En el otro lado debo decir que Jared Leto es un actor que me
parece mucho mejor de lo que se le tiene, uno al que aprecio mucho desde la
maravillosa Réquiem por un sueño (2000), alguien talentoso que hasta la fecha
inexplicablemente caía en cierto anonimato e indiferencia, es decir no miraban
su alcance como interprete, y que en la presente aplaudo, haciendo de un transexual
enfermo de sida, como compañero de trabajo, mano derecha y amigo de Woodroof,
con un cuerpo muy delgado y ademanes y amaneramientos idóneos a su rol. No obstante hay momentos actuales en que me decepciona, en que no le
creo o me es poca cosa la empatía que se quiere crear con su sufrimiento o
cierta marginalidad, observando que tiene rasgos de frialdad que denuncian
método. Pero si hay que sopesar y escoger me afirmo en su defensa y colectivo elogio
por todo el conjunto presente y me parece que lo reprochable es lo menos. Me cautiva mucho
más su sensibilidad y compromiso para transformarse y manejar el papel, creando
a un interesante y en cierta medida complejo Rayon para Dallas Buyers Club, que
vendría a vislumbrarse si conjugamos
tres de sus anteriores artificios, la homosexualidad de la pareja del conquistador griego en Alejandro Magno (2004), aunque no desde alguien atractivo como se deja ver en la de Oliver Stone, sino más rústico; el
impresionante cambio físico de El asesinato de John Lennon (2007), en ella
representa a Mark David Chapman, quien mató al legendario Beatle, el que estaba bastante subido de peso; y la versatilidad, el ser difícil de
clasificar, de la bastante irregular pero curiosa Las vidas posibles de Mr.
Nobody (2009).
Matthew McConaughey sale de la rutina en su caracterización, tanto por personalidad
como de emulación que consiguen una unión perfecta, la cubierta realza el fondo
y se permite engrandecer la historia que vista bien no es nada del otro mundo,
pero la que opera sacando provecho de sus recursos, de su sencillez, siendo más
manejo, aun siendo tan importante lo que trata. Tan bien lo hace que parece que hasta implementa gestos a su cualidad de actor. Es muy penetrante y
sugerente su trasmisión de cómo se siente, sin caer en esos muchas veces
gastados dramatismos que dado el contexto podríamos creer que se exigen, y se
debe a que es un tipo rudo, aunque tiene su breve escena de quiebre, de
lágrimas, en donde asoma decidirse, que incluye el suicidio, lo que saca a
flote toda su esencia en lo estoico de su carácter, y eso hace que la precisión
y el detalle cobren tanta prodigalidad en la piel de éste actor. Su cuerpo
trabaja al completo, y ayuda mucho haber bajado tanto de peso para consolidar a
Ron Woodroof.
El estado de enfermedad de Woodroof yace logrado desde algo
básico pero bastante asumible, aparte de la apariencia, con ese zumbido previo
a los desmayos, el que hace de recordación inmediata y produce un estado de
inestabilidad que es indispensable dada la trama, a la par de la que genera la reacción del gobierno
y la policía, ante las pautas de la Agencia de alimentos y medicamentos (Food and Drug Administration, FDA), que se movilizan bajo el control que ejerce la industria
farmacéutica americana de su tiempo, a la que se le imputa el mal manejo de los
pacientes de sida, producto de intereses económicos y administrativos (esto se desliza por boca del protagonista, tratando de entender las limitaciones y la austeridad de recursos que impone la institución a cargo del permiso de los medicamentos). También
se debe a que el director canadiense Jean-Marc Vallée sabe imponer su historia, ya que
podría quedar oscurecida por las actuaciones, sin embargo éstas son reciprocas,
se retroalimentan, desde una capa de suma amabilidad, en que aflora un
conflicto especifico (la ineficacia e insuficiencia médica, la próxima
mortalidad a esa vera), habiendo su buena dosis de emotividad, mucho desde Rayon (que tiene sus excepciones como la audaz elipsis en la premonición y conjunción de él y el recinto con las mariposas),
viendo un proceso alternativo que se da de forma entretenida, fácil de
sobrellevar, pero con visceralidad, y es que no hay abundancia de elementos, no siendo para nada un relato vacío, sino que economiza sus
fichas, por lo que nunca redunda, sino explota su centro con solvencia, con una
muy buena repartición de los hechos que generan alcances mayores, teniendo un
background verídico.
