The Company Men (2010), la ópera prima de John Wells, era una película
que estaba bien hecha, no era mala (como muchas podríamos decir, que
simplemente cumplen), pero generaba poca atracción, aun teniendo como tema
central a la última actual crisis económica, y contar con actores como Tommy
Lee Jones, Ben Affleck y Chris Cooper como los protagonistas, teniendo a
Affleck en el mayor rol, con toda su simplicidad pero con el carisma que conlleva que sea
él, y como anexo el olvidado Kevin Costner (quien lo diría, aunque ya nos hemos
acostumbrado, y es que el tiempo pasa y muchas veces nos “quita” la gloria), y
la bella y escultural Maria Bello, la que tiene escenas donde nos lo deja claro.
Y es que no hay nada llamativo y original en la trama, quizá solo que sus personajes
representan el sufrimiento y la preocupación tras el desempleo y lo que acarrea
en el modo de vida, no poder pagar la universidad de una hija o perder el auto
del año, la amplia casa en una buena zona y hasta los juegos electrónicos del
vástago, visto desde dentro de la clase media alta. La que se contextualiza en
una gigantesca corporación que requiere de recortes para seguir siendo
productiva, expulsando a gente calificada que se generaba fuertes ingresos, una
existencia acomodada. Sin embargo, aun versando en cierta cara oculta o poco
retratada de la población americana (y mundial por reflejo), ya que no nos
refiere al que tiene que subsistir, sino al que ostenta mucho más de lo que
necesita, se termina repitiendo el patrón general y abundan los clichés, como
convertirnos en seres humildes en el corazón al tener que hacer trabajo manual.
Después todo bien desplegado, pero insignificante a más no poder, ya que trata
de ser simpático con los recursos de siempre, fuera de su historia dramática,
de corte ligero, perpetrándose en un buen ritmo, y por ende siendo entretenida,
si es que nos conformamos con una historia tan pequeña en su narración.
Por todo no es que haya sido un comienzo que te aliente
mucho como espectador, pero podíamos ver que concebía oficio, y como se constata
ha logrado que queden contentos en Hollywood, con la dirección que realizó, ya
que ahora el reparto se hace mucho más grande e importante en August: Osage
County. De donde hay dos nominadas al Oscar 2014, en las mega-estrellas Meryl
Streep y Julia Roberts. Y una buena
labor grupal, ya que sus cimientos pertenecen en pantalla al de un equipo que
quiere contar la idiosincrasia personal de cada uno, proporcionando
descubrimientos penosos y conflictos en todos ellos. Como la sorpresa parcial
que es la actuación de la casi desconocida Julianne Nicholson, como Ivy, una apacible
solterona enamorada de un perdedor con el que comparte vínculos sanguíneos. A
su lado, el siempre fácil de querer Sam Shepard dentro de un rol breve como el padre
alcohólico, un poeta e intelectual reconocido y acomodado, pero dejado de lado
por su profesión ante sus licencias y relajos e infeliz en su cotidianidad, que
hace de motor de reunión y el sacar al aire los múltiples trapitos sucios del
hogar. Alguien a quien deberíamos
apreciar mucho más, a Dermot Mulroney, que hace pequeños papeles pero sumamente
creíbles y contundentes. El novio playboy de una de las hijas Weston. Karen, Juliette
Lewis, perfecta en el papel de una hija de pasado libertino, mala reputación,
que quiere sentar cabeza, y que la muestra apocada, intimidada y menospreciada
por su madre, yaciendo desesperada ante el futuro, por lo que se agarra a la
que ve como su única oportunidad. También está el pequeño Charles, en un
bastante bueno Benedict Cumberbatch, como el hijo mediocre pero dulce y buena
persona, maltratado, constantemente humillado por su progenitora, que le ha
sumido en una personalidad insegura y auto-flagelante a la vera de sus culpas.
Ella es Mattie Fae Aiken, la actriz Margo Martindale, compleja debajo de ser
vista como un estereotipo, la que desborda antipatía, lo cual se hace ver
bastante lograda por su propio talento, venciendo la indiferencia natural que
genera intrínsecamente. Tiene una
actuación pequeña pero interesante. Después, no se le aprovecha a Abigail
Breslin que solo yace correcta y poco vista, como Jean Fordham, nieta
adolescente de Violet, de la que se le entiende rebelde –fuma marihuana, aunque
a quien le descoloca aquello- pero apreciable en que no es tan tonta al uso,
gusta de ver El fantasma de la ópera (1925), y pues ¿qué chiquilla común gusta
de semejante clásico? ¿O es que infravaloro la capacidad general de esa edad? Con
ellos, Ewan McGregor, en el rol de Bill Fordham, el padre infiel, y realmente
es poca cosa su intervención aunque es loable que este actor se deje ver más a
menudo en un tono serio, dramatizando discusiones álgidas entre gritos, aunque
también asoma su portentosa sonrisa. Y por último, está Chris Cooper como Charlie Aiken, que es
el tío relajado y buena onda, y se queda así, sin más, al punto de pasar por un
poco bobo, pero que lleva su rato de alteración y rescate, simplona gracia
–como en su oración- e intento de sorna luego mandado a callar.
