El director mauritano Abderrahmane Sissako es uno de los nombres más famosos e internacionales del cine africano, que con Timbuktu ganó
mucha más notoriedad en el mundo. Timbuktu compitió por la palma de oro en el
festival de Cannes 2014, fue nominada a mejor película extranjera en los Oscars
2015 y se alzó éste último año con 7 premios César, el galardón de la Academia del Cine Francés.
Éste es un filme de apenas una hora, que trata sobre la cotidianidad de la villa de Sokolo,
una comuna rural en Mali, donde la gente pasea en bicicleta, usa ropas
coloridas, hay mujeres con cantaros en la cabeza, niños jugando al fútbol, y hombres
reunidos sentados a la puerta de sus casas de adobe escuchando la radio, una
que informa sobre el año nuevo, el comienzo del nuevo milenio, el 2000, y, sobre todo, lo que ocurre en Europa. Todo muy austero, pero en feliz comunidad, aunque
con el anhelo de cosas materiales. En Sokolo vemos pequeños lugares de encuentro,
como tomarse una fotografía profesional en la calle por un humilde poblador o
el uso de un único teléfono público que es el punto de apoyo, junto a la radio, de la
modernidad que asoma en sus vidas sencillas y precarias. Sissako como en toda
su filmografía rehúye en buena parte las formas y estructuras narrativas
convencionales. Da la sensación de que no pretende la linealidad, sino más bien
exhibe pequeños retratos unidos por algún punto en común, en éste caso, como
reza el título, la vida de ésta pequeña villa, la humanidad africana en el
planeta. Queda secundaria la actuación del propio Sissako, como quien retorna
a su patria de Francia, y flirtea con una bella mujer negra que estimula las emociones, mientras se amolda
sin problemas a la docilidad, simplicidad y suma sobriedad que reina en el
lugar, a través de la belleza de lo autóctono, a pesar de las tantas carencias,
de la austeridad rural, símbolo de todo el territorio.
Es la ganadora del
fipresci en el festival de Cannes 2002. Es una película muy libre de ataduras formales ortodoxas, con
historias tenues, pero cargadas de juego, poética y simbolismo. Hay dos líneas
narrativas principales, una en la relación de un carismático niño y su protector,
un viejo maestro electricista, la voz humilde, pero sabia del pueblo, que implica con la luz muchas ideas, donde un
foco sirve de vasto simbolismo, nos habla de la vida, la muerte, el relevo
generacional, la modernidad, el simple placer lúdico, el futuro, la esperanza. En
ésta relación brilla la ternura y la madurez, dentro de un canto como de padre
a hijo que trasciende a todo poblador joven de África. En la otra vía yace la soledad y la
interculturalidad personal, donde Sissako parece hablar más de sí mismo, habiendo
él estudiado cine en Rusia y tener gran influencia europea, lo cual jamás le quita la noción de crítica,
como hacia el colonialismo, por mencionar algo. No me parece lo más
logrado/original, pero sí que es interesante, porque es un tema que toca a
muchos países multiculturales o con atracción hacia lo occidental desde rasgos culturales
distintos. Abdallah es un joven guapo con una pequeña crisis de identidad, padece
la dificultad de adaptación a su zona, Nouhadhibou, Mauritania, como en la (simbólica)
subida de una loma de arena en que tira la toalla, y al rato un poblador la
sube sin ningún problema. No obstante también baila en plena noche al son del ritmo
nativo (la música autóctona e instrumental hace su presencia con una niña,
además), le llama la sangre. Es un álter ego que gana finalmente hacia su país,
aunque le espera un viaje a Europa y no habla el idioma local.
Por último es curioso que en la escena final se vea una duna con un brote de
hierba circular que parece el cuerpo desnudo, el pubis, de una mujer, en donde el
niño protagonista parece introducirse, en la madre patria. Éste filme, en lo
personal, me parece el mejor que ha hecho.
