miércoles, 25 de julio de 2012

Nostalgia


Uno de los genios irrepetibles que tuvo la gran pantalla fue el cineasta ruso Andrei Tarkovsky, que dejó tan solo 8 largometrajes de ficción en su filmografía, uno de ellos su tesis de graduación de la escuela de cine (la hoy en día Universidad Panrusa Guerásimov de Cinematografía), junto a un documental y dos cortometrajes, lo que fue suficiente para cimentar su legado en la cinematografía mundial y el aprecio de quienes gozamos del séptimo arte. 

El presente filme que en el guion fue un trabajo conjunto entre Tarkovsky y el italiano Tonino Guerra, amigo y guionista célebre de famosos directores como Michelangelo Antonioni y Federico Fellini, se reviste de un aire de dificultad para el rápido entendimiento del público pero deja a la imaginación disfrutar de una propuesta que se circunscribe a la nostalgia sea por el amor a la patria lejana o a los componentes internos de ésta como la familia. Para ello se dan dos historias interrelacionadas literalmente y como en un juego de espejos. La vida de Doménico (Erland Josephson) nos hablará de la esencia de Andrei Gorchakov (Oleg Yankovskiy), dos personajes que sufren de la misma pena, el primero producto de una locura de fe y el segundo que quedará en medio de una elipsis para el espectador que solo sabrá que sufre una depresión, identificado en parte también con el estudio que lleva a cabo sobre un músico y compatriota ruso Pabel Sosnovsky (un nombre inventado pero que se basa en Maximilian Berezovsky, compositor de óperas al estilo italiano que vivió en el siglo XVIII  y que se suicidó). Gorchakov vive el sentimiento por sí mismo a través del misterio develado por su entorno y a través de sueños y remembranzas que se mezclan como con la imagen de un constante pastor alemán que lo une al que acompaña a Doménico al igual que a sus familias en el asombro, el temor o en la curiosidad.

La unión entre estos dos personajes no es casual sino sirve para desentrañar la idea del filme, la melancolía por algo que ya no está próximo a nosotros, lo que hemos perdido y ya no podemos recuperar salvo transformándolo; el deseo de Andrei de conocer a Doménico viene por el entendimiento del propio sentir y por ende vemos su empecinamiento en ver lo que otros no pueden o que juzgan ligeramente; sólo quien sufre desde la experiencia puede entender bien lo que otro padece y ahí donde la comunicación de la traductora italiana no funciona lo de Andrei se hace obligación, la de la bella Eugenia (Domiziana Giordano), joven de exuberante y atractivo cabello pelirrojo crespo, y que en un momento muestra un abundante provocativo seno, una verdadera tentación que no funciona ante la fidelidad y el ensimismamiento si bien hay un juego erótico en una ensoñación muy teatral y evocativa de la escultura. Eugenia sufre por amor en el aislamiento del que solo aspira al mundo interior aunque martirice (una crítica a su vez a los dogmas religiosos y a la naturaleza humana).

Estamos en un mundo donde no se escucha ni se ve al otro distinto, Doménico lo recalcará en su discurso final antes del sacrificio en pos de la humanidad y de su resolución de sucumbir al mal de la nostalgia producto de la separación y pérdida de sus seres queridos, como acallando un error que lo castiga en el alma –se pregunta ¿cómo pude hacerlo?, imperdonable: generar 7 años de cautiverio sin ver la luz para con su esposa e hijos tras creer que se avecinaba el fin del mundo- y que ya solo le queda en su perspectiva intima arrojarse a terminar ese infierno como aquel músico que se ve engañado por la nostalgia aún a razón de la autodestrucción, el impulso incontenible del dolor, una trampa auto-inducida por un estado de ánimo incontenible que bien conocen y definen los expatriados rusos una vez lejos de su tierra como la de no aprovechar la libertad producto del miedo y los complejos bastante latentes en la época soviética, y del que solo uno se ve liberado en el acto de otros, como la penitencia de Andrei de cruzar la fosa de agua termal natural portando una vela encendida, en un plano largo sin cortes en que se siente la tensión de la labor y la grandeza creativa del artista.