Es notable descubrir que Vallée mejora notablemente su
ritmo, a diferencia de La reina Victoria (2009) que era más pesada en el
transcurrir de su metraje, aunque queriendo ser simpática y en parte -a pesar
de la crítica- lo lograba. Ésta deja ver su estilo, el de saber hiperbolizar
las tramas, que mejor dicho se trata de sacarle sustancia, atención y atractivo
a algo que tiene un argumento pequeño pero que es intrínsecamente
grandilocuente por sus protagonistas o su temática. Mientras, en Café de Flore
(2011) ya está en todo apogeo y habilidad su capacidad de narrador, en un
rendimiento en buena medida de excepción, de saber contar con mucho ingenio,
soltura y creatividad un relato, y aprovechar cada parte de su historia, en la
que la estructura demuestra mucho dominio de ésta, armando una figura completa
por medio de sus piezas muy bien desplegadas, donde vibra la emoción y la
originalidad, cuando esto no es que abunde dado el tema de la reencarnación, en
la unión de dos líneas argumentales.
Si un filme es interesante en su temática y atractivo en lo formal, está muy bien contado, tiene actuaciones solidas que describen bien su contexto, no hace falta más que elogiarle. Sin embargo, no es una historia trabajada en el fondo con demasiada complicación, al final lo que exhibe es poco, escogiendo contar algo personal, íntimo, buscando seguramente una mejor empatía, situarse y conmover como enseñar una mayor y más comprensiva convivencia, reflejando desde algo particular un tiempo y un acontecer colectivo, de ahí su relevancia, que toma forma en su capacidad de fabulación mediante sus retratos. Nos encontramos con una propuesta que atrapa en todo auge, y que tiene capacidad de reflexión desde coordenadas directas que calan primariamente, bajo el constante uso de la intensidad de sus lapsos fáciles pero certeros de confrontación. Véase en el supermercado con el ex compañero homofóbico convertido a enemigo, el bar con los supuestos amigos haciendo mofa de su hombría o los encuentros con homosexuales y su mundo. Junto a ello yace su toque romántico dentro de lo que podemos llamar platónico o amistoso en el papel de la carismática y funcional Jennifer Garner.
Tiene varios lugares comunes pero en parte los alabamos
porque funcionan en conjunto, hacen de la película una muy solvente, ágil, sin
perder un nivel que merece, sabiendo manejar algo delicado con sagacidad e
incluso humildad, aunque recurra a explotarle a veces superficialmente. Y es
que se deja ver demasiado bien, que uno se vuelve indulgente, comprensivo, con
algunos “fallos”, simplicidades o su condición condescendiente con un público
amplio. Igual hay que declarar que no estamos ante una obra muy original, o
atrevida, en realidad (donde falta profundidad, y no hablamos de que se vuelva un panfleto, quizá le falta seguridad o mayor compromiso en algunos puntos, no solo hacia lo gay), aunque a pesar de todo está muy bien expuesta desde lo que busca, con su fin plenamente
realizado, fuera de congraciarse con la homosexualidad que yace es algo bastante más normal en nuestra convivencia social. No se siente que su sentido sea el de querer trasgredir, o
ser muy rebelde fuera de utilizarlo como parte de la trama, aunque sí denunciar
algo que suele repetirse. Es la historia de un hombre común, desesperado, de uno que a su vez es muchos, pero que
yacen pasivos entregados a su suerte; es una voz representativa de salvación. Él enfrenta una mala o ineficaz gestión estatal, y a lo macro-económico, que muchas veces se desligan del sufrimiento de a
pie. También es una
virtud, explayarse sobre ello, en tiempos donde estas batallas siguen siendo
valiosas, porque generan equilibrios, revisiones (como se lee en el epilogo) y
tolerancia.