El título del filme es la capital de Mali. Ésta propuesta conjuga cotidianidad nativa, como que no pasa nada espectacular, con
un juicio contra el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Tiene jueces,
defensores y acusadores, en especial varios activistas africanos, que lo son en la
vida real, por lo que los discursos recriminadores son bastante elocuentes,
en lo que a uno le deja pensando que éste es un filme ideal en la auscultación
de la idiosincrasia trascendental del territorio, como que también pudo adaptarse
fácilmente a Latinoamérica, hubiera sido una gran idea, aunque ya corre mucho
cine social y comprometido por nuestras venas. Todo en medio de un espacio
precario y natural, en un patio, a puertas de la casa de una hermosa cantante de
color y su marido desempleado. Vemos gente recogiendo agua de un
caño público y colectivo, recién casados haciendo marcha alegre en la calle,
conversaciones caseras, ocio distraído, algún enfermo necesitado, simple
deambular, todos circunscritos a la radio y los altavoces que van comunicando
el acalorado intercambio, el diálogo y juicio, a unos pobladores que hacen su
vida llana, entre tranquilos y atentos, a una intelectualidad del pueblo que
sufre los conflictos internos del país y de la realidad africana, la que revisita
los abusos y la corrupción cometida contra ellos. Es un filme abiertamente político, honesto,
combativo, valiente, pero a su vez entretenido, curioso, relajado, como con
aquel western autóctono que se ve en el televisor, llamado Muerte en Timbuktu,
que cuenta con la participación del actor afroamericano y productor del filme Danny
Glover, y el director israelí Elia Suleiman.
Ésta es una propuesta que a diferencia de sus
anteriores filmes no se muestra optimista ni vital predominantemente, en
que se hace una crítica contundente al fundamentalismo islámico en África, que
le sirve a todo el mundo que sufre su fanatismo y hasta violencia, como lo hace
ver esa gran recepción en Francia, contándonos sobre un grupo musulmán radical,
político y armado que quiere imponer su teología castrense a los pobladores de Timbuktu,
Mali, de lo que observamos algunos terribles casos, siendo el principal el de
un padre amoroso con su esposa y única hija, que viven libres y tranquilos al
estilo natural, medio hippie, con música, mucho amor, con vacas y en un
campamento en el desierto, cuando la zona se ha visto afectada por muertes y
exilios, y ellos aún creen en sus país y se mantienen valientes en el
territorio, pero por un accidente tienen que pagar con la ley tiránica que
gobierna y sólo vela por sus intereses. Ésta culpa la vemos en todo apogeo, con
castigos, abusos y prohibiciones (palabra favorita de éste régimen que se
escuda contradictoriamente en Dios), en ello Sissako es bastante claro. Hay
mucha dramatización y actualidad, habiendo un choque entre la vida feliz con el
canto y lo familiar, y la demencial dictadura islámica radical que todo lo
encuentra pecaminoso y restrictivo, en una ubicua y omnipotente Jihad, que se
dedica a matar pobladores sin ningún cargo de consciencia, justificándose en
sus propios términos. Vemos a una mujer siendo azotada públicamente y
ella empieza a cantar su tristeza, en un bastión de libertad y de lucha pasiva,
porque la comunidad simplemente sufre, padece de aquella fuerza brutal, una que
en especial rebaja el derecho de la mujer. En otro momento se ve el
apedreamiento y muerte de dos cuerpos enterrados en la arena con solo las
cabezas descubiertas. Sissako es muy enfático en su mensaje, de lo que lo aleja
de la obra de arte y lo pone más cerca de la denuncia, aunque logrando ser un
filme competente, desde su estilo y temática, como en su desenlace, en el correr,
gritar, llorar, querer huir del mal, acabar con el dolor, la locura y el
maltrato. Es una propuesta que emociona porque toca una realidad muy
reconocible, en la crueldad reinante de una implacable ideología, invocando
poética.