Los tonos que vemos en pantalla sobre la realidad que se nos cuenta son oscuros mayormente y el de los sueños son grises verdosos, ambos secos desprovistos de sentimentalismo ramplón aun a costa de lo que se nos narra que es netamente sensible (se busca el romance puro, el que no necesita decirlo todo), capaz de evocar bajo la mirada parsimoniosa más no cansina sino llena del vigor de la introspección de sus postulados. La película va al ritmo de la lírica y de lo solemne sin incongruencia. Andrei, el seguro alter ego de Tarkovsky, se mete borracho en una construcción destruida e inundada, consumida por la vegetación, y se encuentra con una niña –la pureza, en esa naturalidad personificada que era emblema del cine de Tarkovsky y que no deja confundir a lo terrenal- en un choque contextual pero intrascendente en cuanto a lo que dice salvando el desahogo y el reproche hacia su tierra en una imagen de desazón e incomprensión mientras Doménico cabizbajo con una mirada ida ya explica la atmósfera que lo rodea tan igual a su andar de ermitaño y falso profeta arrepentido pero no desprovisto de fe que recuerda y se confunde como una sombra detrás de la vida de Andrei. Tragedia, derrota, tristeza, nostalgia como en aquel último fotograma de una arquitectura derruida puesta unos minutos para el cierre de la reflexión, sin embargo a su vez mucho amor como el hecho complementario de que Tarkovsky le dedique la película a su madre, muerta no hace mucho.

Se visualiza en la niebla, en el abandono, en el silencio y en el frío de la Toscana que respiraba de la Rusia interpuesta en el ecran y que el autor dejaba. Tarkovky decidió no volver a la URSS en medio de ésta realización, solía tener la intromisión de censores y una grave carga sobre su creatividad. En ésta película vemos una curiosa influencia de la ferviente devoción cristiana italiana más que del ateísmo de la Unión Soviética, pero que dejaba espacio para la crítica incluso en Roma. También en las elucubraciones y revelaciones oníricas, en los pasadizos del recinto derrumbado a instancias del lento travelling (la inmensidad omnipotente e imperceptible alejada por la contemporaneidad), en los discursos contenidos en un poema, en una carta o en un acto de constricción verbal en la agonía de resonancia artística y existencial, en la materialización de la devoción de la mujeres en la iglesia mientras dejan volar aves desde dentro de la efigie de la virgen María, en la consumación en el fuego del cuaderno de apuntes del poeta cuando se recitan unos versos al parecer de su pertenencia, en los matices de colores de la pantalla, en el discurrir del calmo y meditabundo metraje, toda la estructura artística y filosófica del maestro ruso.

El poema que lee en off un desvalido Andrei tendido alcoholizado sobre unas ruinas dice: Mi vigor está demasiado oculto ante dardos diamantinos, la respiración de la casa paterna se confunde a la distancia, los tejidos de duros músculos debilitados, como el canoso buey en el arado, cuando cae la noche ya no brillan dos alas detrás de mí. Durante la fiesta me consumí como una vela, recolectando arriba y abajo mi cera derretida. Y ver en ello un luto por alguien, y así orgullosamente dar la última porción de felicidad, morir brillando y al abrigo de un tejado improvisado. Alumbrando póstumamente como una palabra.

Sucumbe a una desmitificación del misticismo ortodoxo por una práctica más personal pero que conlleva sostener una esperanza en algo mayor, la que nos manifiesta el pensamiento de Tarkovsky que parece decirnos que el planeta todavía no tiene las respuestas a ninguna de sus inquisiciones pero la búsqueda continua desde cada yo en pos del resto, un estado de desamparo y que a pesar de ello se sostiene en la fe porque el hombre no puede más que creer para subsistir o para trascender como ser humano, algo innato, un repetido intento de ir hacia una esencia reacia a la verdad pero que se vuelve a intentar a la par sin que cunda necesariamente un final feliz que poco importa frente a la indisoluble necesidad vital.  

La obra cinematográfica del ruso desarrolla teorías y atmósferas individuales, una maqueta del sufrimiento producto de nuestras fallas o de una idiosincrasia inevitable pero también de los otros que nos abandonan o que nos coartan encadenándonos a un sentir, el hombre sufre y quiere separarse de ese sufrimiento, ¿podrá liberarse?, muchas ideas se pueden desprender de la cosmovisión de Tarkovsky (ganador del título de mejor director en Cannes de 1983 por Nostalgia), el que inspira a cineastas de importante presencia contemporánea como Bela Tarr en The Turin Horse (2011) o a Lars Von Trier en Melancholia (2011) donde vemos que emerge éste filme en sus interesantes propuestas, una prueba más de que su cine como el verdadero arte sigue en pie y es inmortal, una obra maestra bastante cruda y pesimista pero reticente a dejarse rendir en su espíritu humano, un canto de belleza como toda obra poética.