Uno de los genios irrepetibles que tuvo la gran pantalla fue
el cineasta ruso Andrei Tarkovsky, que dejó tan solo 8 largometrajes de ficción
en su filmografía, uno de ellos su tesis de graduación de la escuela de cine (la
hoy en día Universidad Panrusa Guerásimov de Cinematografía), junto a un documental y dos
cortometrajes, lo que fue suficiente para cimentar su legado en la
cinematografía mundial y el aprecio de quienes gozamos del séptimo arte.
El presente filme que en el guion fue un trabajo conjunto
entre Tarkovsky y el italiano Tonino Guerra, amigo y guionista célebre de
famosos directores como Michelangelo Antonioni y Federico Fellini, se reviste
de un aire de dificultad para el rápido entendimiento del público pero deja a
la imaginación disfrutar de una propuesta que se circunscribe a la nostalgia
sea por el amor a la patria lejana o a los componentes internos de ésta como la
familia. Para ello se dan dos historias interrelacionadas literalmente y como
en un juego de espejos. La vida de Doménico (Erland Josephson) nos hablará de
la esencia de Andrei Gorchakov (Oleg Yankovskiy), dos personajes que sufren de
la misma pena, el primero producto de
una locura de fe y el segundo que quedará en medio de una elipsis para el
espectador que solo sabrá que sufre una depresión, identificado en parte también con el estudio
que lleva a cabo sobre un músico y compatriota ruso Pabel Sosnovsky (un nombre
inventado pero que se basa en Maximilian Berezovsky, compositor de óperas al
estilo italiano que vivió en el siglo XVIII
y que se suicidó). Gorchakov vive el sentimiento por sí mismo a través
del misterio develado por su entorno y a través de sueños y remembranzas que se
mezclan como con la imagen de un constante pastor alemán que lo une al que
acompaña a Doménico al igual que a sus familias en el asombro, el temor o en la
curiosidad.
La unión entre estos dos personajes no es casual sino sirve
para desentrañar la idea del filme, la melancolía por algo que ya no está
próximo a nosotros, lo que hemos perdido y ya no podemos recuperar salvo
transformándolo; el deseo de Andrei de conocer a Doménico viene por el
entendimiento del propio sentir y por ende vemos su empecinamiento en ver lo
que otros no pueden o que juzgan ligeramente; sólo quien sufre desde la
experiencia puede entender bien lo que otro padece y ahí donde la comunicación
de la traductora italiana no funciona lo de Andrei se hace obligación, la de la bella Eugenia (Domiziana Giordano), joven de exuberante y atractivo cabello
pelirrojo crespo, y que en un momento muestra un abundante provocativo seno, una
verdadera tentación que no funciona ante la fidelidad y el ensimismamiento si
bien hay un juego erótico en una ensoñación muy teatral y evocativa de la escultura. Eugenia sufre por amor en el aislamiento del que solo aspira al mundo
interior aunque martirice (una crítica a su vez a los dogmas religiosos y a la
naturaleza humana).
Estamos en un mundo donde no se escucha ni se ve al otro distinto, Doménico lo recalcará en su discurso final antes del sacrificio en pos de la humanidad y de su resolución de sucumbir al mal de la nostalgia producto de la separación y pérdida de sus seres queridos, como acallando un error que lo castiga en el alma –se pregunta ¿cómo pude hacerlo?, imperdonable: generar 7 años de cautiverio sin ver la luz para con su esposa e hijos tras creer que se avecinaba el fin del mundo- y que ya solo le queda en su perspectiva intima arrojarse a terminar ese infierno como aquel músico que se ve engañado por la nostalgia aún a razón de la autodestrucción, el impulso incontenible del dolor, una trampa auto-inducida por un estado de ánimo incontenible que bien conocen y definen los expatriados rusos una vez lejos de su tierra como la de no aprovechar la libertad producto del miedo y los complejos bastante latentes en la época soviética, y del que solo uno se ve liberado en el acto de otros, como la penitencia de Andrei de cruzar la fosa de agua termal natural portando una vela encendida, en un plano largo sin cortes en que se siente la tensión de la labor y la grandeza creativa del artista.
Estamos en un mundo donde no se escucha ni se ve al otro distinto, Doménico lo recalcará en su discurso final antes del sacrificio en pos de la humanidad y de su resolución de sucumbir al mal de la nostalgia producto de la separación y pérdida de sus seres queridos, como acallando un error que lo castiga en el alma –se pregunta ¿cómo pude hacerlo?, imperdonable: generar 7 años de cautiverio sin ver la luz para con su esposa e hijos tras creer que se avecinaba el fin del mundo- y que ya solo le queda en su perspectiva intima arrojarse a terminar ese infierno como aquel músico que se ve engañado por la nostalgia aún a razón de la autodestrucción, el impulso incontenible del dolor, una trampa auto-inducida por un estado de ánimo incontenible que bien conocen y definen los expatriados rusos una vez lejos de su tierra como la de no aprovechar la libertad producto del miedo y los complejos bastante latentes en la época soviética, y del que solo uno se ve liberado en el acto de otros, como la penitencia de Andrei de cruzar la fosa de agua termal natural portando una vela encendida, en un plano largo sin cortes en que se siente la tensión de la labor y la grandeza creativa del artista.