Es atractivo ver que se maneja la imperfección con solvencia
en cualquiera de los integrantes de los Weston, no se tiende a ser reduccionista, aunque hay imágenes mentales, no se va a simplemente juzgar y tacharlos de golpe (al menos pretenden intentar salir de sus agujeros, ven la realidad que los describe), aunque no
es que sean retratos exuberantes. Pero habría que decir que se abarca mucho en
poco espacio ante tantas historias personales, y aunque la propuesta sale bien
parada en conjunto, tiene creatividad y su lado de transcendencia por varios
frentes, se siente el peso de la ambición colectiva. No resulta tan creíble tanta
crisis y caos familiar, se ve que es demasiada problemática, su calidad
compacta no es tan verosímil, aunque fluye con su ritmo, entretiene, cumple su
cometido de generar atención y novedad, un clímax tras otro, en que parece en
un momento que ya todo acabó en un final feliz digamos, de comprensión, pero
pasa a uno más y aun mayor, un boom final donde todo explota y se desborda,
como suele yacer en la dramaturgia de Tracy Letts -en que se basa esta
película; obra teatral merecedora del Pulitzer del 2008- que deja lo peor para la última media hora llevando todo al extremo.
Veamos sino Bugs (2006) y Killer Joe (2011), otras piezas dramáticas suyas y sus guiones respectivos convertidos en filmes, ambos por la dirección de William Friedkin.
La paranoia de Bugs llega hasta la revelación apoteósica,
rompe todo límite, nos da un violento y brutal golpe a la consciencia, dejando
en claro la postura que triunfa, una especie de Take shelter (2011) más segura
de sí, con el mismo actor, el magnífico Michael Shannon en la quintaesencia de
lo que habitualmente interpreta, junto a Ashley Judd que da la talla, y no es
menos ante su coprotagonista, en una conjunción de entrega y gran envergadura.
Es una cinta muy curiosa, aunque caiga en la exageración, y algo en la
redundancia o sobre explotación, no obstante muy a tener en cuenta. Mientras
Killer Joe es convencional en gran parte del metraje –aun con exponer más crudas las palizas en la visión
de la sangre y utilizar desnudos completos, como los de Juno Temple y Gina
Gershon que hacen estupendas performances, sobre todo la minusvalorada Gershon,
vista como actriz menor, que aquí pone todo sobre la sartén, o la pieza de
pollo del KFC si se quiere ser más directo, y hay que aplaudirle su valor en un
estado de mayor alcance de lo habitual en ella- para darse
lujuriosa, con humor negro, salvaje, perversa e impredecible en su último tramo. Una
actuación que se engrandece en ese lapso es la del hoy aclamado por la crítica,
Matthew McConaughey como un calculador pero extrovertido asesino a sueldo texano
–con sombrero de cowboy y botas que como se estila deben ser particulares, ya
que hablan de ser o no un ganador en el lenguaje del sur de Estados Unidos que
describe Letts, como deja ver un diálogo en August: Osage County- que tiene una
personalidad imponente y seductora, hasta que le llega su hora de fracaso. A lo
que agregamos que Thomas Haden Church, es un actor con ángel, trasmite
sentimiento aun en lo ordinario, y que a pesar de su fisonomía hace de tipos
más suaves de lo que aparenta, y tiene mérito no ser condescendiente con la
imagen preconcebida. Killer Joe es una muy buena cinta que habría que recomendar
más, si cabe, aunque sin sobredimensionarla. Está bien urdida tanto que remonta
la sensación de tener un bajo presupuesto, y logra más que cumplir desde la claridad de componer y desnudar la naturaleza de sus criaturas. Paga las expectativas.
Pasando a los pesos pesados, confieso que aunque no se podía
eludir la admiración y el aplauso, justificado, hacia Meryl Streep, nunca ha sido de
mis favoritas. No había algo que me haya extasiado de ella en su filmografía,
salvo que mirándolo desde sus últimos años he apreciado su compromiso,
mimetización y fuerza como actriz en El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002)
y El diablo viste de Prada (2006), y algo menos en Las horas (2002) y Los
puentes de Madison (1995), todas estupendas películas, además. No obstante, su
papel como la matriarca Violet Weston ha logrado ese esperado momento, creo que
es la actuación más cautivadora que ha acometido dentro de la que podemos concebir como la segunda parte de su carrera, o una de las
más altas cotas de su arte. He caído rendido a su fascinación y a su facilidad
para generar estados de ánimo, tales como miedos, enternecimiento, sarcasmo,
locura, reproches, comparaciones viperinas, traumas o desfogues de agresividad
emocional. Estando perpetrada en una figura dual, su deterioro físico que esconde
en pelucas –impresiona el aclimatarse a una vejez de muy poco glamour, en plena
franqueza- y como se mueve en su rudeza. Envueltos en un toque de ambigüedad
–porque tiene ratos de luz aunque son los menos- entre el bien y el mal, con
inclinación a lo segundo y a pesar de su carácter corrosivo y envenenado por el
cáncer de boca y la adicción a las drogas medicadas. Hasta el desenlace que le
hacen ver cruel, que igual implica dolores ocultos y desequilibrios que la desnudan
humana. Un acierto porque de no ser así sería algo pobre, unidimensional, y
ella es el fuego artificial central del relato que deriva o se complementa en
los percances, defectos y frustraciones de su familia.
