Paul Thomas Anderson es uno
de los más atractivos directores que posee Norteamérica. Nos presenta una
película sobre la pertenecía a una secta místico filosófica que utiliza la
regresión de vidas en el tiempo mediante lo que parece la hipnosis buscando
domesticar las emociones y desarrollar un orden científico. Muchos creen ver
que alude a la Cienciología pero la historia busca más que la especificidad, el
análisis de lo que es vivir a través de una ¿secta?. Para eso, coloca a un acólito y
paciente muy reacio a las normas e ideas en general pero dispuesto a encontrar
su camino, por la presente historia por medio de la Causa, como se hace llamar
la organización de su orador, difusor, argumentador y líder Lancaster Dodd (Philip
Seymour Hoffman). El hombre escogido
para demostrar las leyes de ese nuevo sistema que cree ser la verdad a difundir
y que quiere colonizar a la sociedad es un oficial de la naval que tiene varias
condecoraciones (para él intrascendentes ya que su comportamiento lo rige y no
es el más apto), pero también tiene problemas psicológicos, producto de secuelas de su
participación en la segunda guerra mundial. Posee una proclividad hacia la violencia,
una furia muy similar al impulso sexual, por eso se busca entre
los métodos el re-ordenamiento de su conducta mediante esa característica, muy
dominante en la cultura angloamericana. El marino Freddie Quell (Joaquin
Phoenix) es el contrapeso de lo que se intenta, una práctica que se quiere
imponer como una de tantas opciones que creen ser la mejor vía. El resultado argumental
del filme puede entenderse como el del nihilismo que se ampara en la libertad total
como decisión. He ahí la metáfora de la moto en el desierto, uno va hacia un punto,
toma la velocidad que desea, es libre como el viento mientras vive la aventura
de la existencia, y en ese lugar puede escapar o continuar una senda.
El filme es muy claro, P.T. Anderson no ha dejado hueco
suelto y nos ha permitido reflexionar sobre ese buscar en lo exógeno, en el
mundo, a través de un amo como dice el maestro refiriendo que nadie puede
evitar no tener uno, el hombre se inclina necesariamente hacia una filosofía de
vida, tiene un anhelo innato de dirección, de sentido, de esa eterna pregunta
ancestral y central, y ésta no la
tenemos y por ende salimos a encontrarla con nuestra percepción y aceptación de
lo que nos rodea. Es por eso que Quell, un tipo a todas luces primario, salvaje,
sexual, indómito, pero perdido, caótico, voluble, limitado de cierta forma, cae
como inevitable ejemplo. Sin embargo sí que es audaz su elección (el temor
familiar y verlo como un borracho, un incapaz de entender o alguien agresivo
carnalmente es algo vastamente a la vista, parece un caso perdido). Quell no
es dócil aunque representa el futuro logro de la concepción del ideal (hombres
como él son los que yacen afuera en gran proporción y en el fondo gritan por
rumbo). Quell parece capaz de ser
domesticado por cierta simpleza y agradecimiento que se intuye en él. Sin embargo no deja de ver desnudas a sus compañeras en las celebraciones caseras y
convencionales, no puede contener su enfado llevado a los golpes, ni eludir
beber bebidas alcohólicas exóticas, y esto puede ser el sentido anárquico del
hombre, su rebeldía invendible, un alegato abierto de ese amparo por la absoluta
libertad, por la incapacidad de la búsqueda (queremos y a su vez no podemos
obtener la verdad aunque irremediablemente escogeremos a donde ir; en el
personaje es la playa, el cuerpo, las sensaciones, el regocijo de la “nada”,
algo pequeño por contraposición a esas grandes revelaciones). Quell aunque entiende, llora en un momento cuando se le promete la enemistad si se retira
del grupo, no puede dejar de ser él, ese tipo derrotado pero aun así feliz (deja escapar a la mujer que ama, y sigue sonriendo en otras experiencias casuales).