Los tonos que vemos en pantalla sobre la realidad que se nos
cuenta son oscuros mayormente y el de los sueños son grises verdosos, ambos secos
desprovistos de sentimentalismo ramplón aun a costa de lo que se nos narra que
es netamente sensible (se busca el romance puro, el que no necesita decirlo
todo), capaz de evocar bajo la mirada
parsimoniosa más no cansina sino llena del vigor de la introspección de sus
postulados. La película va al ritmo de la lírica y de lo solemne sin
incongruencia. Andrei, el seguro alter ego de Tarkovsky, se mete borracho en una
construcción destruida e inundada, consumida por la vegetación, y se encuentra
con una niña –la pureza, en esa naturalidad personificada que era emblema del
cine de Tarkovsky y que no deja confundir a lo terrenal- en un choque
contextual pero intrascendente en cuanto a lo que dice salvando el desahogo y
el reproche hacia su tierra en una imagen de desazón e incomprensión mientras Doménico cabizbajo con
una mirada ida ya explica la atmósfera que lo rodea tan igual a su andar de
ermitaño y falso profeta arrepentido pero no desprovisto de fe que recuerda y
se confunde como una sombra detrás de la vida de Andrei. Tragedia, derrota, tristeza,
nostalgia como en aquel último fotograma de una arquitectura derruida puesta
unos minutos para el cierre de la reflexión, sin embargo a su vez mucho amor
como el hecho complementario de que Tarkovsky le dedique la película a su madre,
muerta no hace mucho.
Se visualiza en la niebla, en el abandono, en el silencio y
en el frío de la Toscana que respiraba de la Rusia interpuesta en el ecran y que
el autor dejaba. Tarkovky decidió no volver a la URSS en medio de ésta
realización, solía tener la intromisión de censores y una grave carga sobre su
creatividad. En ésta película vemos una curiosa influencia de la ferviente devoción
cristiana italiana más que del ateísmo de la Unión Soviética, pero que dejaba espacio para la crítica incluso en Roma. También en las elucubraciones y revelaciones
oníricas, en los pasadizos del recinto derrumbado a instancias del lento travelling
(la inmensidad omnipotente e imperceptible alejada por la contemporaneidad), en
los discursos contenidos en un poema, en una carta o en un acto de constricción
verbal en la agonía de resonancia artística y existencial, en la materialización
de la devoción de la mujeres en la iglesia mientras dejan volar aves desde
dentro de la efigie de la virgen María, en la consumación en el fuego del
cuaderno de apuntes del poeta cuando se recitan unos versos al parecer de su
pertenencia, en los matices de colores de la pantalla, en el discurrir del
calmo y meditabundo metraje, toda la estructura artística y filosófica del
maestro ruso.
El poema que lee en off un desvalido Andrei tendido
alcoholizado sobre unas ruinas dice: Mi vigor está demasiado oculto ante dardos
diamantinos, la respiración de la casa paterna se confunde a la distancia, los
tejidos de duros músculos debilitados, como el canoso buey en el arado, cuando
cae la noche ya no brillan dos alas detrás de mí. Durante la fiesta me consumí
como una vela, recolectando arriba y abajo mi cera derretida. Y ver en ello un
luto por alguien, y así orgullosamente dar la última porción de felicidad, morir
brillando y al abrigo de un tejado improvisado. Alumbrando póstumamente como una
palabra.
Sucumbe a una desmitificación del misticismo ortodoxo por
una práctica más personal pero que conlleva sostener una esperanza en algo
mayor, la que nos manifiesta el pensamiento de Tarkovsky que parece decirnos
que el planeta todavía no tiene las respuestas a ninguna de sus inquisiciones pero
la búsqueda continua desde cada yo en pos del resto, un estado de desamparo y
que a pesar de ello se sostiene en la fe porque el hombre no puede más que
creer para subsistir o para trascender como ser humano, algo innato, un
repetido intento de ir hacia una esencia reacia a la verdad pero que se vuelve
a intentar a la par sin que cunda necesariamente un final feliz que poco
importa frente a la indisoluble necesidad vital.
La obra cinematográfica del ruso desarrolla teorías y
atmósferas individuales, una maqueta del sufrimiento producto de nuestras
fallas o de una idiosincrasia inevitable pero también de los otros que nos
abandonan o que nos coartan encadenándonos a un sentir, el hombre sufre y quiere separarse de ese sufrimiento, ¿podrá liberarse?, muchas ideas se pueden
desprender de la cosmovisión de Tarkovsky (ganador del título de mejor director
en Cannes de 1983 por Nostalgia), el que inspira a cineastas de importante
presencia contemporánea como Bela Tarr en The Turin Horse (2011) o a Lars Von
Trier en Melancholia (2011) donde vemos que emerge éste filme en sus interesantes
propuestas, una prueba más de que su cine como el verdadero arte sigue en pie y
es inmortal, una obra maestra bastante cruda y pesimista pero reticente a dejarse rendir en su espíritu humano, un canto de belleza como toda obra poética.