiente a los Oscar 2014, viniendo de ganar el reconocimiento de mejor actor en el festival de Cannes del año pasado. Woody no es que esté pidiendo ayuda –que tampoco la niega, está claro que no es aprovechado pero se lee sin decirlo que le gusta que lo engrían, y es que necesita tiempo y atención- o esté intentando emocionar a la gente, sino diríamos que sale espontáneamente en él. Eso hace una simbiosis perfecta, produce la consabida naturalidad y un estado de ausencia de obligación o de reproches. Es algo que se hila fino, que fluye, una virtud de éste logrado trabajo minimalista que enarbola su bandera con ese blanco y negro, en tonos grises iluminados, que lo describe.
David es muy perceptivo, por lo que estará al pie del cañón ante tanto desvarío, infantil irresponsabilidad y descuido de Woody, quien va de torpe, se agota con facilidad, bebe cuando quiere -que sucede a menudo- y se mueve como una hoja en el viento ante una fijación de encubierto existencialismo, siendo un ser sensible y frágil, aun en su robustez y su seriedad en calma que se trasmite en un comportamiento de sólidas características. Woody es un eje preciso pero potente, el que funciona gracias a la sutil expresividad que mantiene desde el inicio, de donde se refuerza y se saca sustancia constantemente. Bruce Dern está estupendo con el uso de la imagen avejentada, en su aspecto lento pero inquieto, el que se ilumina en el gesto mínimo, logrando erigirse como un fuerte contendiente a los Oscar 2014, viniendo de ganar el reconocimiento de mejor actor en el festival de Cannes del año pasado. Woody no es que esté pidiendo ayuda –que tampoco la niega, está claro que no es aprovechado pero se lee sin decirlo que le gusta que lo engrían, y es que necesita tiempo y atención- o esté intentando emocionar a la gente, sino diríamos que sale espontáneamente en él. Eso hace una simbiosis perfecta, produce la consabida naturalidad y un estado de ausencia de obligación o de reproches. Es algo que se hila fino, que fluye, una virtud de éste logrado trabajo minimalista que enarbola su bandera con ese blanco y negro, en tonos grises iluminados, que lo describe.
El filme gana muchos puntos de interés tras un arranque de ubicación
calmado, curioso y bien establecido, al solventarse con ingenio su
desarrollo, producto de la parada en Hawthorne, el hogar donde se crió y creció Woody,
viendo su entorno pasado que juzga (implícito) su presente y admite o, mejor
dicho, cree en la ilusión del premio económico. En una pugna de último momento saca una vuelta de tuerca, cuando ya se le había definido a nuestro anciano guía,
hasta haberlo encasillado, si bien la última palabra se tiene el día de la
muerte, como se aprecia observando el relevo generacional en la metáfora que
se da con el cambio de conductor del desenlace. Hawthorne le da rápidamente un
background con el cual podemos jugar más, una biografía que genera sus buenos toques
cómicos que no son muchos en realidad aun siendo un filme simpático. Revela
experiencias que alientan la imagen de su protagonista y permite acontecimientos
últimos mediante variopintos compañeros que van surgiendo, apoderándose del
espacio y robando cámara sin ser extraordinarios, tanto que sorprende un poco que por
lo general esos roles secundarios nos suelan ser tan indiferentes, y es que se ganan un lugar
desde su ordinariez, como su bien manejada presencia sobre la vejez, mientras
se va luchando por sacar lo mejor de uno contra cierta crítica ante
la mediocridad, habiendo un retrato cautivante con gente normal, incluso muy llana,
los que no suelen ser vistos muy seguido en el cine, y es una predominancia que
habla de audacia y personalidad, de elegir variedad, como de un anhelo saludable
de realismo. Tenemos que tener en cuenta que el séptimo arte también requiere de pequeñas
historias y espejos menos espectaculares.
De los personajes secundarios se luce principalmente el cruel e infame amigo Ed
Pegram (Stacy Keach), el que tiene una imponente presencia dentro de lo intencionalmente
anodinos que son todos, por razones prácticas y de veracidad, pero como es lógico
y útil va de menos a más pero luego se normaliza, y visto lo hecho ahí debió
quedar como personaje, porque innecesariamente, entre comillas, se le achica en un subrayado un
poco demás. De lo elogiable es que termina brillando mucho (y pudo dar hasta
más), sin aspavientos, antes de que lo usen de hito y pretexto emocional, castigando
con creces su codicia y mezquindad. Acompaña la antigua novia Peg Nagy (Angela
McEwan) que despliega ternura, mucha coherencia e ironía, y una caterva de
pueblerinos que hacen alegre, tierno, bochornoso, melancólico, interesado -en los ajenos- y
cotidiano el viaje. No se puede dejar de lado a la propia familia de Woody, muy acordes
con la identidad que rige a la mayoría en Hawthorne, que rompen la habitual pasividad,
simplicidad y tranquilidad que parece reinar generando intensidad desde los
pequeños conflictos, a veces poco serios y otros más importantes de lo que
creemos. Dejan fuerte el contexto y dan espacio a la broma ligera, educada,
la que remite a ratos a su cultura como en la comparación de los vehículos
americanos con los extranjeros, que toman mucha presencia en los diálogos.
Igual no puede faltar la mención de otro gran personaje, uno
de los más vistosos del conjunto que ha producido una merecida nominación, el rol de Kate Grant (June Squibb), la esposa de Woody, llena de una verborrea sabrosa
que prepara sus locuras (cuanta gracia hace cuando habla de los sexual, con
ella uno no puede aguantarse, sea o no algo repetido lo que haga), en sentido
de su continuo sinceramiento, el no tener pelos en la lengua. Es una persona un
poco fastidiosa –lo dice ya el clásico estribillo en una de tantas novedosas revelaciones,
que las hay en buena dosis- como toda mujer, pero fiel a toda prueba y finalmente amorosa (véase en
el hospital o frente a los recuerdos), que conoce de cuerpo entero a su pareja y, pues, tiene menos paciencia, no tanta condescendencia y un aire de rudeza a diferencia de David. Sin
embargo en sus propios parámetros es jugosa a más no poder, tiene un papel de
suma originalidad, de esos que enaltecen lo que otros no ven, y bien por Squibb
que exuda tanta vitalidad a su edad, como otra cara de la moneda en la
relación, ya que nuestro protagonista es mucho más apagado y lento, pero con su
luz dentro.
La interpretación de Will Forte tiene lo suyo también (que
por supuesto se ha ganado ser un actor al cual tener presente), aunque es algo
fácil. Yace muy bien en un tipo que fuera de las apariencias no resulta tan
convencional como creemos en la época en que estamos, y tiene magia, trasmite
esa sensibilidad que le requiere la trama, siendo muy valioso porque se expone
a la crítica más segura, a ser el punto más flaco y sale airoso sin que sea
nada tampoco demasiado magistral, pero sí bueno ante tanto uso y
necesidad de su papel, tratándose de un dúo
capital en cuanto a padre e hijo donde un actor requiere mucho del otro. Los filmes de Alexander Payne son prodigiosos, Election (1999),
A propósito de Schmidt (2002), Entre copas (2004), Los descendientes (2011) y, ahora, Nebraska (2013), vaya racha. Son hilarantes, emotivos, sarcásticos, entretenidos,
en sus propios tonos.