El filme parte de una premisa muy original, la gente vive
idolatrando a las celebridades y tan grande es su adoración que se venden los
virus de las estrellas, para componer la búsqueda de la compenetración con sus ídolos, de sentirlos
cerca, o coger un poco de su luz especial. Cronenberg desarrolla muy hábilmente
su guion. Una clínica en la que trabaja nuestro protagonista, Syd March (Caleb
Landry Jones), se reviste de una impoluta blancura (una falsa calma), que
contrasta con un lado oscuro de gozar con el dolor, con el padecimiento de la
enfermedad. Sudores violentos, vómitos de sangre, ardores internos, manchas y
marcas en la piel son la droga de estos fanáticos y clientes, y Syd aprovechando
su empleo experimenta con todas ellas. Su exótica presencia, extrema palidez,
cabello pelirrojo, delgadez y pecas sirven de fermento y reflejo idóneo del síntoma
de la atracción por la superioridad de la fama, su sola presencia es como un
espejo, su rostro parece el de un hombre que induce a creer que siente asco de
su entorno, solitario y engullido en él, su admiración es ciega. El negocio de
los virus lo tiene en la obsesión general solo que este “maneja” esos hilos,
los prueba, los anticipa y los estudia. Vende al mercado negro, mientras
consume para su propio beneficio.
El culto al placer en el acopio y apropiación del otro (mayor)
no tiene discusión. Se quiere ser esa estrella pero ante la incompetencia y
limitación del yo y del mundo se opta por la sumisión y el enaltecimiento ajeno
(la pasividad del anonimato), que se ampara en la pseudo perfección. Hay que recordar que Hannah Geist (Sarah Gadon) de impresionante belleza, una canadiense escultural
que invoca toda esa magnificencia (muy bien tratada en la publicidad que vemos
en la trama), no tiene vulva, es en el fondo “secretamente” imperfecta. Y no se asume la realidad sobre ella que lo deja como un rumor que raya en
la indiferencia frente al culto que se ciñe sobre esa rubia de labios encendidos
escarlatas bajo su presencia totalizante que contiene la identidad de la ciudad.
Nada importa más que ella, y su última enfermedad en venta. La trama se da entre la ambición y el hedonismo colindante en donde su existencia se une a la
de Syd, que sufre todo tipo de golpes no siendo el héroe típico, ni por asomo.
Ciencia ficción inquietante que se convierte en un trepidante
thriller donde se dan muchas persecuciones y casos algo intrincados en una atmósfera
de rareza y normalizado exceso futurista. Medio freak e inusual como nos luce el
personaje de Arvid (Joe Pingue, secundario de secundarios), un pirata de la comercialización
de virus y células cultivadas de estrellas que sirven de alimento en su tienda
para fanáticos. No hay que obviar que esta propuesta es atípica, solo que
bastante coherente desde sus lineamientos. Para ello Brandon ha optado por un
buen toque de transparencia, de buena explicación y sustento, sin embargo los
giros son tan rocambolescos y tan impremeditados a ratos, terminan por ser
demasiados, que uno puede perder ciertos datos, sin embargo el conjunto cumple
con su cuota básica sin que uno sienta que ha entrado en un laberinto sin
salida. Todo porque el concepto no cambia, se repite en varias oportunidades y
yace bastante explotado. El leit motiv es seguir proveyendo el hedonismo sin
juicios (no existe ninguno más allá de las reflexiones globales que podemos extraer
de la trama, el culto vacío y desenfrenado al ídolo, la auto-invisibilidad y la
carencia de la personalidad propia), el goce continuo e insaciable de poseer
nuevas formas de robarle un poco el alma al objeto de placer. El artificio y la
compra de un sentido superficial. La trama no es que pretenda más allá de algo
claro y particular en el fondo sencillo, pero articula muy bien sus piezas, no
deja de sobresaltarnos, de generar la misma tensión y padecimiento del protagonista. Si Michael Haneke te hace pensar el dolor como si fuera
tuyo, los Cronenberg te hacen sentirlo físicamente logrando Brandon un quiebre
audaz en subvertir la esencia de la salud viendo que la pasión convierte el
sufrimiento en éxtasis.
Visualmente sea dicho la estética está en todas partes,
teniendo control de la ambientación destinada a los inteligentes pocos detalles.
Algunas tomas parecen de mural (la que abre sobre todo). Está el cuarto con los
carteles de Hannah Geist en la clínica, más cerca del manicomio, son esa unión
malsana de una nueva creación salida de la mente de nuestro director que se
afianza a su innovación hasta componer mucha acción y sorpresa a manera de
seguir el misterio sobre una muerte que nunca llega en realidad, que se da y se
suspende eternamente, como quien no quiere perder su privilegio hedonista, y vive
en el deseo inamovible de la comunidad. El ente de amor es en la mente ajena como el
motor de sentido que no poseen naturalmente. Los personajes son funcionales, arquetípicos
y desiertos en su biografía, no obstante son los correctos para la historia. Se mueven en el golpe de efecto. Como el profuso y hermoso desagradable rastro
de sangre que va dejando Syd en lo blanco de la ambientación que permuta la
historia hacia ratos de terror en el cuerpo martirizado, a puertas de una
probable transformación (como desde la escena de la espalda del protagonista),
que luce inminente y cae en las garras de la fijación del guion. La adquisición
de los virus. A una hora cuatro minutos de metraje entra a tallar el antiviral,
algo casi elíptico, como un thriller en toda carrera.
La muerte no se teme, solo se sufre y se alimenta en el
organismo, como un juego. Una mirada bastante curiosa tratada muy levemente para
beneficio de la trama. Y es que hay una aclimatación desde la juventud que elude
el proceso final del hombre. Razonable viendo la edad del director, nacido en
1980. Y su vocación de entretenimiento, que lo es sobre todo. El cuerpo,
bastión de transito pierde su espiritualidad por completo –incluso el Dr.
Abendroth (Malcolm McDowell) implica el sobrenombre de Dios en el ser humano, una
atribución que no podemos dejar de verla manida a falta de complejizarla aunque
se trata con ello de justificar algo más que la arbitrariedad del lugar de
privilegio. Se halla entre las pulsiones más pedestres, solo que acogida por la
elegancia del autor que nunca cae en feísmos aun siendo explícito en el devenir
de las dolencias auto-infligidas.
Antiviral es un contundente retrato que ostenta la
intensidad y vigor de lo que se llamó la nueva carne, pero sin la capacidad de
impacto de antaño ni el caparazón definitivo de marginal, aunque se deparará indudablemente
para una minoría, si bien fue celebrada en el Festival de Cine de Toronto (TIFF)
con el galardón de mejor opera prima canadiense.