miércoles, 27 de febrero de 2013

Antiviral

Brandon Cronenberg lleva los genes de su padre, en cuanto a su primer estilo, pero teniendo mucho que aportar desde su mundo y propia arte. Su primera película es un portentoso debut. Vemos más que el apellido famoso del progenitor, aun con ciertos desequilibrios naturales de quien está lleno de aportes  y entusiasmos, no obstante destaca en su atrevimiento y extravagancia una muy buena estética que recoge el camino maduro de su antecesor. Es como si se alimentara de lo mejor de él para hacer algo novedoso. Entre ligeras comillas, porque parece seguir la ruta que iniciara en el pasado David Cronenberg, solo que más limpio, con buena asesoría y ya un legado familiar detrás, que por supuesto aún le queda grande, sin embargo vaya arranque.

El filme parte de una premisa muy original, la gente vive idolatrando a las celebridades y tan grande es su adoración que se venden los virus de las estrellas, para componer la búsqueda de la  compenetración con sus ídolos, de sentirlos cerca, o coger un poco de su luz especial. Cronenberg desarrolla muy hábilmente su guion. Una clínica en la que trabaja nuestro protagonista, Syd March (Caleb Landry Jones), se reviste de una impoluta blancura (una falsa calma), que contrasta con un lado oscuro de gozar con el dolor, con el padecimiento de la enfermedad. Sudores violentos, vómitos de sangre, ardores internos, manchas y marcas en la piel son la droga de estos fanáticos y clientes, y Syd aprovechando su empleo experimenta con todas ellas. Su exótica presencia, extrema palidez, cabello pelirrojo, delgadez y pecas sirven de fermento y reflejo idóneo del síntoma de la atracción por la superioridad de la fama, su sola presencia es como un espejo, su rostro parece el de un hombre que induce a creer que siente asco de su entorno, solitario y engullido en él, su admiración es ciega. El negocio de los virus lo tiene en la obsesión general solo que este “maneja” esos hilos, los prueba, los anticipa y los estudia. Vende al mercado negro, mientras consume para su propio beneficio.

El culto al placer en el acopio y apropiación del otro (mayor) no tiene discusión. Se quiere ser esa estrella pero ante la incompetencia y limitación del yo y del mundo se opta por la sumisión y el enaltecimiento ajeno (la pasividad del anonimato), que se ampara en la pseudo perfección. Hay que recordar que Hannah Geist (Sarah Gadon) de impresionante belleza, una canadiense escultural que invoca toda esa magnificencia (muy bien tratada en la publicidad que vemos en la trama), no tiene vulva, es en el fondo “secretamente” imperfecta. Y no se asume la realidad sobre ella que lo deja como un rumor que raya en la indiferencia frente al culto que se ciñe sobre esa rubia de labios encendidos escarlatas bajo su presencia totalizante que contiene la identidad de la ciudad. Nada importa más que ella, y su última enfermedad en venta. La trama se da entre la ambición y el hedonismo colindante en donde su existencia se une a la de Syd, que sufre todo tipo de golpes no siendo el héroe típico, ni por asomo.

Ciencia ficción inquietante que se convierte en un trepidante thriller donde se dan muchas persecuciones y casos algo intrincados en una atmósfera de rareza y normalizado exceso futurista. Medio freak e inusual como nos luce el personaje de Arvid (Joe Pingue, secundario de secundarios), un pirata de la comercialización de virus y células cultivadas de estrellas que sirven de alimento en su tienda para fanáticos. No hay que obviar que esta propuesta es atípica, solo que bastante coherente desde sus lineamientos. Para ello Brandon ha optado por un buen toque de transparencia, de buena explicación y sustento, sin embargo los giros son tan rocambolescos y tan impremeditados a ratos, terminan por ser demasiados, que uno puede perder ciertos datos, sin embargo el conjunto cumple con su cuota básica sin que uno sienta que ha entrado en un laberinto sin salida. Todo porque el concepto no cambia, se repite en varias oportunidades y yace bastante explotado. El leit motiv es seguir proveyendo el hedonismo sin juicios (no existe ninguno más allá de las reflexiones globales que podemos extraer de la trama, el culto vacío y desenfrenado al ídolo, la auto-invisibilidad y la carencia de la personalidad propia), el goce continuo e insaciable de poseer nuevas formas de robarle un poco el alma al objeto de placer. El artificio y la compra de un sentido superficial. La trama no es que pretenda más allá de algo claro y particular en el fondo sencillo, pero articula muy bien sus piezas, no deja de sobresaltarnos, de generar la misma tensión y padecimiento del protagonista. Si Michael Haneke te hace pensar el dolor como si fuera tuyo, los Cronenberg te hacen sentirlo físicamente logrando Brandon un quiebre audaz en subvertir la esencia de la salud viendo que la pasión convierte el sufrimiento en éxtasis.

Visualmente sea dicho la estética está en todas partes, teniendo control de la ambientación destinada a los inteligentes pocos detalles. Algunas tomas parecen de mural (la que abre sobre todo). Está el cuarto con los carteles de Hannah Geist en la clínica, más cerca del manicomio, son esa unión malsana de una nueva creación salida de la mente de nuestro director que se afianza a su innovación hasta componer mucha acción y sorpresa a manera de seguir el misterio sobre una muerte que nunca llega en realidad, que se da y se suspende eternamente, como quien no quiere perder su privilegio hedonista, y vive en el deseo inamovible de la comunidad. El ente de amor es en la mente ajena como el motor de sentido que no poseen naturalmente. Los personajes son funcionales, arquetípicos y desiertos en su biografía, no obstante son los correctos para la historia. Se mueven en el golpe de efecto. Como el profuso y hermoso desagradable rastro de sangre que va dejando Syd en lo blanco de la ambientación que permuta la historia hacia ratos de terror en el cuerpo martirizado, a puertas de una probable transformación (como desde la escena de la espalda del protagonista), que luce inminente y cae en las garras de la fijación del guion. La adquisición de los virus. A una hora cuatro minutos de metraje entra a tallar el antiviral, algo casi elíptico, como un thriller en toda carrera.

La muerte no se teme, solo se sufre y se alimenta en el organismo, como un juego. Una mirada bastante curiosa tratada muy levemente para beneficio de la trama. Y es que hay una aclimatación desde la juventud que elude el proceso final del hombre. Razonable viendo la edad del director, nacido en 1980. Y su vocación de entretenimiento, que lo es sobre todo. El cuerpo, bastión de transito pierde su espiritualidad por completo –incluso el Dr. Abendroth (Malcolm McDowell) implica el sobrenombre de Dios en el ser humano, una atribución que no podemos dejar de verla manida a falta de complejizarla aunque se trata con ello de justificar algo más que la arbitrariedad del lugar de privilegio. Se halla entre las pulsiones más pedestres, solo que acogida por la elegancia del autor que nunca cae en feísmos aun siendo explícito en el devenir de las dolencias auto-infligidas.  

Antiviral es un contundente retrato que ostenta la intensidad y vigor de lo que se llamó la nueva carne, pero sin la capacidad de impacto de antaño ni el caparazón definitivo de marginal, aunque se deparará indudablemente para una minoría, si bien fue celebrada en el Festival de Cine de Toronto (TIFF) con el galardón de mejor opera prima canadiense.