En el otro lado está Julia Roberts, la que ha sabido explotar, con
éxitos y fracasos, claro, dependiendo de cada quien, su gracia y simpatía (yo creo que si bien acostumbra
una cuota de talento no ha sacado nada espectacular en esta línea tras la
encantadora Pretty Woman (1990), y no importan los juicios morales, la inocencia
que despliega la historia, ni las descalificaciones ajenas), en películas ligeras que la han catapultado a la merecida popularidad,
pero como que se estaba agotando la fórmula o muchos ya lo tenían por hecho,
tras tantos años de repetirse, siendo Erin Brokovich (2000), su lugar más alto,
que siendo honesto encuentro el respaldo demasiado entusiasta aun elogiando el filme y a
su persona. Y no es que ella haya sido muy exigente, yo diría que ha tenido más
bien destellos, aunque debemos tener presente que ser entretenido y gustar
también es una virtud que sabe manejar bastante bien. Actualmente en el papel
de Barbara Weston, la hija predilecta de la familia, de la que se vislumbraban grandezas
y que desilusiona al casarse y ser ama de casa, un trasunto general de lo que
es la vida, se luce desmejorada en su apariencia, lo que le exige el rol,
siendo sutil en lo externo (un logro aunque tampoco sea para reventar demasiados cohetes, pero sí que es una buena actuación, donde los cambios son
discretos, ejerciendo algo “atípico” a su común caracterización, el futuro es elíptico en su personaje a diferencia del tangible de Brokovich,
en una nueva promesa, como pasa con sus dones), que se amalgama con la idea de su caída,
en lo que es mutua la desazón familiar, compartida incluso en la misma
perspectiva. Es valioso ver que brillan -mucho más que el resto- los matices en su concepción, alguien de quien podríamos decir que suena injusto que fracase, que tiene entereza, dignidad. Con quien todos podemos sentirnos más identificados, y eso escoge
el filme. Viendo cómo se rearma desde la nada, desde la decisión, a partir sí misma,
mientras la mayoría se quiebra, se desmoronan y quedan ahí, aceptan muy poco, ensombrecen el mundo, no obstante Barbara resulta una representación en la trama, es el mensaje entre tanto
espectáculo, ya que la película tiene mucho de teatro, no se puede negar. Pero hay que apostillar, logra la transición al cine, y no es porque sea gratuito, se debe a pequeños cambios, a unos pocos detalles realistas, si bien es una adaptación que funciona en pantalla bastante tal cual a su procedencia. Y es que uno se siente cómodo con la obra teatral, aun viendo sus naturales marcas de distinción, en éste otro lenguaje artístico.
Es un filme, como todo aquel que tiene sustancia, que sirve
para interiorizar aspectos humanos, aquí desde la grandilocuencia. Este cine
alumbra algo mayor que luego asimos a la propia cosmovisión. Sopesando alguna
crítica extra del autor, anexa, más directa pero como comentario en los tantos
diálogos (viendo que están tan bien desplegados en la trama). La llanura o
naturaleza que implica -a contracorriente de la idea general- libertad y
posibilidad o eso hay que buscar, seguro que en el esfuerzo más que en lo
utópico o etéreo, la tierra y el hogar como lugar de fuerte y capital experiencia,
en el caso presente Oklahoma (que como todo lugar que invoca las raíces de alguien se
le critica, se le recrimina, se le tolera y se le quiere), lo nativo como
origen desencadenante, nuestro magma podemos creer, al que debemos respetar más,
darle su espacio, construirlo –si bien la visión angloamericana de la familia suele ser como
la que exhibe Letts, pesimista, y nos diga que es cuestión de ver su
idiosincrasia, hacer un balance, ser generosos, pero no masoquistas-. Entendiendo que los
padres tienen una responsabilidad, crear un ambiente saludable, que funcione, en que
se pueda convivir en paz, formando seres humanos con tendencia a lograr ser felices. En lo que es la metáfora
de los indios, vista a razón de un núcleo vital en el porvenir de cada
existencia aunque no tenga la última palabra.