Es una cinta que nos moviliza constantemente en el suspenso de manos de uno de sus mejores artífices. Lina se enfrenta a una verdadera prueba de supervivencia creyendo que su marido quiere eliminarla para cobrar un cuantioso y suculento seguro; sus emociones se mezclan y no sabe si huir o seguir al lado del hombre que ama perdidamente aunque otorgándole el sentimiento de duda sobre su comportamiento.
Cary Grant no sólo es guapo sino despliega un encanto y una verborrea prodigiosa, es en su personalidad que logra cautivar al espectador sosteniendo un personaje muy simpático tanto que esa característica suya tan propia y bien ganada nos confabula con él para presenciar por ratos momentos muy graciosos producto del temor que genera en su esposa que trata de descubrir su esencia, su auténtico yo. Eso no significa que todo sea leve sino es una mirada fresca de una posibilidad que guarda el misterio de quien es realmente Johnnie, hasta qué punto puede llegar su ambición y su falta de escrúpulos, ¿es todo una invención o existen pruebas que indican un futuro homicidio?
La sonrisa acompaña ésta película y la curiosidad, Hitchcock nos involucra con su magia y nos brinda la tensión que nos mueve a pensar que algo grave va a suceder y luego nos tranquiliza ante la resolución de ese clímax momentáneo, es un ir hacia adelante pensando en hallar la carta que esconde el encantador de serpientes. El misterio es el plato fuerte del maestro y de ésta realización que discurre en el romance y en su compenetración o en su falsedad, con una ambientación bien dispuesta, metódica y acompasada como ya es marca de la casa, con un reparto de secundarios idóneos como el gracioso, inocente y chismoso Beaky, compañero alcohólico que pretende invertir su dinero en una empresa con Johnny, otra circunstancia que desencadena los temores de Lina.
Joan Fontaine no sólo es pequeña, delgada, rubia y bonita sino una actriz histriónica muy verosímil que se hace querer tanto como Grant, el galán que mantiene el equilibrio en la ambigüedad que ha de proveer su presencia. Ella en un alarde de dominio escénico se desmaya, se enferma, se enturbia, vigila y produce inquietud con respecto a un calmado, ladino y escurridizo Johnny que cambia de piel y se guarda de ser hallado culpable de la pesquisas que va montando Lina, una Fontanie que hay que decir que cuando sonríe ilumina el cielo y cuando se ensombrece nos hace temblar, con su habilidad nos tiene al borde del infarto, de la locura. No escatima esfuerzos para hacernos creer que Johnny, un agraciado, distinguido y amable aunque ocioso Cary Grant, ese amigo entrañable, ese ser humano listo que supo atrapar al ratón y conquistar su corazón, es un temible homicida.
Hitchcock es un despliegue completo de asertividad, de un derroche de proyección creativa que se impregna en el público bajo la dócil empatía, como con la escena de una entristecida Lina escuchando a su padre hablar a sus espaldas en la mesa junto con su madre y luego voltear en toma abierta con un rápido galán a la mano para acallar aquellas críticas. En otro de esos ratos destacables de la cámara los forcejeos en la cima nos sobresaltan del asiento mientras la frase precisa es la dirección que toma la realización en toda la trama, el amor y la contracara de si existe o solo es un pretexto para otros intereses menos encomiables.
Hay que agradecer la pulida destreza de aquellos planos tan llenos de estética y provistos de giros imprevistos que no hacen más que enriquecer el filme. Es el favor de una estructura que nos ha brindando una inolvidable satisfacción que en ningún instante decae, aunque disculpando una efectiva conclusión aunque algo precipitada que ya no daba para más porque ha sido demasiado explotada. Ésta es otra incursión cinematográfica de la cual hay que puntualizar que es un clásico de aquellos que no se puede dejar pasar.