El filme posee muchos simbolismos; evita también el vacío y la precariedad de los elementos en discusión, porque donde hay una
elipsis temporal, luego aparece una explicación. Nuestro
eje es Quell, dentro de un cuadro que permiten bastante introspección, uno suficientemente enriquecido para proveer distintas ideas. Puede ser algo muy simple o, visto con
detenimiento, algo en que complicarse (mucho menos potente en su literalidad). P.T. Anderson resulta honesto,
directo y también profundo, complejo. Estamos ante una obra maestra. No es gratuita en ningún momento, uno la siente muy consciente de lo
que narra, es rotundamente inteligente, sin alardes, y a su vez no se presenta acérrima en su postura, pero la tiene, y está en la resolución de su
protagonista.
Joaquin Phoenix nos recuerda a Daniel Day Lewis, le impone
gestos y estética a su papel, lo reviste de una figura, y le imprime emociones
constantes, llora y ríe con una facilidad pasmosa, envidiable; posee una
naturalidad a ratos insolente, palpable, que puede ser hasta estúpida y no deja
de crear esa indispensable seriedad que requiere. Sí que se ciñe a una
apariencia marcada pero lo hace desde lo que significa de forma no solo potente, sino valiosa, en una idiosincrasia que interactúa con la dificultad temática, figurativa y argumental. Es un actor terriblemente talentoso que sabe ser efectivamente
el centro de atención. Así también Philip Seymour Hoffman, que ha estado
en cinco de las 6 películas de P.T. Anderson, y todas demostrando ser un
camaleón, un ser de barro que toma la fisonomía que busca el artesano, desde un
homosexual de aspecto medio adolescente, a un tipo insoportable en el juego a
un matón furibundo. Esta vez es la coherencia, la iluminación, pero con un aire
relajado, normal, el tipo bromea, se identifica con el marino, lo cual no es
tan típico, bebe también, se excita. Su concepción en su personaje es uno muy
humano, más que el de Phoenix que recurre a cierta restricción de forma. Está bastante enriquecido, y sirve mucho porque su papel debe ser el de alguien
especial sin que deje de ser reconocible o humilde como les gusta a los
norteamericanos, ambos en realidad lo son (excepcionales) pero desde distintas
coordenadas. Hay un trabajo notable en
la fusión de lo que debió explicarle el director del argumento y lo que es en
pantalla, ambos indisolubles. La trama gana con sus actores y ellos con lo
que dice el relato. Amy Adams también cae en ese ángulo, esquivando una mirada
pobre aun en un estado bastante identificable, la del fanático y compañera activa
del guía; ella es fuerte, de convicciones y su determinación se sobrepone a su belleza
y por ende fragilidad y superficialidad. Cuando lo masturba es algo sugerente y
sin ver nada algo muy concreto en nuestra mente.
Retoma y da una predominancia a lo que ya vio en Pozos de
ambición (2007), genera otro desarrollo bajo el mismo pensamiento detrás, mientras demuestra mayor madurez. P. T. Anderson es una apuesta segura de estupendo séptimo arte. Ya desde Hard Eight, Sidney (1996), su debut, una pequeña cinta que aunque aún tímida
y en parte predecible yace muy bien articulada, con diálogos bastante naturales y
atractivos (por su identificación), los que no buscan ninguna anormalidad, sacando lo mejor de sus actores. También, qué mejor que ver la cinta por antonomasia de Philip Baker Hall. Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999) son cintas ambiciosas,
corales, entretenidas, referenciales. Su marca en el cine, el talento y la fama. Punch-Drunk Love (2002) es su visión
de la comedia (le gusta el humor y prueba de ello es que está casado con la comediante
Maya Rudolph con la que tiene tres hijos), que lleva un toque atípico y
particular en la broma (inteligente), nadando en lo romántico y en lo que no deja de ser ligero, con un Adam Sandler plasmando su impronta, su extravagante violencia
y su ausencia de histrionismo en la comedia, su contradicción visual-verbal.
P.T. Anderson recurre a cierta brutalidad y sexo pero le otorga sentido, lo
contextualiza, crea una lectura, de ahí su ingenio, le saca la vuelta a su
banalización, y la mejor prueba está en The Master, que lleva un contundente
filtro de la naturaleza humana, y valga la redundancia ya sabemos cómo llamarle.