Ganadora de la competencia de documentales en el festival de
cine de Cartagena de Indias 2016, dirigida por el chileno José Luis Torres
Leiva. Tiene de guía, entrevistador en fuera de campo, conversador casual in
situ, aventurero tranquilo y protagonista al documentalista chileno Ignacio
Agüero, basado en un viaje al archipiélago de Chiloé, al sur de Chile. En un
filme que tiene una agenda diversa, por un lado es la ilustración de lo folclórico
y localista, como con la performance de dos talentosas niñas acordeonistas o la
de un “arrojado” niño baterista, la muestra de celebraciones funerarias que duran
9 días tipo circunspecta fiesta patronal con comida y alcohol, o ver locales mezclados
con animales, vacas pasteando, o a algún chancho castigado y torturado. Dentro
de un documental que está al acecho de la novedad, pero con autenticidad,
ofreciendo harta paciencia y buena onda, donde el poblador tiene la oportunidad
de brillar, pero la humildad de su vida y vivencias les gana, habiendo una
anciana que inquiere por un hijo que no se comunica con ella hace 30 años, en un intento de
showman narrando sobre sus 8 vástagos, como quien da sus últimas palabras sobre
las tablas, para que al terminar de hablar deje escapar una risa fresca
agradeciendo que sorprendentemente la hayan escuchado, y es que no se termina
de creer en el ambiente que la sencilla cotidianidad de esta gente pueda ser
cautivante para alguien, en el que es un himno a la humildad absoluta, a cierto
vacío, y a su vez a una gran humanidad. También
es la búsqueda de la leyenda, Agüero carga consigo una historia que preguntar,
la de unos Romeo y Julieta que ante la negativa de su relación desaparecieron,
esto se complementa con la idea de que en la isla de Meulín hay dos sectores
divididos por un puente, uno llamado San Francisco y el otro El tránsito, uno de
ellos una zona donde viven indígenas, mapuches, y en la otra mestizos, que en
una época se tenían rivalidad y no se mezclaban, por lo que los apellidos eran
formas de separación.
En el trayecto Agüero trata de hallar algún relato
fantástico e interesante conversando con los pobladores de Chiloé, pero en la
mayoría de veces las respuestas son tímidas, austeras, esquivas o poco sólidas,
respetándose una clara espontaneidad que no siembra todo su fruto, hay una
carencia de cuentacuentos y de espectacularidad (como ese niño jugando en el desenlace,
no obstante el filme registra todo y proyecta otro tipo de interés, ya no en la
riqueza de un relato original, sino en la afabilidad y la sencillez
existencial, familias amplias, celebraciones caseras, vidas satisfechas
ausentes de grandilocuencia, sentido de comunidad, juego, hasta un casting sin pretensiones),
que te mantiene entretenido, relajado y atento, donde se ha logrado plasmar no
solo mucha naturalidad, de ahí los “defectos” en el alcance de las historias,
sino simpatía, como con unos bailes de unas colegialas y otros cantos curiosos.
Porque este documental en otra faceta es
el pretexto del casting de una película, de lo que a lo Eduardo Coutinho se van
dando entrevistas que intentan plasmar esa magia que conseguía el brasileño en
sus obras.
La mejor historia proviene de una indígena acriollada casada
con un mestizo y venida a vivir a su territorio, los habitantes bromean
hablando de fronteras en su isla. Agüero se detiene en una caminata y fluye una
conversación atravesada por una alambrada, la mujer ya de cierta edad con gran
carisma y soltura brinda hasta el último detalle. Este pareciera que fuera el
leitmotiv del filme, la repetición del Romeo y Julieta de Chiloé, en que hasta
en ello hay un pequeño sentir de sabotaje, y sin embargo el documental es
muchas otras cosas, como que Agüero simplemente echa a andar, manejar o tomar
un taxi, dialogando con quien se le cruza mientras hace de turista curioso, y
la cámara y la experiencia conjunta lo respalda en todo momento, y a la
propuesta, en el que es el espíritu del triunfo a toda prueba.